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Historia verdadera

Historia de España. Tal día como hoy del año 1212 los cristianos vencíamos a los islamistas en las Navas de Tolosa.

Historia de España. Tal día como hoy del año 1212 los cristianos vencíamos a los islamistas en las Navas de Tolosa.
 Las tropas musulmanas provenían de los territorios que denominaban como Al-Andalus y soldados bereberes del norte de África, reunidas para formar una yihad que expulsara definitivamente a los cristianos de la Península Ibérica.

La batalla de las Navas de Tolosa marca un hito en la historia de España: alejó el peligro de una invasión musulmana de los reinos cristianos y contribuyó al desmembramiento del imperio almohade.

Como consecuencia de esta batalla, el poder musulmán en la Península Ibérica comenzó su declive definitivo y la Reconquista tomó un nuevo impulso que produjo en los siguientes cuarenta años un avance significativo de los reinos cristianos, que tomaron casi todos los territorios del sur bajo poder musulmán.

En la primavera de 1212, los caminos de la Cristiandad se llenaron de cruzados cuya meta era Toledo. Los pobres iban a pie, mendigando por los caminos; los nobles, a caballo, seguidos de sus mesnadas.

El 20 de junio, el ejército cristiano partió de Toledo camino del sur. En el cuerpo de vanguardia iban tropas guiadas por don Diego López de Haro, Señor de Vizcaya.
El día 11, los cristianos acamparon en las Fresnedas. Don Diego López de Haro envío a su hijo don Lope con un destacamento a las alturas del puerto del Muradal, hoy Despeñaperros, para que reconociese el terreno y ocupase la pequeña meseta que allí existe. Los expedicionarios ganaron rápidamente las alturas y avistaron el castillo de Ferral, adelantado de Sierra Morena, donde se había instalado la avanzada almohade que vigilaba el desfiladero de la Losa. En cuanto descubrieron a los cristianos, los almohades salieron a hostigarlos.

Al día siguiente, 12 de julio llegó el ejército cristiano al pie de Sierra Morena y nuevas tropas reforzaron a la vanguardia instalada en la meseta del Muradal. Al amanecer del día 13, el resto del ejército se les unió y acampó en la llanada.

La situación de los cristianos era delicada. Sus enemigos podrían hacer, sin dificultad, una carnicería de cualquier ejército que se aventurase por aquellas angosturas. Por otra parte, el paraje donde habían acampado los cruzados era áspero e inhóspito.

Los cristianos necesitaban un milagro y el milagro ocurrió. Ante Alfonso VIII se presentó un pastor que decía conocer un paso seguro que los almohades no vigilaban. Nada se perdía con probar. El Señor de Vizcaya, Don Diego López de Haro y un destacamento de exploradores, acompañaron al pastor que los llevó primero hacia el oeste y luego hacia el sur, a través de los actuales parajes del Puerto del Rey y Salto del Fraile. Así fueron a salir, esquivando los relieves más comprometidos de aquellas montañas, a la explanada de la Mesa del Rey, donde se establecieron. Don Diego López de Haro comunicó al rey que el paso del pastor era perfecto, justamente lo que necesitaban. En cuanto amaneció el día siguiente, el grueso del ejército levantó el campamento y fue a acampar en la Mesa del Rey.

LA BATALLA

Las tropas almohades, provenían de los territorios que denominaban como Al-Andalus y soldados bereberes del norte de África, reunidas para formar una yihad que expulsara definitivamente a los cristianos de la Península Ibérica. Habían estado retardando el choque frontal con el fin de conseguir debilitar la unión de las tropas cristianas y agotar las fuerzas de éstas por agotamiento de los suministros.

Los castellanos de segunda línea, al mando de Nuñez de Lara, y las Órdenes Militares formaban en el centro flanqueados a la derecha por los navarros y las milicias urbanas de Ávila, Segovia y Medina del Campo; y a la izquierda por los aragoneses. Tras una carga de la primera línea de las tropas cristianas capitaneadas por el vizcaíno Diego López de Haro, los almohades, que doblaban ampliamente en número a los cristianos, realizan la misma táctica que años antes les había dado tanta gloria. Los voluntarios y arqueros de la vanguardia, mal equipados pero ligeros, simulan una retirada inicial frente a la carga para contraatacar luego con el grueso de sus fuerzas de élite en el centro. A su vez los flancos de caballería ligera almohade, equipada con arco, tratan de envolver a los atacantes realizando una excelente labor de desgaste. Recordando la batalla de Alarcos era de esperar esa táctica por parte de los almohades. Al verse rodeados por el enorme ejército almohade, acude la segunda línea de combate cristiana pero no es suficiente. La tropa de López de Haro comienza a retirarse pues sus bajas son muy elevadas no así el propio capitán el cual, junto a su hijo, se mantiene estoicamente en combate cerrado junto a Nuñez de Lara y las Ordenes militares.
 

Al notar el retroceso de muchos de los villanos cristianos, los reyes cristianos al frente de sus caballeros e infantes inician una carga crítica con la última línea del ejército. Este acto de los reyes y caballeros cristianos infunde nuevos bríos en el resto de las tropas y es decisivo para el resultado de la contienda. Los flancos de milicia cargan contra los flancos del ejército almohade y los reyes marchan en una carga imparable. Según fuentes tardías el rey Sancho VII de Navarra aprovechó que la milicia había trabado en combate a su flanco para dirigirse directamente hacia Al-Nasir. Los doscientos caballeros navarros junto con parte de su flanco atravesaron su última defensa: los im-esebelen, una tropa escogida especialmente por su bravura que se enterraban en el suelo o se anclaban con cadenas para mostrar que no iban a huir. Sea como fuere lo más probable es que la unidad navarra fuera la primera en romper las cadenas y pasar la empalizada, lo que justifica la incorporación de cadenas al escudo de Navarra. Mientras la guardia personal del califa sucumbía fiel a su promesa en sus puestos, el propio Al-Nasir se mantenía en el combate dentro del campamento.

No existía en aquella época ninguna forma humana de detener una carga de caballería pesada cuando se abatía sobre un objetivo fijo y lograba el cuerpo a cuerpo. En las Navas, los arqueros musulmanes, principal y temible enemigo de los caballeros, principalmente por la vulnerabilidad de sus caballos, no podrían actuar debidamente cogidos ellos mismos en medio del tumulto. El ejército de Al-Nasir se desintegró.

Hoy como ayer, el Islam ha comenzado una nueva invasión. El sentido común llama a un nuevo análisis que sirva para evitar situaciones que históricamente ya hemos padecido.

Memoria histórica. PERSECUCIÓN RELIGIOSA EN LA II REPÚBLICA ESPAÑOLA.

Memoria histórica. PERSECUCIÓN RELIGIOSA EN LA II REPÚBLICA ESPAÑOLA.

"ESPAÑA HA DEJADO DE SER CATOLICA"

(Palabras pronunciadas por D. Manuel Azaña en el año 1931)


La Constitución de la República, instaurada en España el 14 de abril de 1931, establecía el principio de libertad de conciencia en su artículo 27, garantizando el derecho de profesar y practicar libremente cualquier religión; pero el Gobierno republicano, lejos de prestar aquella garantía, permite que las turbas, instigadas por poderes ocultos, celebren el cambio de régimen con agresiones a la religión católica, traducidas en asaltos a conventos, cuyos hechos comenzaron a realizarse el mes de mayo de 1931, siendo los primeros que sufren las consecuencias de estos ataques el Convento de las Maravillas, el de las Mercedes, el de los Padres Carmelitas de la Plaza de España, el de los Sagrados Corazones de la calle del Tutor, todos ellos de Madrid, y otros muchos de provincias.


El Gobierno de la República, en enero de 1932, acogiéndose a la Regla 1ª del artículo 26 de la Constitución, que autorizaba la disolución de las Ordenes Religiosas que por sus actividades constituyeran un peligro para la seguridad del Estado, disuelve la Compañía de Jesús y se incauta de sus bienes; la Casa Profesa de Isabel la Católica, la Iglesia de la calle de la Flor, el Colegio de Areneros y otros varios templos y edificios de la Compañía de Jesús habían sido con anterioridad arruinados por los incendios o asaltados por las turbas.


Celebradas las elecciones del 16 de febrero de 1936 y triunfante el Frente Popular, continúa la labor destructora, y en marzo siguiente es incendiada la Parroquia del Salvador (documento número 1); en mayo es colocada una bomba por elementos desconocidos en la Parroquia de San Miguel, y al estallar el artefacto ocasiona serios daños. El día 13 del mismo mes perecen bajo la acción de las llamas la Iglesia de San Luis (a poca distancia del despacho oficial del Ministro de la Gobernación), de la cual apenas pudieron salvarse algunos vasos sagrados (documentos números 2 y 3) y la Iglesia de San Ignacio; y el 19 de junio del mismo año, después de saqueada la Parroquia de San Andrés, la rociaron con gasolina, prendiéndola fuego (documento número 4). Estos hechos se realizan en presencia de los Agentes de la Autoridad, que observan actitud de espectadores, sin hacer nada por impedir la realización de tales delitos; registrándose, al mismo tiempo que en Madrid, numerosos desmanes análogos en diversas provincias, donde fueron incendiadas más de trescientas iglesias, cuyos hechos fueron todos ellos denunciados por el Diputado Sr. CALVO SOTELO en el Parlamento, poco tiempo antes de ser asesinado (documento núm. 5).


A partir del 18 de julio de 1936 es cuando la "persecución religiosa" adquiere su máxima intensidad, pues los grupos marxistas, bien armados se lanzan contra los templos y monasterios dispuestos a exterminar a sacerdotes y religiosos, siendo los aspectos principales de aquella persecución los siguientes:


A) Asaltos a iglesias y conventos.


En los primeros días que siguieron al 18 de julio de 1936, son invadidos por las turbas rojas todos los templos y conventos, tanto en Madrid como en su provincia y resto de la zona marxista, consistiendo por regla general el procedimiento de invasión en el acordonamiento de los edificios y calles adyacentes a los mismos, por nutridos grupos de forajidos que penetran en los recintos sagrados, haciendo fuego con sus armas, sacando detenidos a los sacerdotes, religiosos o religiosas que encuentran. En otros casos, como justificación de sus desmanes, las milicias simulan haber sido agredidas por los religiosos; tal ocurrió en el Convento de Padres Agustinos de la calle de Valverde, que fue atacado a tiros después de haber sido arrojadas desde la calle al interior del edificio cápsulas, disparadas, de fusil, siendo acusados los moradores de hacer fuego sobre las milicias, que penetraron violentamente en el convento, llevándose detenidos a todos los Padres Agustinos que allí había.


B) Detenciones y asesinatos.


La consigna marxista de detener y asesinar a los Ministros de la religión católica fue cumplida con tal precisión, que en la primera semana siguiente al 18 de julio caen por Dios y por España multitud de religiosos y todos los sacerdotes que a la sazón regentaban parroquias o ejercían su ministerio y que no pudieron ocultarse; bastando la mera sospecha de tratarse de un sacerdote para llevar a efecto el crimen, como en el caso del seglar D. Anselmo Pascual López, que fue hallado muerto en la carretera de El Pardo, con varias heridas causadas por arma de fuego y un letrero sobre el cadáver que decía: "Muerto por ser cura", siendo así que se trataba de un señor de profesión comerciante, de estado casado con doña Isidora Morón Machín, quien denunció este hecho a las Autoridades Nacionales después de la liberación de Madrid, añadiendo que su citado esposo era portador de unas dos mil cien pesetas, que le fueron robadas. Sucumben desde las altas personalidades eclesiásticas hasta los más humildes sacerdotes:


1.- Obispos.


El Excmo. e Ilmo. Sr. Obispo de Jaén, D. Manuel Basulto Jiménez, fue traído de aquella ciudad para ser asesinado en el lugar conocido con el nombre de «Pozo del Tío Raimundo», próximo al Cerro de Santa Catalina, del término de Vallecas (Madrid), en unión de su hermana y del Deán y Vicario General de aquella Diócesis, D. Félix Pérez Portela. Las expresadas víctimas, juntamente con unos doscientos detenidos de aquella provincia, bajo pretexto de ser trasladados a la Prisión de Alcalá de Henares, fueron conducidas a un tren especial que sobre las once de la noche del día 11 de Agosto de 1936 salió de Jaén custodiado por fuerza armada, siendo en el trayecto constantemente vejados por las turbas que esperaban en las estaciones de paso y que los insultaban y apedreaban, llegando el convoy a Villaverde (Madrid), donde fue detenido por los marxistas, que con gran insistencia pedían les fueran entregados los presos para asesinarlos. El Jefe de la fuerza que venía custodiando a los detenidos habló entonces por teléfono con el Ministro de la Gobernación rojo, y el resultado de la conferencia fue retirar las fuerzas mencionadas, dejando en poder de la chusma a los ocupantes del tren, que fue desviado de su trayectoria a Madrid y llevado a una vía o ramal de circunvalación hasta las inmediaciones del lugar ya mencionado del «Pozo del Tío Raimundo». Rápidamente empezaron los criminales a hacer bajar del tren tandas de presos, que eran colocados junto a un terraplén y frente a tres ametralladoras, siendo asesinados el Excmo. e Ilmo. Sr. Obispo y el Vicario General D. Félix Pérez Portela. La hermana del Sr. Obispo, que era la única persona del sexo femenino de la expedición, llamada doña Teresa Basulto Jiménez, fue asesinada individualmente por una miliciana que se brindó a realizarlo, llamada Josefa Coso (a) «La Pecosa», que disparó su pistola sobre la mencionada señora, ocasionándola la muerte; continuando la matanza a mansalva del resto de los detenidos, siendo presenciado este espectáculo por unas dos mil personas, que hacían ostensible su alegría con enorme vocerío. Estos asesinatos, que comenzaron en las primeras horas de la mañana del 12 de agosto de 1936, fueron seguidos del despojo de los cadáveres de las víctimas, efectuado por la multitud y por las milicias, que se apoderaron de cuantos objetos tuvieran algún valor, cometiendo actos de profanación y escarnio y llevando parte del producto de la rapiña al local del Comité de Sangre de Vallecas, cuyos dirigentes fueron, con otros, los máximos responsables del crimen relatado.


El Excmo. e Ilmo. Sr. Obispo de Lérida, Reverendo Padre Silvio Huix Miralpeix, nació en Vellors (Gerona) en 1877, y en 1927 fue  nombrado Obispo de Ibiza, donde fundó diversas obras piadosas y benéficas y creó un colegio para niñas, siendo nombrado Obispo de Lérida en 1935. A los pocos días de haber comenzado el Movimiento, el Prelado se presentó voluntariamente a un puesto de la Guardia Civil, con el fin de obtener el amparo de las fuerzas de este Instituto y ser conducido a la cárcel, como medio de evitar su seguro asesinato, dada su condición sacerdotal, y movido también por el deseo de evitar riesgos a las familias que hasta entonces le habían escondido. Trasladado a la cárcel, el día 5 de agosto de 1936, se presentó en la misma el Sargento de Asalto Venancio Crespo, a la cabeza de un grupo de milicianos y guardias, siendo portador de una orden de la Comisaría de Orden Público o del Comité de Salud Pública, para la conducción a Barcelona del Obispo de Lérida y de veintiún presos más; al llegar a las proximidades del cementerio paró el camión, siendo fusilados los detenidos por un piquete de milicianos que, al parecer, aguardaban en aquel lugar; como los demás Palacios Episcopales de España, el de Lérida había sido asaltado y saqueado desde el primer momento por los milicianos y turbas de extremistas.


El Excmo. Sr. D. Miguel Serra Sucarrats, que contaba al morir sesenta y nueve años de edad, había nacido en Olot (Gerona), habiéndose posesionado de la Diócesis de Segorbe el día 25 de junio de 1936. El día 22 de julio del mismo año, triunfante en la ciudad la subversión roja, el prelado se vio obligado a abandonar el Palacio Episcopal con su hermano y mayordomo el Canónigo D. Carlos y sus dos hermanas doña María y doña Dolores, para refugiarse en una casa particular de una familia piadosa, donde por elementos desconocidos fueron detenidos el 27 del mismo mes el Obispo y su hermano y conducidos a la cárcel; ese mismo día los milicianos y las turbas asaltaron el Palacio Episcopal y profanaron la Catedral y demás templos de Segorbe, así como algunas tumbas, robando objetos del culto e incendiando archivos. El Obispo y su hermano conservaron sus ropas talares en la cárcel, de cuya custodia se encargaron las milicias de la llamada «Guardia Roja», de Segorbe, a las órdenes del Comité revolucionario. A las tres de la madrugada del 9 de agosto de 1936, por la patrulla del partido de Izquierda Republicana, intitulada «La Desesperada», fueron sacados de la cárcel el Obispo y su hermano, así como el Ilmo. Sr. Vicario General D. Marcelino Blasco Palomar y los religiosos Fray Vicente Sauch, de la Orden Carmelita, y Fray José María Juan Balaguer y Fray Domingo García Ferrando, franciscanos, y asesinados todos ellos en la carretera de Algar, a siete kilómetros del pueblo de Vall de Uxó; al ser identificado el cadáver del Obispo, conservaba sus hábitos talares y llevaba al pecho sus medallas y relicarios.


El Excmo. e Ilmo. Sr. Obispo de Teruel, Fray Anselmo Polanco y Fontecha, permaneció en la capital asediada por los rojos, en la que no quiso interrumpir su sagrado ministerio, no obstante las advertencias del peligro que corría; fue hecho prisionero al caer la ciudad en poder de las milicias marxistas en enero de 1938, ingresando en el Penal de San Miguel de los Reyes, de Valencia, de donde fue trasladado a Barcelona el 17 de enero del mismo año 1938. El 16 de enero de 1939, ante el avance de las tropas nacionales, fue trasladado varias veces de prisión dentro de Cataluña, en marchas penosísimas a pie, hasta que en la mañana del 7 de febrero de 1939 fue sacado de la prisión de Pont de Molíns por treinta milicianos que, al mando de un Teniente y un Comisario político, se hicieron cargo de los prisioneros de Teruel y, entre ellos, del Prelado, y después de desvalijarles y maniatarles, los sacaron de la prisión atados de dos en dos. Al Sr. Obispo lo sacaron atado con otro preso, y conducidos los detenidos al barranco llamado Can Tretze, a unos mil doscientos metros de Pont de Molíns, fueron todos ellos asesinados, rociando los milicianos los cadáveres con gasolina, a la que prendieron fuego, y abandonándolos insepultos hasta que, ocho días después, fueron descubiertos e inhumados por las victoriosas tropas nacionales. Fray Anselmo Polanco, que contaba al morir cincuenta y seis años, había realizado una campaña misional muy activa en Filipinas y había verificado varios viajes a América del Norte y a América del Sur, posesionándose de la Diócesis de Teruel y de la Administración apostólica de la de Albarracín el 8 de octubre de 1935.


El Ilmo. Sr. Obispo titular de Urea en Epiro y administrador apostólico de la Diócesis de Barbastro, D. Florencio Asensio Barroso, fue detenido por los milicianos rojos de Barbastro el 19 de julio de 1936, y después de prestar declaración los días 4 y 8 de agosto en el Ayuntamiento y ante el Comité rojo, fue trasladado a la cárcel y extraído de la misma al día siguiente para ser fusilado en la carretera de Sariñena; trasladado su cuerpo al cementerio y arrojado sobre una fosa en unión de un montón de cadáveres, se descubrió que todavía vivía, por lo que fue rematado de un tiro; de rumor público, que aún no ha podido ser comprobado judicialmente, se sabe que fue sometido, antes de su muerte, a terribles mutilaciones. El Dr. D. Florencio Asenjo Barroso, que contaba al morir sesenta años de edad, había sido Confesor del Seminario de Valladolid y Director espiritual del Sindicato de Obreras Católicas, habiendo tomado posesión de la Diócesis de Barbastro en abril de 1936.


El Obispo auxiliar de la Archidiócesis de Tarragona, ilustrísimo Sr. Dr. D. Manuel Borrás Ferrer, fue detenido en el Monasterio de Poblet, donde se ocultó para librarse de la furia roja, por el Comité de Guerra de Vimbodí, el 24 de julio de 1936, siendo trasladado a la Cárcel de Montblanch, de donde fue sacado por el mismo Comité en una camioneta y llevado al lugar conocido por «Cap Magre», donde fue asesinado el 12 de agosto de 1936. Una vecina del barrio de Lilla vió el cadáver del Sr. Obispo en el cementerio de dicho pueblo, desnudo, con señales de haber sido quemado y faltándole el antebrazo izquierdo, apareciendo el cadáver completamente magullado.


El Obispo de Barcelona, Dr. Manuel Irurita Almandoz, que había huido del Palacio Episcopal en el momento de ser éste asaltado por las turbas extremistas, halló refugio en el domicilio de D. Antonio Tort Rexach, que vivía en Call, núm. 17, principal. El día 1.° de diciembre de 1936, doce milicianos de la patrulla de control de la Sección 11, que radicaba en la calle de Pedro IV, número 166, allanó violentamente la casa de D. Antonio Tort, deteniendo a sus ocupantes, entre los que se encontraba el Sr. Obispo, cuya personalidad no fue descubierta de momento, ya que el motivo inicial del registro y de las detenciones fue una lista que poseía la patrulla de control referida, en la que figuraba D. Antonio Tort entre los peregrinos que habían acudido en determinada ocasión al Monasterio de Montserrat. Una vez interrogados los detenidos, fueron llevados a la «checa» de San Elías, donde permanecieron hasta el día 3 de diciembre, en que fueron sacarlos por la noche y fusilados el Obispo Dr. Irurita, D. Antonio Tort Rexach y un hermano del anterior, llamado D. Francisco Tort Rexach, así como el familiar del Obispo, Rvdo. Dr. Marcos Goñi. La casa que había dado cobijo al Obispo de Barcelona fue totalmente saqueada por la patrulla de control que la invadió.


El Excmo. Sr. D. Manuel Irurita Almandoz era natural de Larrainza (Navarra), y tenía sesenta años de edad en la fecha del asesinato; había sido consagrado Obispo de Lérida en 25 de marzo de 1927 y se posesionó de la sede de Barcelona el 8 de mayo de 1930; sus restos descansan en la actualidad en el cementerio del pueblo de Moncada (Barcelona).


El Excmo. Sr. Obispo de Cuenca, D. Cruz Laplana Laguna, de sesenta años, fue asesinado el 8 de agosto de 1936 en el kilómetro 5 de la carretera de Cuenca a Alcázar de San Juan, por unos pistoleros al servicio del Frente Popular, siendo inhumado su cadáver en el cementerio municipal y trasladado después de la liberación a la Santa Iglesia Catedral de Cuenca. El Obispo se encontraba preso en el Seminario Conciliar, y en su unión fue sacado, para ser asesinado también, su Capellán D. Fernando Español Berdíe, que se ofreció voluntariamente a la muerte para no abandonar a su Prelado, habiéndose confesado mutuamente ambos sacerdotes a presencia de sus asesinos, a los que otorgaron su perdón.


En la ciudad de Sigüenza (Guadalajara) fue igualmente asesinado el Excmo. e Ilmo. Sr. Obispo de la Diócesis, D. Eustaquio Nieto Martín, a los sesenta y dos años de edad. El 25 de julio de 1936 se le formó una especie de juicio ante las turbas, en el sitio conocido por el nombre de «Puerta de Guadalajara», siendo llevado seguidamente a su Palacio, donde al día siguiente, y sobre las cuatro y media de la madrugada, fue sorprendido por los marxistas, que asaltaron el Seminario e irrumpieron en la alcoba del Dr. Nieto, que fue vejado e insultado. Los criminales incendiaron una de las habitaciones, culpando al señor Obispo como autor del incendio, llegándose a obtener fotografías del siniestro, que fueron publicadas en la Prensa comunista. El día 27 del mismo mes de julio las milicias rojas sacaron al Sr. Obispo, al que condujeron en un automóvil a un lugar situado entre los pueblos de Estriégana y Alcolea del Pinar, de la provincia de Guadalajara, donde fue asesinado por disparo de arma de fuego y después rociado su cadáver con gasolina, a la que prendieron fuego.


Los Excmos. e Ilmos. Sres. Obispos de Almería y Guadix, D. Diego Ventaja Milán y D. Manuel Medina Olmos, el 25 de agosto de 1936 son llevados, procedentes de la Cárcel de las Adoratrices, juntamente con cien presos más, al buque-prisión Astoy-Mendi, anclado en el puerto, siendo introducidos en la carbonera del barco, donde los dos días que permanecen en tal situación son objeto especialísimo de escarnio y burla por parte de los milicianos rojos de la guardia, que les obligaban a realizar los actos más serviles, como barrer la bodega, baldear la cubierta y acarrear cestas de comida, en medio de los mayores insultos. El día 28 se les comunica que van a ser trasladados al Convento de las Adoratrices nuevamente, en unión de los sacerdotes y religiosos que en el Astoy-Mendi se encuentran cautivos, a cuyo fin se hace una lista donde se apuntan los nombres de los presos de condición religiosa, ordenándoseles subir a cubierta con el fin de trasladarlos a un camión que se halla en el puerto y en el que, al no caber todos, obligan a subir a los dos Sres. Obispos, varios sacerdotes y algún seglar, siendo en total dieciocho el número de presos que quedan instalados en el camión; éste emprende la marcha, escoltado por milicias rojas, por la carretera de Málaga y, después de recorrer catorce kilómetros, al llegar a la «Cañada del Chisme» se detiene la expedición, siendo conducidos los presos a un barranco próximo, donde son asesinados a tiros. Uno de los Sres. Obispos perdona previamente a los criminales y les otorga su bendición. Los cuerpos permanecen insepultos y los rojos de las cortijadas próximas van en grandes grupos al barranco a profanar los cadáveres, que son rociados con gasolina, a la que se prende fuego.


De estos dos Prelados, el Dr. D. Diego Ventaja Milán había nacido en el pueblo de Ohades, de la provincia de Almería, en 1882, habiendo hecho en Granada sus estudios eclesiásticos, ampliados en el Colegio Español y en la Universidad Gregoriana de Roma, desempeñando después el cargo de Prefecto de dicho Colegio Español de Roma. A su regreso a España, desempeñó el cargo de Rector del Seminario de Granada y —como uno de los colaboradores más íntimos del insigne pedagogo Padre Andrés Manjón, durante veinte años— fue Vicedirector de las meritísimas Escuelas del Ave María de la ciudad de Granada; el 16 de julio de 1935 tomó posesión de la Diócesis de Almería, y durante el poco tiempo que permaneció al frente de la misma, se distinguió por sus dotes de ecuanimidad y prudencia, explicando el Evangelio todos los domingos en la Santa Iglesia Catedral, en la que también explicaba lecciones de Catecismo, distinguiéndose tanto en una como en otra predicación por su gran sencillez, sólida doctrina y Unción evangélica.


El Excmo. y Rvdmo. Sr. D. Juan Medina Olmos nació en Lanteira, Diócesis de Guadix, el 9 de agosto de 1869. Era Doctor en Sagrada Teología y Licenciado en Derecho y Filosofía y Letras, estudios estos últimos que había cursado en la Universidad de Granada. Siendo Canónigo del Sacro-Monte y con ocasión del Congreso Internacional celebrado en Granada en torno a la figura del Padre Suárez, publicó un trabajo titulado «La obra jurídica de Suárez». Durante su pontificado escribió diversas cartas pastorales, en momentos muy difíciles de la vida social española, y en marzo de 1936 encabezó con una crecida cantidad una suscripción en favor de los obreros, en ocasión en que ni él ni su Clero percibían remuneración alguna, suprimida por el Gobierno republicano.


Tanto el Obispo de Almería como el de Guadix se negaron, no obstante las prudentes advertencias que les fueron hechas durante el período prerrevolucionario, a abandonar sus respectivas Diócesis, y después de su detención, durante la cual fueron obligados a soportar los más soeces escarnios, insultos y blasfemias, se negaron igualmente a abandonar sus vestiduras talares, habiendo sido despojados los Prelados del pectoral y del anillo pastoral, que se apropiaron los que les detuvieron. Por conducto del Gobierno civil rojo de Almería se había publicado una nota en la Prensa, en la que se decía que los Obispos de Guadix y Almería se encontraban en el Convento de las Adoratrices, no en calidad de presos, sino de huéspedes.


 El Excmo. e Ilmo. Sr. Obispo de Ciudad Real, Prior de las Ordenes Militares, D. Narciso de Esténaga y Echevarría, había nacido en Logroño el 29 de Octubre de 1882, de familia de posición social modesta. Trabajador infatigable, había escrito una notabilísima monografía sobre el Cardenal Aragón y cuando le sorprendió la muerte estaba escribiendo la historia de la Catedral de Toledo, con un material de más de 12.000 fichas, siendo un modelo de erudición y de humanismo su oración fúnebre con motivo del tricentenario de la muerte de Lope de Vega. Tanto por su sabiduría, como por su cultura y su extraordinaria elocuencia, así como por su bondad y su espíritu caritativo y cristiano, fue un verdadero apóstol, destacando notablemente su figura dentro del Episcopado español, habiéndose hecho querer por todos sus diocesanos. Puede afirmarse, por tanto, que su asesinato se debió sólo a su condición de Obispo, pues contra él no podía haber nadie que sintiese agravio alguno. Iniciado el Movimiento, el Dr. Esténaga se trasladó al domicilio de uno de sus feligreses; en la mañana del 22 de agosto de 1936 pararon a la puerta de dicha casa dos automóviles ocupados por milicianos, que reclamaron al Obispo en forma violenta, y como tardara en ser abierta la puerta, arreciaron sus golpes y amenazas, diciendo la volarían con dinamita, ante cuya situación el Sr. Obispo decidió salir y entregarse, diciendo : «Sea lo que Dios quiera», y otorgando su bendición a cuantos allí se encontraban. Acompañaba al Prelado su Capellán, D. Julio Melgar Salgado, quien, a pesar de que los milicianos le dijeron que con él no iba nada, no quiso separarse del Obispo y subió también al coche, habiendo sido asesinados uno y otro en el lugar denominado «Peralvillo Bajo», a unos ocho kilómetros de Ciudad Real; habiendo aparecido con dos tiros en la nuca el cadáver del Obispo que, después de la liberación de España, fue exhumado y trasladado a la Santa Iglesia Catedral de Ciudad Real.


En la misma provincia de Ciudad Real fueron asesinados, además del Obispo y su Capellán, ciento ochenta y ocho sacerdotes, seculares y regulares, novicios y colegiales, cuyos nombres constan, incumbiendo la responsabilidad por estos desmanes al Gobernador civil rojo de la provincia de Ciudad Real y al Comité de Defensa frentepopulista que se constituyó en la misma


A los nombres de los doce Prelados relacionados anteriormente, hay que agregar el del Dr. D. Juan de Dios Ponce, que ejercía funciones episcopales en la Diócesis de Orihuela, como Administrador apostólico de la misma.


2.- Otros asesinatos.


De la Comunidad de Padres Agustinos han sido asesinados por las milicias rojas, sólo en Madrid, noventa religiosos, de los cuales  doce pertenecían a la Residencia de la calle de Valverde, número 25; cincuenta y tres, a la del histórico Real Monasterio de El Escorial; doce, 41 Colegio Seminario de Leganés; cinco, a la Residencia de la calle de la Princesa, número 23; tres, a la de Columela, número 12, y seis, a de la calle de Montalvo, número 28.


En un registro practicado el día 22 de julio de 1936 por las milicias marxistas en el Colegio de Padres Agustinos de la calle de  Bola, número 6, de esta capital, donde destrozaron algunas imágenes, como no encontrasen armas, el que capitaneaba el grupo marxista habló por el teléfono del Colegio con Margarita Nelken, Diputado comunista, la que ordenó que fueran conducidos los seis religiosos Agustinos que a la sazón había a la cárcel; ya en la prisión de Ventas, el Padre Agustín Seco fue extraído de la misma algún tiempo después y asesinado.


Entre las víctimas anteriormente citadas, se encuentran el Padre Julián Zarco, Bibliotecario de El Escorial y Académico de la Historia; Padre Melchor M. Antúnez, Profesor de la Central, de Arabe y miembro de la Escuela Arabe de Madrid; Padre Pedro Martínez Vélez, del que en unas declaraciones hechas por el Cardenal Lauri y publicadas en el periódico A B C, se decía que consideraba al Padre Martínez Vélez como uno de los españoles más importantes que habían pasado por la América española; Padre Avelino Rodríguez, Provincial de la Orden, Abogado, Profesor de la Universidad libre de El Escorial, que momentos antes de ser asesinado perdonó a los criminales; absolviendo a cada uno de sus compañeros de martirio; Padre Sabino Rodríguez, Doctor en Ciencias Naturales, investigador muy docto en Biología; Padre Mariano Revilla Rico, Asistente General, autor de valiosas obras sobre S. S. Escrituras.


Los cincuenta y tres Padres Agustinos, pertenecientes a la comunidad del Real Monasterio de El Escorial, fueron trasladados a la Cárcel de San Antón, de Madrid, y juzgados en dicho prisión por unos tribunales compuestos por chequistas, entre los que figuraban también mujeres; se preguntaba a los religiosos si estaban dispuestos a coger las armas para defender al Gobierno rojo y si condenaban la actitud de los Obispos y del Clero de la zona nacional, y al contestar negativamente a ambas preguntas los religiosos, se les hacía retirar, no sin antes pronunciar el que presidía el tribunal la palabra Libertad, que era, en definitiva la contraseña para indicar la pena de muerte. A los últimos religiosos que fueron juzgados, tan sólo se les pedía el nombre y apellido.


El Padre Dominico José Gafo Muñiz, ante el asalto del convento de la calle de Claudio Coello, que fue convertido en «checa», hubo de refugiarse en una casa particular de la calle del Príncipe de Vergara, donde fue detenido por los milicianos en la primera quincena del mes de agosto de 1936, siendo trasladado a la Cárcel Modelo, en la que permaneció hasta el día 3 de octubre del mismo año, en que fue decretada su "libertad"; cuando se disponía a salir de la celda, sus compañeros de cautiverio le recomendaron que no saliese, pues trataban de matarle, y, efectivamente, al salir en la mañana del día 4 de octubre, y encontrándose ya en la calle, fue muerto por una descarga cerrada que le hicieron los milicianos rojos apostados en las proximidades, siendo su cadáver recogido e identificado, practicándose su inhumación en el Cementerio del Este (Documento número 6). El Padre Gafo era conocidísimo por su relevante personalidad intelectual, como escritor y gran predicador.


Asimismo el Padre Luis Furones Arenas, durante el asalto al Convento de Dominicos de Atocha, al que pertenecía, fue agredido a tiros por las turbas rojas, cayendo en plena calle herido, donde permaneció unas seis horas, hasta que murió, sin que le fueran prestados los auxilios que reclamó insistentemente. El total de víctimas entre los Religiosos Dominicos de Madrid es de veinticinco, figurando entre ellos Profesores de Colegios y de Universidades y Misioneros como el Padre José María Carrillo, que hacía pocos meses había llegado de China.


Los Hermanos de San Juan de Dios son también víctimas de la persecución marxista, y así en el Hospital-Asilo de San José, de Carabanchel Alto (Madrid), regentado y servido por estos humildes Hermanos (dedicados a la meritoria obra de practicar la caridad cuidando enfermos y desvalidos), sobre los doce de la manaña del día 1.° de septiembre de 1936, penetraron fuerzas de Asalto y milicias rojas que, interrumpiendo a los Hermanos en su tarea de servir la comida a los enfermos, procedieron a detener a doce de aquéllos, que fueron subidos en un camión, que rápidamente emprendió la marcha seguido de tres coches juntos camino de Boadilla del Monte, partido judicial de Navalcarnero (Madrid), llegando a la finca denominada «Monte de Boadilla», donde tras un declive del terreno y junto a un arroyo, en el lugar conocido con el nombre de «Puente de Piedra», bajaron a los religiosos, que fueron alineados al borde de una gran fosa abierta al efecto y muertos a tiros de fusil. (Documento número 7). Los cadáveres, que han sido exhumados y perfectamente identificados, corresponden a los que en vida se llamaron Cecilio López López, en el siglo Enrique; Eutimio Aramendia García, en el siglo Nicolás; Cesáreo Niño Pérez, en el siglo Mariano; Cristiniano Roca Huguet, en el siglo Miguel; Dositeo Rubio Alonso, en el siglo Guillermo; Rufino las Heras Aizborbe, en el siglo Crescencio; Benjamín Cobos Celada, en el siglo Alejandro; Carmelo Gil Arana, en el siglo Isidoro; Proceso Ruiz Cascales, en el siglo Joaquín; Canuto Franco Gómez, en el siglo José; Faustino Villanueva Igual, en el siglo Antonio, y Cosme Brun Arará, en el siglo Simón.


En el Asilo de San José mencionado, cuya incautación efectuaron los rojos, cometieron éstos un inaudito atropello contra los más elementales principios de humanidad, en contraste con la caridad practicada por los Hermanos de San Juan de Dios: En los primeros días de noviembre de 1936, ante el avance de las Fuerzas nacionales, próximas a entrar en Carabanchel, abandonaron las milicias rojas el edificio del Asilo; pero antes resolvieron asesinar a los enfermos epilépticos asilados, y cuando trataban éstos de esconderse en los refugios, los milicianos dispararon sobre ellos, resultando muertos trece de estos enfermos, cuyos cadáveres quedaron tendidos en las aceras y paseos del establecimiento, siendo los nombres de las víctimas los siguientes: Adolfo Matíes Valero, Gregorio López Hernández, Angel Carretero Gutiérrez, Teófilo Torres de la Fuente, Luis Cabrero Fernández, Bernardino Rodríguez Rodríguez, Vicente Galdón Jiménez, Félix Castro Mayoral, Alejandro Moreno Alcobendas, Gaspar Martín Riquelme. Florentino Prieto Anievas, Manuel Pedraza García y Canuto Domínguez Alonso.


También en Valencia cayeron víctimas de la persecución frentepopulista los religiosos que desempeñaban su caritativa misión en el Asilo-Hospital de San Juan de Dios. Los nombres de los doce mártires —cuyas fotografías, obtenidas después de su muerte, obran en el correspondiente anexo, con los números 8 a 19—, son los siguientes: Hermanos José Miguel Peñarroya Dolz, Leandro Aloy Domenech, Feliciano Martínez Granero, empleado D. Julio Fernández Fuentes (Documentos números 20 y 21). En la misma Estación de Atocha, y también el capellán D. Luis Vilá Plá, Hermanos Publio Fernández González, Avelino Martínez Aranzada, Cristóbal Barrios, Juan José Orayen Aizcorta, Cruz Ibáñez López, Leopoldo de Francisco y empleado Cándido Garacochea.


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Sor Gertrudis Lamazares, Religiosa de la Comunidad Terciarias Franciscanas de la Divina Pastora, del convento de la calle de Santa Engracia, número 132, de Madrid, fué apresada en la portería de la casa número 7 de la calle de Diego de León, donde estaba escondida, siendo conducida por los milicianos, en unión de una señora y de un sacerdote, ambos desconocidos, en un automóvil hasta un pinar de la carretera de Hortaleza, en cuyo lugar, después de ser bárbaramente maltratados, fueron atados los tres al vehículo, que, emprendiendo la marcha, los arrastró hasta el pueblo de Hortaleza, al que llegaron ya muertos y completamente destrozados, siendo pisoteados y profanados los cadáveres por el vecindario rojo. El Coadjutor de la parroquia de San Juan Bautista, de Canillas (Ciudad Lineal), D. Julio Calle Cuadrado, fue introducido en un saco y, una vez atado éste, le pincharon con horcas y cuchillos hasta producir la muerte al referido sacerdote, siendo los criminales elementos pertenecientes a las «checas» del barrio de Ventas. La Religiosa Sor Carmen Valera Halcón del Convento de Nuestra Señora del Amparo, de la calle de las Huertas, número 16, de Madrid, fue asesinada al no acceder a las sacrílegas proposiciones de vida marital hechas por uno de los milicianos que habían asaltado el convento.


Abandonados por los sacerdotes y religiosos de todo orden sus hábitos y vestiduras talares para disimular su personalidad, las milicias rojas extreman su celo, con el fin de descubrir a las personas  de aspecto eclesiástico para detenerlas y asesinarlas; así, por ejemplo, las Religiosas Adoratrices Sor Felisa González y Sor Petronila Hornedo, que se vieron obligadas a abandonar su convento de Guadalajara y marchar disfrazadas a Madrid; a su llegada a la estación Atocha, el 13 de agosto de 1936, fueron detenidas en la «checa» de dicha Estación, en unión de D. José Luis Hornedo Huidobro, hermano de Sor Petronila, y asesinados seguidamente, habiendo aparecido los cadáveres en un descampado de la calle de Méndez Alvaro, próximo a la Estación, el día 31 de agosto, siendo fotografiados los cadáveres de ambas religiosas en el Depósito Judicial el mencionado día 31 (Documentos 20 y 21). En la misma Estación de Atocha, y también en el mes de Agosto del mencionado año, las milicias de aquella «checa» derribaron a tiros, en uno de los andenes, a dos hombres señalados como religiosos, que trataban de subir a un tren; como una de las víctimas diese señales de vida, el médico de la Estación, D. Pedro de Retes, hizo conducir al herido al Servicio Sanitario, donde le prestó asistencia facultativa, teniendo que sobreponerse dicho médico, en unión de su compañero, el Dr. Eduardo Varela de Seijas, a la furia de los asesinos, que trataban de rematar al herido, el cual fue conducido por unos camilleros al Hospital General.


La barbarie roja no se recató en la comisión de sus crímenes al ejecutarlos en el mismo casco de la población de Madrid, siendo muerto a tiros en plena calle María de Molina un Hermano de la Compañía de Jesús, llamado José Montero, sobre cuyo cadáver se colocó un letrero que decía: “Soy Jesuita”, lo que motivó que grupos extremistas corrieran a verle y le escarnecieran, permaneciendo en la calle el cadáver durante varias horas.


Estos crímenes se repiten sin cesar en las distintas provincias sometidas al dominio rojo, y así, en Lérida –donde fueron condenados y ejecutados numerosos religiosos-, el Hermano Domingo María, llamado en el siglo Jesús Merino Albeniz, que llevaba cinco años enfermo del mal de Pott, que le retenía en la cama, cubierto de llagas, fue sacado del Hospital de la Cruz Roja de Balaguer, al que había sido trasladado, y conducido por los marxistas desde dicho Hospital, en el mismo colchón donde estaba acostado, al cementerio del pueblo, en cuyo lugar fue rociada la colchoneta con gasolina, a la que prendieron fuego, muriendo la víctima abrasada.


En Toledo, además de los numerosos sacerdotes y religiosos asesinados, fueron muertos también todos los canónigos de la Santa Iglesia Catedral que la milicias rojas pudieran hallar. Estos miembros  del Cabildo de la Iglesia Catedral de Toledo, que en número de doce fueron víctimas de la persecución frentepopulista, son los siguientes   


D. Inocente Arnaz Moreno, de cincuenta y cuatro años


D. Valentín Covisa Calleja, de sesenta y nueve años.


D. Vidal Díaz Cordobñes, de sesenta  y cuatro años.


D. Arturo Fernández Varquero, de cincuenta y cinco años.


D. Juan González Mateo, de cincuenta y dos años.


D. Ramiro Herrera Córdoba, de setenta y cuatro años.


D. Arturo Fernández Varquqero, de cincuenta y cinco años


D. Juan González Mateo de cincuenta y dos años


D. Ramiro Herrera Córdoba de setenta y cuatro años


D. Joaquín de Lamadrid Arespacochaga de setenta y seis años


D. Rafael Martínez Vega de cincuenta años


D. Idelfonso Montero Días de cincuenta y tres años


D. Calixto Paniagua Huecas


D. José Polo Benito de cincuenta y seis años; y


D. José Rodríguez García Moreno, de cincuenta años.


En el pueblo de Daimiel (Ciudad Real), el Sacerdote don Bernardino Atochero López fue obligado a cavar la fosa donde se le había de enterrar y, herido por un disparo, fue arrojado con vida al fondo de la sepultura, volviendo los milicianos a disparar sobre él sin producirle tampoco la muerte, arrojándole entonces una esportilla de cal; enterrado con la cabeza fuera de tierra, fue rematado a puntapiés.


En el convento de religiosos de La Merced, de Jaén, el 20 de Julio de 1936, fecha del asalto al mismo por las turbas rojas, es asesinada la mayor parte de la Comunidad dentro del recinto del convento, siendo arrojados los cadáveres de los Padres Santos Rodríguez, Laureano de Frutos, Jenaro Millán y del Hermano Eduardo Gómez, a un carro de basura que los paseó por las calles de Jaén.


No se limitó la persecución a los Ministros de la Religión, sino que con idéntico encono alcanzó a los seglares que por sus sentimientos católicos formaban parte de las Congregaciones o Agrupaciones piadosas de fieles, cuyos ficheros fueron a parar a las milicias y «checas», que los utilizaron para orientar la campaña de aniquilamiento emprendidas. Acción Católica de España, la Adoración Nocturna y otras entidades análogas, vieron asaltados y saqueados sus Centros y sus miembros fueron despiadadamente perseguidos. En Madrid, entre otros muchos casos, se encuentra el de la Asociación de la Virgen Milagrosa; cuyas listas de congregantes cayeron en poder del Círculo Socialista del Norte, que asesinó por ese solo motivo a cuantos de ellos pudo hallar, siendo las víctimas el tesorero de la Junta D. Agustín Fernández Vázquez, de profesión cartero; D. Felipe Basauri Altube, D. Martín Izquierdo Mayordomo, D. Eduardo Campos Vasallo, D. José Garví Calvente y otros.


C) Sacrilegios y profanaciones.


A partir del asalto de las turbas rojas de los conventos e iglesias, fue corriente en las calles de Madrid y en las demás poblaciones somtidas al poder marxista, el espectáculo de facinerosos armados revestidos con ornamentos sagrados, haciendo remedo de los actos litúrgicos, celebrándose simulacros de bodas católicas, como el que apareció en una fotografía publicada en el periódico Ahora, en su página sexta del número 1809 de II de octubre de 1936. (Documento número 22)


Se cometen los más atroces sacrilegios, debiéndose recordar, entre los realizados en Madrid, el de la Imagen del Niño Jesús, que fue vestido de miliciano, colocándole a la puerta de la Iglesia de San José, ostentando dos enormes pistolas. En el Convento de Religiosas del Culto Eucarístico, de la calle Blanca de Navarra, fueron pisoteadas las Formas por los asaltantes, y cuando ante el Comité de Sangre de El Pardo (Madrid) comparecía D. Cipriano Martínez Gil, Párroco de aquel pueblo, uno de los milicianos rojos empleaba un vaso sagrado para afeitarse, en el mismo local en que los dirigentes marxistas, en estado de embriaguez, juzgaban al sacerdote, que fue condenado a muerte y ejecutado.


En la iglesia del Carmen se celebraban parodias del Santo Sacrificio de la Misa y de funerales, desenterrando las momias del cementerio religioso que en dicha iglesia existía, profanándose en la forma que aparece en el anexo documental. (Documento número 23).


De la misma manera, en Barcelona, son expuestas al público las momias profanadas por los marxistas, que desenterraron las que existían en el Convento de las Salesas del Paseo de San Juan (Documento número 24). Es digno de mención el sacrilegio llevado a efecto en la iglesia de los Dominicos de Valencia, incautada por el Frente Popular, y donde se efecturaron representaciones teatrales como la publicada en el periódico rojo Ahora del 22 de septiembre de 1936 (Documento número 25).


En Alcázar de San Juan (Ciudad Real), las turbas rojas se apoderaron de las Sagradas Formas, que se comieron, haciendo simulacro de la Sagrada Comunión, entre burlas y blasfemias. Con la patrona de la capital, la Santísima Virgen del Prado, se cometió el sacrilegio de fingir casarla con un hombre, y terminada que fue la profanación, la arrojaron desde el lugar donde estaba situada a gran altura del altar al suelo del templo, donde terminaron de destrozarla.


El conocido escritor pornográfico, públicamente calificado de homosexual, Alvaro Retana, dirigió al Jefe del S. I. M. rojo, Angel Pedrero, una carta en la que decía textualmente: «Necesito una custodia grande, para incrustarla por un lado un reloj y por el otro un retrato de «La Chelito»; un cáliz para poner tres rosas con los tres colores de la bandera republicana; ...una imagen del Niño Jesús, para vestirlo de miliciano, con su fusil al hombro». Los objetos sagrados reclamados por Retana le fueron entregados por la Autoridad del Frente Popular y fueron hallados en el domicilio de dicho individuo, terminada ya la guerra civil, apareciendo las casullas, cálices y custodias, mezcladas, con propósito de escarnio, con pinturas y retratos inmorales.


D) Destrucciones y saqueos.


Todas las iglesias de la Diócesis de Madrid y su provincia fueron interiormente desmanteladas por el Frente Popular, habiendo desaparecido de ellas altares, retablos e imágenes, que fueron sustituídas por retratos de Stalin y cabecillas rojos españoles; sin embargo, de estas destrucciones se exceptúan las iglesias de San Francisco el Grande, la Encarnación y las Descalzas Reales, por la razón de que las tres eran propiedad del Estado, y las iglesias de las Calatravas, San José y San Luis Gonzaga, de las calles de Alcalá y Zorrilla, respectivamente, las que, salvo algún sacrilegio aislado, fueron respetadas por su céntrico emplazamiento y con el fin de aparentar los dirigentes rojos una salvaguardia que nunca se practicó y, sobre todo, para ofrecer al extranjero, cuando hubiese necesidad de ello, una muestra de protección a la Iglesia católica.


El Monumento al Sagrado Corazón de Jesús, del Cerro de los Angeles, centro geográfico de España, lugar de peregrinaciones, después de ser asaltados los edificios religiosos que le circundaban, fue volado con dinamita el 7 de agosto de 1936, al cabo de varios días de trabajo en la confección de barrenos, con máquinas perforadoras, labor interrumpida a veces para que los piquetes de milicianos simularan el fusilamiento de la imagen. La tradicional denominación española del Cerro de los Angeles fue sustituida por la de Cerro Rojo. (Documentos números 26 y 27)


En Castellón de la Plana, en los primeros días de agosto de 1936, las turbas asaltaron la iglesia arciprestal de Santa María, Monumento nacional, quemando en una hoguera todas las imágenes y objetos sagrados, así como los documentos de los archivos de la iglesia y de la abadía, quedando destruidas también una colección de pinturas de los siglos XVII y XVIII. Después de alguna discusión entre ciertos organismos rojos, el Ayuntamiento acuerda, en sesión plenaria, la demolición del templo, y el Comité Local de la C. N. T., en un escrito de tonos soeces, de 25 de mayo de 1937, se solidariza con el Ayuntamiento en su propósito de destrucción de la iglesia, que se lleva a efecto. (Documentos números 28 a 30)


Simultáneamente a la labor destructora tiene lugar la de saqueo, y así, en la Catedral de San Isidro, de Madrid, se apoderan las milicias marxistas de cuatro lienzos de Arellano, cuadro central de «La Inmaculada», de Alonso Cano; «El Paso de la Caída», de Alfaro; «Retablos de San Francisco de Borja», de Francisco Ricci; «Retablos», de Herrero el Mozo y Pedro de Mena, desapareciendo, como consecuencia del incendio provocado por las turbas rojas, los famosos frescos pintados por Goya, Claudio Coello, Jiménez Donoso, Sebastián Herrera, etc., quedando el interior de la Catedral totalmente destruido (Documento número 31). El Palacio del Obispo de Madrid fue también asaltado por las turbas, que se apropiaron de cuantos objetos de valor existían en el mismo (Documento número 32). Las milicias rojas no solamente sustrajeron las imágenes y objetos de culto existentes en los templos, sino también en domicilios particulares, como el Palacio del Marqués de Cortina, donde hallaron valiosísimas imágenes. (Documento número 33)


Del Real Monasterio de El Escorial fueron robadas las siguientes obras pictóricas, entre otras muchas: El cuadro «El Descendimiento», de Van der Veyden; siete óleos del Greco, un Velázquez y varias obras de Tiziano, Tintoretto y Ribera; dos mil quinientos manuscritos preciadísimos de su Biblioteca, entre ellos el famoso Códice Aureo» y el «Ovetense», del siglo XVII; los autógrafos de Santa Teresa; la Custodia llamada de «Las Espigas»», y la de la Sagrada Forma, que regaló Isabel II, y gran cantidad de tapices de enorme valor; algunas de estas obras han sido recuperadas después de la total liberación de España, en Figueras (Gerona), donde habían sido trasladadas por el Gobierno marxista en su huída con dirección al Extranjero.


En Valencia, ciento cuarenta y ocho pueblos de su provincia sufrieron las consecuencias de destrucciones y saqueos de sus iglesias, donde se robaron cuadros de gran mérito artístico y de notable antigüedad, con una valoración de ciento seis millones de pesetas.


En Jaén, la magnífica iglesia tipo basilical quedó totalmente destrozada y destruidas sus imágenes y demás objetos de culto, ocurriendo lo mismo con la Catedral de Sigüenza. En Toledo, los rojos se apoderaron de la mayor parte del tesoro artístico de la Catedral, realizándose este saqueo el 4 de septiembre de 1936 por orden del entonces Presidente del Consejo de Ministros D. José Giral. (Documento número 34 y 35)


La rápida liberación de Toledo impidió la pérdida de otras joyas valiosas, como la célebre Custodia de Enrique de Arfe, que ya estaba desmontada, estando también descolgados, para llevárselos, los cuadros que atesora la Catedral.


Al liberarse Toledo, habían desaparecido de la Catedral todos los objetos que figuran en el acta anexa, siendo los más notable: Las dos coronas de la Virgen del Sagrario, valorada una de ellas en medio millón de pesetas y otra en doscientas cincuenta mil; la bandeja de plata repujada del «Rapto de las Sabinas» (siglo XVII), tasada en un millón de pesetas; superhumeral de la Virgen, valorado en seiscientas mil pesetas; un manto de la Virgen del Sagrario, del siglo XVII, con perlas, valorado en millón y medio de pesetas; dos caídas del manto de la Virgen, tasadas en cuatrocientas mil pesetas; los tres tomos de la Biblia de San Luis, correspondientes al arte gótico, de un valor incalculable. La devastación alcanzó a los demás conventos de la ciudad y pueblos de la provincia, pudiendo señalarse por vía de ejemplo el caso del pueblo de Esquivias, de donde las milicias rojas se llevaron autógrafos de Santa Teresa y Sor María de Agreda y libros de partidas de los años 1578 a 1607, que contenían el matrimonio de don Miguel de Cervantes con doña Catalina de Palacios.


También en Ciudad Real, como en las demás provincias por donde pasó el terror marxista, todo el patrimonio artístico-religioso fue destrozado por las turbas, y el de más extrardinario valor económico fue hecho desaparecer por los dirigentes marxistas. Aparte de joyas artístico-religiosas de incalculable valor, destrozadas unas y expoliadas otras, puede señalarse como caso relevante la expoliación del tesoro de la Virgen del Prado, de Ciudad Real, en el que figuraba un portapaz del artífice Becerril, valorado en un millón de pesetas, y que había sido exhibido en la Exposición Iberoamericana de Sevilla.


En la Región catalana, las depredaciones del tesoro artístico-religioso, debidas a la barbarie de las turbas o a la rapiña de los dirigentes frentepopulistas, que las sustrajeron en su provecho, revisten los mismos caracteres que en el resto de España; así en la Diócesis de Vich, la Iglesia Catedral fue incendiada y saqueada a partir del día 21 de julio de 1936; toda la Catedral, menos la bóveda, estaba decorada con pinturas del renombrado artista D. José María Sert, importando tan sólo los materiales de estas pinturas, prescindiendo de su gran valor artístico, setecientas cincuenta mil pesetas. Entre otras muchas joyas, se apoderaron los asaltantes de una Custodia del siglo XV y de un Copón del siglo XIV, valorados ambos en un millón de pesetas, habiendo sido la Custodia fundida y convertida en chatarra. Fue parcialmente destruido el Palacio Episcopal; las turbas le invadieron el día 21 de julio de 1936, y lo incendiaron, comenzando por el archivo de la «Mensa Episcopal» y «Curia Eclesiástica», de incalculable valor, que poseía pergaminos y documentos que se remontaban al siglo IX, y que se han perdido en su totalidad.


En la Diócesis de Cuenca, en que fue igualmente saqueada la Catedral y destruido el cuerpo del Patrono de la ciudad, Obispo San Julián, así como la caja que guardaba sus restos, fue saqueada también la magnífica biblioteca existente en el Seminario, siendo destruido por el fuego prendido en la plazuela del mismo edificio unos 10.000 volúmenes de los 32.000 de que constaba, habiéndose perdido el célebre «Catecismo de Indias».


E) Incautaciones.


Todos los partidos políticos del Frente Popular se incautaron de los edificios pertenecientes a iglesias y conventos, que fueron destinados a muy diferentes fines, como «checas», cárceles, casas de vicio, cuadras, bodegas, garajes, almacenes, cinematógrafos; la iglesia de los Santos Justo y Pastor, en Madrid, fue destinada por los milicianos a almacén de vinos y taberna, figurando en el lugar que ocupaba el altar mayor un gran retrato de D. Manuel Azaña; no faltando casos de celebración de mítines en iglesias, como el organizado en uno de los templos de la Orden de Religiosos Capuchinos, también en Madrid, en el que dirigió la palabra a las masas rojas desde el púlpito la agitadora marxista Margarita Nelken.


La iglesia de las Salesas Reales, situada en la calle de Doña Bárbara de Braganza, en Madrid, por Decreto rojo, publicado en la Gaceta de 17 de octubre de 1936, queda adscrita al Palacio de Justicia, con cuyo edificio forma un solo cuerpo, dejándola desafectada del servicio del culto católico. Dicha iglesia, desde los primeros momentos de la revolución marxista ya había quedado totalmente separada de su verdadero destino, pues las milicias rojas la habían saqueado y cometido sacrilegios, acompañándose en el anexo documental una fotocopia del mencionado Decreto rojo. (Documento número 36)


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Una Orden circular del Gobierno marxista, fechada en Barcelona en 5 de julio de 1938 y aparecida en la Gaceta de la República del siguiente día (Documento núm. 37), simula protección a los sentimientos religiosos, facultando a los Ministros del culto y miembros de Congregaciones Religiosas para prestar su servicio militar en Sanidad, por la mayor compatibilidad de estos servicios con la condición eclesiástica de dichos reclutas. Y en otra Orden de 1.° de marzo del mismo año se invoca, con falsedad patente, el caso de dos religiosos Carmelitas que, según la disposición oficial referida, desertaron de la zona nacional para unirse al Ejército republicano, que «supo tener con ellos el respeto debido a sus sentimientos». Precisamente los religiosos Carmelitas sufrieron la más enconada persecución por parte del Frente Popular, habiendo sido asesinados solamente en Madrid los siguientes Carmelitas calzados: Fray Andrés Vecilla Bartolomé, Fray Aurelio García Antón, Fray Antón García, Fray Francisco Pérez Pérez, Fray Angelo Regilón Lobato, Fray Angel Sánchez Rodríguez, Fray Adalberto Vicente Vicente, Fray Silvano Villanueva González y el Padre Alberto Marco Alemany. También en la capital fueron asesinados los siguientes carmelitas descalzos: P. Saturnino Díaz Díaz, P. Epifanio Echevarría Barrena, P. Victoriano Hernández Vicente, P. Juan García García, P. José Perote Yébenes, P. Juan Vázquez Mejorado, P. Pío Zataraín Iruretagoyena, Fray Juan Cascajares Pérez, Fray Gabriel Cuesta García, Fray Juan San Juan Escudero, Fray Valentín Sánchez, Fray José Villanueva Sarasa, y el P. Mariano Martín García, que fue muerto en El Escorial, resultando destrozados los conventos e iglesias Carmelitas. La misma Orden circular marxista, de 25 de junio de 1938, dispone que los Jefes de las distintas Unidades militares faciliten a quienes lo demanden los auxilios espirituales, administrados por los Ministros de la religión que estén autorizados para ejercer libremente las prácticas de su culto. Para apreciar debidamente la sinceridad de esta disposición oficial puede mencionarse el caso, que consta concretamente, de que en la 112 Brigada Mixta, que guarnecía uno de los sectores de El Pardo (Madrid), fue condenado a muerte D. Luis Lucas Xarrié, de veintiún años de edad, empleado del Banco Hispano Americano, en unión de otros dos jóvenes, y al serles comunicada la sentencia, invitándoles a manifestar su última voluntad, respondieron los tres condenados que deseaban confesarse. En seguida se les presentó un falso sacerdote, que simuló recibir confesión a las víctimas.


El total de asesinatos cometidos en las personas de los Ministros de la religión católica o profesos religiosos por el Frente Popular, en lo que fue zona roja, asciende a siete mil novecientos treinta v siete, entre Obispos (de los cuales fueron asesinados 13), sacerdotes (5255) y religiosos (2.669), correspondiendo a Madrid mil ciento cincuenta y ocho (de los cuales ciento once son religiosas asesinadas en la capital), y a Barcelona un total de mil doscientas quince víctimas, también por el solo motivo de su carácter religioso o condición sacerdotal ; en Valencia, setecientas cinco; en Lérida, trescientas sesenta y seis; en Tarragona, doscientas cincuenta y nueve, y en las demás provincias sometidas al terror marxista estos asesinatos se cometen también en cifras muy elevadas.


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La enconada persecución desencadenada contra la Religión católica y sus Ministros fue ya públicamente denunciada (no obstante carecerse en aquella época de todos los datos, después adquiridos al ser liberado completamente el territorio español por el Ejército nacional) en la carta colectiva de los Prelados españoles de 1.° de julio de 1937, que recuerda los asesinatos de los Obispos y de los millares de sacerdotes y religiosos sacrificados hasta entonces por el marxismo. Uno de los Prelados firmantes de esta carta, el Reverendo Fray Anselmo Polanco Fontecha, Obispo de Teruel, fue luego apresado por el Ejército rojo —al apoderarse éste transitoriamente de la plaza de Teruel—. La Prensa marxista publicó en 9 de enero de 1938 una nota oficial del Ministerio de Defensa en la que se consignaba la gratitud, según el Gobierno rojo, expresada por el referido Prelado, en razón del trato recibido; no obstante lo cual, D. Anselmo Polanco Fontecha fue asesinado en febrero de 1939 por las milicias rojas en las circunstancias ya conocidas.


Unicamente como ejemplo —puesto que con referencia a cada provincia española dominada por el Frente Popular podrían consignarse extensísimas relaciones de sacerdotes y religiosos asesinados— se inserta al final del anexo relación nominal de los mil ciento diecinueve sacerdotes y religiosos que cayeron asesinados tan sólo en la provincia de Barcelona, víctimas de la persecución religiosa desencadenada por el Frente Popular.


El diario de Barcelona Solidaridad Obrera decía en 26 de julio de 1936 (a los siete días de iniciado el Movimiento) lo siguiente: «No queda ninguna iglesia ni convento en pie, pero apenas han sido suprimidos de la circulación un dos por ciento de los curas y monjas. La hidra religiosa no ha muerto. Conviene tener esto en cuenta y no perderlo de vista para ulteriores objetivos».


Como expresivo detalle de la actitud de la masa roja en materia religiosa, alentada por el complaciente criterio oficial, aparece documentalmente probado el siguiente caso: Un individuo llamado Gervasio Fernández de Dios, dirige desde Valencia, en 30 de noviembre de 1936, un irreverente escrito al «Camarada Ministro de Justicia», en el que solicita se cambie su segundo apellido —«Dios»— por el de «Bakunin» ya que, según expresa el solicitante en el referido escrito, "no quiere nada con Dios". El Ministro de Justicia del Frente Popular, y por su delegación el Subsecretario Mariano Sánchez Roca, acuerda acceder, por Orden de 9 de diciembre de 1936, a lo reclamado, «teniendo en cuenta que las actuales circunstancias aconsejan prescindir de la complicada y larga tramitación del expediente de modificación de apellido en aquellos casos en que, como en el del solicitante, la necesidad del cambio aparece justificada por notoriedad».

70 AÑOS DEL ASESINATO DE CALVO SOTELO POR POLICIAS SOCIALISTAS Y MASONES

70 AÑOS DEL ASESINATO DE CALVO SOTELO POR POLICIAS SOCIALISTAS Y MASONES

La noche del 12 al 13 de julio de 1936, un grupo de policías socialistas y masones irrumpió en la casa del diputado monárquico José Calvo Sotelo y, pese a su inmunidad, se lo llevó detenido. Unos minutos después, como si fuesen etarras, le pegaron dos tiros en la nuca. El 17 de julio el Ejército de África comenzó la rebelión contra el Gobierno del Frente Popular.

Entre los acontecimientos vinculados con la Segunda República y la guerra del 36 que Rodríguez se empeña en recordar y en colocar como pilares de su Gobierno progresista, faltan el secuestro y el asesinato del diputado monárquico José Calvo Sotelo por policías que se comportaron como un grupo terrorista a las órdenes del Gobierno del Frente Popular.

Después de varias amenazas a su vida pronunciadas en las Cortes por el presidente del Gobierno, Santiago Casares Quiroga, amigo y correligionario de Manuel Azaña, la diputada comunista La Pasionaria y el diputado socialista Ángel Galarza, a Calvo Sotelo le tocó ser el primero en sufrir la suerte de miles de españoles paseados.

A lo largo de 1936, el Frente Popular tomó las calles a tiro limpio; los falangistas y carlistas trataron de responder, de modo que varias ciudades españolas se convirtieron en campo de batalla. En estos tiroteos y atentados, el 12 de julio murió el teniente José del Castillo, de la Guardia de Asalto, que instruía en métodos paramilitares a las milicias socialistas y había participado en la Revolución de Octubre de 1934 (intento de golpe de estado del PSOE). Sus camaradas exigieron venganza al Gobierno y también se la tomaron por su mano.

COMO LA ETA

Entonces esa noche, en el cuartel de Pontejos, en la Puerta del Sol, se prepararon varios comandos terrorista formados por guardias de asalto y civiles, policías de paisano y milicianos socialistas y comunistas. Uno de ellos, lo dirigía el capitán de la Guardia Civil Fernando Condes, instructor de la de la escolta de Indalecio Prieto, llamada ‘La Motorizada’. Este comando fue primero a por José María Gil-Robles, quien salvó su vida por no estar en su casa, ya que temía un atentado. Entonces, los terroristas se dirigieron al domicilio de Calvo Sotelo, en la calle Velásquez, despacharon a la escolta y obligaron al diputado a subir a la camioneta con falsas excusas.

Con la furgoneta en movimiento, uno de los militantes del PSOE que constituía el comando terrorista, Luis Cuenca, le disparó dos balazos en la nuca, al estilo etarra.

Los terroristas abandonaron el cuerpo en el Cementerio de La Almudena. El Gobierno del Frente Popular censuró la información del asesinato: prohibió el uso de la palabra “asesinato” en los titulares. Otras medidas gubernamentales fueron la detención de falangistas y monárquicos y la obstrucción del sumario sobre el asesinato, que ‘desapareció’ en la guerra. “Prieto en persona escudó a los asesinos” (Stanley Payne, ‘El colapso de la República’, pág. 492).

LOS MASONES

Reproducimos una entrevista publicada por ‘El Imparcial’ el 24 de septiembre de 1978 al ex militar de artillería y masón socialista, Urbano Orad de la Torre, que fue responsable de haber aplastado a cañonazos a los militares y falangistas del Cuartel de la Montaña. Orad de la Torre afirma que en el asesinato de Calvo Sotelo intervinieron masones.

Página 1    http://www.minutodigital.com/noticias/calvo1.htm 

Página 2    http://www.minutodigital.com/noticias/calvo2.htm 

Página 3    http://www.minutodigital.com/noticias/calvo3.htm 

Cuando se enteró del asesinato, Julián Zugazagoitia, director del diario ‘El Socialista’, dijo: “Este atentado es la guerra”.

Al entierro del líder monárquico, desarrollado el 14 de julio, asistieron unas 30.000 personas. A la vuelta del acto, la Guardia de Asalto mató a cinco personas e hirió a 30.

Tres días más tarde, el Ejército de África se sublevó contra un Gobierno de izquierdas que amparaba a los asesinos terroristas de un parlamentario de la oposición.

Sangre Inocente. Los Mártires Misioneros de Barbastro.

Sangre Inocente. Los Mártires Misioneros de Barbastro.

El día 1 de julio de 1936 llegaban a Barbastro por ferrocarril treinta seminaristas mayores de los Misioneros a estudiar el último curso de Teología moral. Venían de Cervera (Lleida), de la que había sido Universidad catalana, cuyo edificio usufructuaban.

Eran muy jóvenes, veintidós, veintitrés, veinticuatro años, demasiado jóvenes para presentir -tan cercano- el aliento helado de la muerte. Mozarrones de buen ver, que imponían por su silencio, su gravedad precoz, su autodominio. Ni una sola mirada a los balcones, en la tarde clara, a las chicas, a la gente; sólo hacia la calle Monzón, donde se erigía la Iglesia del Corazón de María.

Habían oído decir que el Colegio de los Misioneros de Barbastro «era el lugar más seguro de la provincia» en aquellos días broncos de las dos Españas.
Cervera, en cambio, era un polvorín. Sectores extremistas de la población y «de fuera» habían querido «echar a los misioneros de la gloriosa Universidad», instalar un instituto laico en su ala oriental -la llamada Torre del Canciller- y en la huerta; habían acudido, a falta de razones jurídicas, a las amenazas, al descrédito y a la calumnia.
Los resultados de las elecciones de febrero de 1936 Y sus secuelas de hostigamiento a la religión católica, sus zarpazos anticlericales, la quema de conventos -siempre anónima, siempre impune- habían llevado a los superiores de los Misioneros Claretianos a pensar seriamente en el Principado de Andorra, donde toda aquella juventud claretiana podría estar a salvo de cualquier salvajada.
De todos modos, y mientras se buscaba una solución de emergencia, pareció lo mejor adelantar la salida de Cervera de aquellos treinta seminaristas, al borde ya de su ordenación sacerdotal.
Urgía además el problema legal del servicio militar. Veintiuno de ellos, los más jóvenes, podrían acogerse a la reducción de su tiempo de permanencia en filas si al presentarse demostraban «haber aprendido previamente la instrucción teórica Y práctica del recluta», como decían las ordenanzas militares(1).

En Barbastro, como en otras ciudades estratégicas, funcionaba un servicio de adiestramiento previo, para el que se brindaban militares retirados. En cuanto comenzaron con las prácticas se desataron los rumores y calumnias: «los claretianos tienen armas y se están preparando».

Seminaristas, o sacerdotes jóvenes, recién ordenados, se acogían a la legislación vigente para abreviar en cuatro meses su servicio castrense. No era precisamente su «vocación» la de servir a las armas, ni estar en el ambiente cuartelario. El 8 de julio de 1936, unas semanas antes de la detención y del martirio, él seminarista Agustín Viela, le escribía a su madre Ambrosia Ezcurdia:
«Querida madre: Un saludo lo primero desde estas tierras aragonesas. Estamos ya en Barbastro. ¿Y cuál es la causa de haber venido tan aprisa a Barbastro? Sabíamos nosotros que los que de mi curso tienen que ir al servicio militar vendrían pronto para poder aprender la instrucción en particular. El lunes comenzaron ya los quintos la instrucción militar bajo la dirección de militares retirados. Esta es la causa primera de haber venido tan pronto este año a Barbastro. Quizá habrá influido algo la situación de la casa de Cervera, pues con el cambio de ayuntamiento comenzaron los líos serios y fuertes para echarnos de allí. Por eso quizá los Superiores creyeron conveniente disminuir el número de individuos de aquella casa y así nos marchamos pronto los que nos tocaba salir este verano. Lo que Vd. me pregunta acerca de las dos casas que nos han quemado no es del todo exacto, como dice. En esta provincia que nosotros llamamos de Cataluña, solamente quemaron los muebles de la casa e iglesia de Requena (Valencia) y nos han hecho salir, cerrando la casa y el colegio externo, de Játiva (Valencia). En la provincia de Castilla y más aún en las de Andalucía nos han perjudicado mucho más. Aquí estos de Barbastro creo que no son muy atrevidos ni arrojados, además como hay ejército y los jefes son muy buenos, creo que no se atreverán a molestarlos...».
El día 20 de julio de 1936 medio centenar de anarquistas o escopeteros irrumpieron en la portería de los Misioneros. Querían registrar el caserón, ver si había armas escondidas. Al frente de ellos iba un hombre moderado, Eugenio Sopena, de gran prestigio entre los ácratas. La razón de las sospechas y del registro, y de la detención incluso de los religiosos/ eran las calumnias que circulaban sobre la hipocresía moral de los clérigos, y su peligrosidad. Se corría que los conventos eran verdaderas fortalezas, con resortes misteriosos, pozos siniestros, portones que saltarían en mil pedazos o se hundirían con todos sus enemigos. Todo era pura propaganda.
Durante el registro, y por orden del Superior, Felipe de Jesús Munárriz, toda la comunidad bajó a la luneta, un patio interior donde se solía jugar a pelota vasca en tiempo de recreo, o pasear. Eran 60 religiosos, de los que 39 estaban acabando los estudios teológicos; dos de ellos argentinos, Hall y Parussini; nueve sacerdotes y doce hermanos coadjutores. Sólo faltaban dos: un seminarista, Jaime Falgarona, que estaba en cama con alta fiebre, y el anciano hermano Joaquín Muñoz, de 84 años, casi imposibilitado para bajar las escaleras.
Dos carabineros, bajo las órdenes del Comité, cachearon a todos, puestos en filas. Se registró toda la casa, varias veces: los tejados, la iglesia, hasta la caja de un viejo reloj de pared. Nada. Aquella comunidad era pacífica, estudiosa, austera, «pobre», de un idealismo cristiano a toda prueba. Su lema, como el de San Benito: «Ora et labora». Trabajaban, estudiaban hasta en el verano, y oraban. Los anarquistas estaban desconcertados.
-Tienen que tener armas. Todo el mundo las tiene. ¿Dónde las esconden?
-Aquí no hay armas, ni política - les dijo el Superior. Somos religiosos y tenemos prohibido pertenecer a ningún partido por nuestras constituciones.
Pero sucedió lo que tantas veces: poco tiempo después de los guardias y escopeteros fue entrando en la casa una muchedumbre curiosa y agresiva que invadió los claustros, la iglesia, y exigía la matanza inmediata de todos aquellos «cuervos». Una mujer de mal corazón escondió entre los ornamentos sagrados, que ya habían sido requisados, una gran navaja, para acusar luego a los religiosos. Un miliciano que se dio cuenta del truco, la amenazó con pegarle dos tiros. Eugenio Sopena y los moderados del Comité se vieron entre la espada y la pared. Por lo visto, los anarquistas habían pensado detener sólo a los que consideraban los responsables: al Superior; al formador, P.(2) Juan Díaz; y al ad- ministrador, P. Leoncio Pérez. Y de hecho, después del largo registro, así lo hicieron. El P. Munárriz, antes de partir, encargó al P. Nicasio Sierra que tratase de llevar a los enfermos y a los muy ancianos a las Hermanitas. Y en el momento de salir, pálido, se despidió de todos: «Adiós, hermanitos». Un seminarista le preguntó si habían de vestir el traje civil o llevar la sotana. El P. Munárriz dio su última orden, enérgico: «¡La sotana!». Con ella habían de vivir presos y morir todos.
Un pelotón condujo a los tres superiores, custodiados por escopeteros, por las principales calles de Barbastro, hasta la cárcel municipal, situada a la izquierda del ayuntamiento, en la misma plaza en que vivían los Escolapios.
Los otros religiosos claretianos sufrieron injurias y amenazas, que provocaron el desvanecimiento de un seminarista, Atanasio Vidaurreta. La reacción de las turbas fue, en parte, brutal:
-¡Rematadlo ya, ahí mismo!
Eugenio Sopena se impuso, enérgicamente. «No podemos permitirnos ninguna carnicería». Prometió a la multitud que, si se dispersaban ordenadamente, «se haría justicia», caso de que los Misioneros fuesen culpables de algo. Ordenó que llevasen a todos aquellos religiosos al salón de actos de los Escolapios. Se habló de darles pasaportes para sus casas, y de disolverlos, como habían hecho con las c/arisas y las capuchinas de Barbastro.
Uno de los sacerdotes, el P. Luis Masferrer, aprovechó los momentos de vacilación para salvar la Eucaristía de la casa y de la iglesia. Comulgaron todos, allí, en la luneta, apresuradamente. Y las formas consagradas que quedaban se ocultaron en un maletín, la llamada valija en los informes del argentino Hall, que se encargaron de subir al salón-prisión de los Escolapios los PP. Nicasio Sierra y Pedro Cunill, a los que se permitió quedarse, vigilados por escopeteros, con algunos seminaristas, para ayudar a los dos estudiantes enfermos: el que se había mareado y Falgarona, y al achacoso hermano Muñoz, que fueron conducidos al hospital. El P. Cunill pudo ocultar cuatro mil pesetas, para lo que sobreviniese.
Los demás salieron de la comunidad en terna, de tres en tres, vigilados por hombres armados en los flancos y en las esquinas de la calle Monzón. Fue como una procesión que se dirigió desde la calle Conde hasta la plaza del ayuntamiento. «Iban recogidos como si volviesen de comulgar», comentó un testigo, de los muchos que aún viven en Barbastro. Desde las ventanas y balcones, tras las cortinas, ojos silenciosos y sobrecogidos siguieron aquella improvisada liturgia. Un hombre ingenuo que se tropezó con aquella comitiva de sotanas, se descubrió, azorado, como sorprendido por una «procesión del Corpus». «Iban como corderos humildes y dóciles», comentaba luego la gente, en voz baja.
Desde ese día hasta el de su ejecución sumaria vivieron en el salón de actos de los Escolapios. El P. Cunill, al ver que el hermano Simón Sánchez, el encargado de la portería, se quejaba de dolor del corazón, de las sienes y de la vejiga, solicitó que fuese ingresado en las Hermanitas de los Pobres de Barbastro. Se lo permitieron. Al ver el éxito, hizo lo mismo con los hermanos más ancianos, cinco, que al fin fueron llevados también a las Hermanitas, en la misma plaza del ayuntamiento, enfrente del salón. Son los que sobrevivieron a la hecatombe.
El salón de actos, el lugar más sagrado de Barbastro, un recinto de unos veinticinco metros de largo por seis de ancho, tenía, en un extremo, un alto escenario de madera, con cortinas, y en el otro, una gradería para el público joven de las fiestas del colegio. El salón estaba -y está- más bajo que la plaza; era casi un sótano. Cinco grandes ventanales se abrían a ras del suelo de la plaza, y dejaban a los detenidos a merced de las miradas y de los insultos de los exaltados.

Los Escolapios atendieron fraternalmente a los claretianos detenidos. El Rector, P. Eusebio Ferrer, los animó; bromeó incluso, y les dio de beber, una primera cena y todo lo que disponían para los más débiles: dos camas, nueve colchones, once almohadas, dos mantas y algunos lienzos de algodón para las noches.
Pero, sobre todo, se hizo cargo del maletín de la eucaristía y lo escondió en el laboratorio de física, dentro de la máquina de proyecciones, convertido en la capilla y sagrario de aquellas improvisadas catacumbas.
Lo curioso fue el trato benévolo que recibió el hermano Ramón Vall, el cocinero de la comunidad. No se creían los milicianos que también él fuese cura. Tenía callos en las manos y olía, al detenerlo, a guisote y a grasas de cocina. Para ellos era un «explotado» por los religiosos, un pobre obrero que trabajaba miserablemente por la comida, un proletario adormecido. Él les aseguraba que era «religioso» y «misionero», pero de «otra clase».
-O sea, un criado.
-No, no.
Y el caso fue que lo dejaron en libertad para que les siguiese preparando la comida, primero de los víveres que había en la casa que acababan de abandonar, y, después, de lo que rindieran las cuatro mil pesetas del P. Cunill, y de lo que los buenos, fraternales escolapios, pudieron proporcionarle quitándoselo ellos mismos de su despensa, en aquellos tremendos días de julio y agosto revolucionario.

Los tres superiores durmieron ya, aquella noche, en una celda de la cárcel municipal, con varios canónigos de la catedral y algunos seglares católicos. En aquella habitación sórdida, de cinco metros de lado, con un ventanuco enrejado, alto, en pleno verano, atosigante, llegaron a vivir hasta 21 presos.
Los tres misioneros fueron -según testigos supervivientes, entre ellos José Subías, el Gorrión, que estuvo con ellos cinco días- realmente ejemplares: nunca se quejaban; animaban a los detenidos; seguían el horario riguroso de su reglamento: oración intensa, breviario, rosario, silencio, confesiones... Cuando los otros presos les ofrecían su turno para respirar junto a la tronera aire menos viciado, ellos rehusaban.
Los tres fueron interrogados. El P. Leoncio Pérez, el administrador, volvió de buen humor, después de prestar declaración.
-¿Qué le han preguntado?
-Que dónde tenía escondidas las armas.
. ¿...?
-Y he sacado el rosario y les he dicho: ni tengo otras armas, ni quiero otras que ésta.
-Pero vosotros habéis hecho mucho mal -le había reprochado Aniceto Fantova, el Trucho, uno de los más duros dirigentes anarquistas.

Cada uno dará cuenta de lo que haya hecho. Yo tengo la conciencia tranquila.


Los primeros asesinatos

El 25 de julio, al llegar las columnas catalanas de Barcelona -que habían sembrado de asesinatos masivos, asaltos a cárceles políticas y quema de conventos, las rutas de Cataluña y Aragón, desde Barcelona a Lérida y Monzón-(3) fueron trasladados los tres misioneros, junto con 350 presos, al viejo convento de las Capuchinas, disuelto, como el de las Clarisas, por orden del Comité revolucionario local.

De allí salieron ya directamente para la ejecución, en la madrugada del 2 de agosto, junto a otros 17 detenidos. El Comité de Barbastro había extendido un VALE POR 20, y en ese primer cupo entraron los tres sacerdotes claretianos. «Eran sacerdotes y las consignas fueron no dejar ni simiente de los curas». No se les incoó ningún proceso, ni se halló en ellos falta alguna, salvo la tremenda responsabilidad de pertenecer al clero católico.
Sobre las dos de la madrugada aquellos tres misioneros claretianos despertaron sobresaltados. Tenían que levantarse urgentemente. El P. Díaz se vestía despacio, recitando sus oraciones y recordando el tema de la oración de la mañana, como era su costumbre y exigía su Regla misionera. El carcelero se impacientó:

-¡Aprisa, aprisa, que os están esperando! -Pero bien podré ponerme la sotana. -Donde ha de ir, no la necesitará.
Alrededor de las tres de la madrugada, una enfermera de Angüés, Amparo Esteban Fantova, los vio, atados de dos en dos y rodeados de gente armada, atravesar con dificultad la carretera de Huesca y cruzar por detrás del viejo hospital, hacia el cementerio. A esa misma hora confluyó en el mismo cementerio otro grupo de sacerdotes y seglares.
Entre los seglares había un gitano simpático, Ceferino Jiménez Malla, el Pelé, detenido pocos días antes por haber querido defender a un sacerdote acosado en plena calle y por llevar un rosario.
Allí, junto a las tapias heladas, cayeron acribillados todos los condenados menos uno, un Guardia civil del puesto de Albalate de Cinca, Camilo Sabater Toll, herido sólo en la mano, que saltó después de la descarga como una araña las tapias del cementerio y se perdió en la noche, hacia Velilla de Cinca. Fue uno de los testigos de aquella inmensa hecatombe de Barbastro.
Desde los Escolapios y el salón se oyeron las descargas. y desde el vecino hospital, los lamentos y los estertores de las víctimas, que quedaron desangrándose, a la derecha de la entrada del cementerio.
Esa fue la cadena implacable de los hechos. En Barbastro, cada noche circulaban los nombres de las víctimas, y la certeza de que ningún sacerdote había querido renegar de la religión para salvar su vida. Así cayeron los tres superiores, en una vulgar saca de presos, con una fría y simple autorización del Comité, el día 2 de agosto de 1936.
Los cincuenta restantes del salón habían sido, mientras, objeto de escarnio y de brutales hostigamientos, por su condición religiosa, por su sotana, que nunca dejaban, ni para dormir. La sotana era, en aquellos momentos, su símbolo de fidelidad. Muchos sacerdotes, para evitar riesgos y pasar desapercibidos, se la quitaron; los claretianos de Barbastro, no. La sotana soliviantaba especialmente a los más radicales. Por la ventana les increpaban a los seminaristas.

-Os mataremos a todos con la sotana puesta, para que ese trapo sea enterrado con los que lo lleváis.
-No odiamos vuestras personas. Lo que odiamos es vuestra profesión, ese hábito negro, la sotana. Ese trapo repugnante.
-Quitaos ese trapo y seréis como nosotros, y os libraremos.
Otros, más refinados o astutos, parecían compadecerse. Les reprochaban su «candidez» de niños, su estúpido «fanatismo».
-Hay que resignarse a dejar esta vida -les dijo a los argentinos Hall y Parussini un dirigente. No importa que seáis extranjeros. No habrá distinción.

«Desde el primer día de cárcel estuvimos preparándonos para morir, y de un día para otro esperábamos el cumplimiento de las amenazas que, sobre todo al anochecer, nos dirigían desde la plaza». Rezaban el Oficio de los mártires del breviario, su libro de rezo, y se pasaban el Maná del cristiano, con el que podían practicar el acto de aceptación de la muerte:
« ¡Oh, Señor, Dios mío! Con ánimo tranquilo, acepto, como venido de vuestras manos, cualquier género de muerte que os plazca enviarme, con todas las penas y sufrimientos».
«Atribuimos a una providencia especial de Dios que no nos quitasen los objetos piadosos, de suerte que los que iban fusilando tuvieron hasta el fin y murieron con su rosario, medallas y crucifijos, y los que estaban obligados a recitar el Oficio divino, lo pudieron rezar todos los días».
A pesar del bajón psicológico que supuso el hecho de la detención de los tres sacerdotes clave, su instinto religioso los llevó a asegurar su vida espiritual, por encima de todo. La regularidad y la vida comunitaria fueron un hecho durante aquellos amargos días de prisión, y los preparó interiormente para el último combate. Y lo primero de todo, la comunión. Comulgaron desde el primer día, mientras pudieron. Los Escolapios les bajaban la eucaristía para el día o los días siguientes.
«Lograron entregarnos algunas Sagradas Formas, que distribuimos, porque por la mañana había prohibición especialísima de comulgar, y los rojos vigilaban cuidadosamente todos nuestros movimientos, para ver si alguno daba la comunión».
«Nos repartieron las formas consagradas para poderlas consumir más fácilmente, en caso de peligro de profanación, o para ir comulgando en días sucesivos»,

La Eucaristía constituyó el centro de su vida, mientras duró, hasta el día 25, en el salón. Algunos, afortunados, la llevaban encima: eran verdaderos sagrarios. Hall recordaba después la avaricia espiritual con que se le acercaban disimuladamente otros seminaristas y hermanos, para adorar a Cristo en el sacramento. «Lo acompañábamos durante horas y horas. Gracias a Dios no teníamos otra ocupación en la cárcel». Los escopeteros y el mismo Comité parecían intuir la fortaleza misteriosa de aquella comunión; y por eso prohibieron rigurosamente tanto celebrar misa como repartir la eucaristía.
Pero los misioneros sorteaban ingeniosamente aquella ley. Una mañana, el P. Ferrer les bajó varias formas consagradas, en la canasta en que les servían el pan y el chocolate para desayunar. El P. Sierra, que hacía las veces de Superior, se encargaba de distribuir el pan y, disimuladamente, deslizaba una hostia en el panecillo abierto de los que sabía que no habían comulgado aún clandestinamente aquella mañana. Los interesados la extraían y en un abrir y cerrar de ojos, la sumían antes de probar bocado, en ayunas, según la rigurosa y venerable costumbre que aún vigía.
Con la llegada de las columnas catalanas, de expresidiarios, prostitutas y anarquistas y comunistas, la situación cambió. No se pudieron celebrar más misas arriba, en el comunitario, el piso de la comunidad de los Escolapios,. Y el escolapio P. Mompel, en su Informe asegura que incluso ellos, «al ver disminuir alarmantemente las formas, tuvieron que dividirlas en ocho o diez partes, y así poder comulgar hasta el último día».
No es difícil imaginarse aquella vida a la intemperie, en los meses más tórridos del verano. Y más sabiendo que les escatimaron el agua.


Tuvieron que soportar la falta más elemental de higiene, en aquellas jornadas monótonas, inacabables; la imposibilidad práctica de cambiarse de ropa, el calor de horno, la mugre y el sudor acumulados. Cuarenta y ocho organismos vigorosos en un salón caldeado durante gran parte del día, que transpiran, tienen que ir en fila a hacer sus necesidades más elementales, no pueden lavarse más que los pañuelos en los botijos o en el cántaro del agua, quitándosela de beber. Acaban por oler mal, a miseria humana. Y eso, un día y otro, se va sedimentando, se clava en la piel húmeda, irritada, en la pituitaria, en los ojos. La ropa interior se convierte en un cilicio, hiede y desuella la carne, hasta Ilagarla.
Un monje benedictino de El Pueyo, Ramiro Sáinz, detenido en los Escolapios, bajó un día a cortarles el pelo, y comentó: «Los pobres misioneros del salón tienen piojos».
Sólo Dios sabe -apunta Quibus, el primer historiador de los mártires de Barbastro- los sacrificios oscuros que de allí subieron al cielo por esa causa. Un detalle significativo es el que recoge el entonces diácono escolapio Santiago Mompel: al quedar vacío el salón, el 15 de agosto, lo desinfectaron cuidadosamente, porque «de ello había verdadera necesidad».
Tenían agua, pero los milicianos no les daban la necesaria para la limpieza. «No querían hacer de criados de los curas».
-¿Agua les vas a dar? -decía una mujer malévola a otra que llevaba el cántaro a los presos del salón- ¡Solimán habría que darles, para que acabasen pronto!
Un tal Eugenio Fernández, miliciano, se compadeció como un buen samaritano, al verlos sedientos, deshidratados, sucios, y les llevó agua clandestinamente.
Con frecuencia los guardias se divertían con ellos, los sometían a juegos de terror. Los atormentaban poniéndolos en fila para ejecutarlos sumariamente, «porque ya había llegado la orden, al fin». En aquellos sobresaltos, los claretianos se confesaban o recibían brevemente la absolución general de sus pecados, y esperaban a que la descarga los acribillase.

«Más de cuatro veces -escribe Parussini- recibimos la absolución creyendo que la muerte se nos echaba encima. Un día estuvimos casi una hora quietos, sin movernos, esperando de un momento a otro la descarga. ¡Qué terrible! Es cuando más se sufre: cada minuto se hace interminable y uno desea que disparen de una vez para no prolongar una agonía que no acaba más que con una blasfemia o un riso- tada sarcástica de los milicianos...».
Al P. Sierra lo tuvieron cinco horas contra la pared, hasta que se desvaneció. A un seminarista que salía del salón para hacer sus necesidades, al cruzar el patio del colegio, lo detuvieron pistola en mano varios milicianos y le ordenaron marcar el paso. Bajo aquella amenaza, tuvo que evolucionar, a derecha e izquierda, a paso lento o al trote, con marcialidad, teniéndose que aguantar sus urgencias fisiológicas, mientras los pistoleros se desternillaban o se daban un codazo, alborozados.
El día en que se presentaron las primeras mujeres, para i tentarlos, se dieron cuenta los misioneros de que aquello era «otra cosa», peor que las amenazas y la saña. Allí no valía dar la cara; se requería la prudencia y el silencio de hierro, toda la disciplina personal y comunitaria. La tentación no los sorprendió. Fue mucho mejor para ellos que se presentase a la descarada, como lujuria y no como afecto; como una llamada a la deserción, no como otra alternativa refinadamente «cristianizada» para apartarlos de su vocación.
Los testigos más selectos son muy parcos al dar detalles acerca de la introducción de mujeres, prostitutas y milicianas especialmente adoctrinadas, en el salón de los Escolapios, para excitar en las siestas y noches ardientes de aquel mes de julio, las pasiones más elementales de los bienaventurados, la mayor parte jóvenes de 21 a 25 años. El pudor de aquellos tiempos gloriosos les hizo velar honestamente los hechos más crudos. No obstante, son íntegros al constatar, como dice Hall, que «también permitieron entrar a mujeres, muchas de ellas públicas, que se burlaban de nosotros y nos insultaban».
El P. Jesús Quibus, bien informado siempre, concienzudo, es algo más explícito:
«No podía faltar tampoco la modalidad más grosera y soez de la seducción. Mujeres públicas entraban en el salón con toda liviandad; y otras, que tal vez sin serio, lo parecían, y estaban al servicio de los presos, tenían la perversidad de presentarse con desnudeces y actitudes provocativas, capaces de despertar los sentidos a un anacoreta».
«Se les acercaban, insinuantes, les tiraban de la sotana para Ilamarles la atención; dejaban por allí, como descuidados, instrumentos de pecado».
«Mujerzuela hubo, tan locamente enamorada por uno de ellos, que pasaba las horas muertas asomada por la ventana desde la plaza, para verlo y buscar la ocasión de hablarle».
Les amenazaron con someter su constancia a pruebas durísimas. Les aseguraron, repetidas veces, que iban a hacer entrar el doble de mujeres que ellos, dos para cada uno.
-Y si alguno las contraría, os fusilamos aquí mismo a todos.
Ellos guardaban silencio; pero acabaron por celebrar una o varias reuniones secretas en las que discutieron su situación, desde los principios de la moral que estaban estudiando. Y llegaron a una conclusión. Tenían un arma para aquellos momentos: les habían prohibido gritar en alta voz consignas religiosas. Nada irritaba más a aquellos carceleros que oír el «¡Viva Cristo Rey!»; Caso de verse acosados, levantarían la voz hasta que aquel clamor exasperase a los escopeteros y disparasen contra ellos.

«Destacaba -dice el P. Ferrer, escolapio- una de mala vida, llamada Trini La Pallaresa, que era la más procaz y llegó al extremo de pasar por encima de ellos cuando estaban durmiendo en el escenario. La tal Trini estaba locamen te enamorada de uno de los jóvenes misioneros, por el parecido físico que tenía con Valentino, artista de cine».
-Lo del enamoramiento de la Trini me lo dijo ella misma, atestiguó el mismo P. Ferrer.
El seminarista era Esteban Casadevall. Trini La Pallaresa decía abiertamente, delante incluso de los religiosos presos, que aquel seminarista agraciado daba «lástima»; que había sido engañado desde niño, «un chico tan guapo y tan joven», y que ella trataría de librarlo de la muerte si lograba hablarle a solas. Aseguró que lo esperaría en alguna ocasión en que saliese del salón.
Casadevall, con una modestia ejemplar, y como quien no se da cuenta de nada, salía y entraba «sin hacer ningún caso de los halagos y señas que le dirigía aquella mujer; sin inmutarse».
-Nosotros -dice Hall- le propusimos al Sr. Casadevall que, si volvían aquellas mujeres, se escondiese y no se deja- se ver. Y así ocurrió.
Las mujeres volvieron a entrar varios días, más o menos a la misma hora. Trini La Pallaresa «buscaba al señor Casadevall, y como no lo encontraba por estar escondido en un rincón algo oscuro, detrás de unos estudiantes, que impedían así que lo pudiese ver, llegó a preguntar si ya no estaba con nosotros. Pero no obtuvo respuesta, porque nosotros siempre permanecimos mudos a todo lo que ellas nos decían o preguntaban». 


El martirio del Obispo Florentino Asensio
En la noche del 8 de agosto, el Obispo de Barbastro, D. Florentino Asensio, fue citado, una vez más, a comparecer ante el Comité; pero no a la salita de visitas del colegio de los Escolapios, donde vivía, sino al ayuntamiento, al rastrillo o sala de visitas de la cárcel popular. Al comunicarle la variación, el P. Rector presintió lo peor. El Obispo, aunque ya se había confesado otras veces, pidió de nuevo la absolución.
Lo amarraron codo con codo a otro hombre mucho más alto y recio, y los condujeron a los dos, después de varias horas de calabozo, al rastrillo.
Entre frases groseras e insultantes, un tal Héctor M.,oculista, de mala entraña, Santiago F., el Codina, y Antonio R., el Marta, se acercaron al Obispo. El Obispo estaba mudo y rezando. Santiago F. le dijo a un tal Alfonso G., analfabeto: «¿No decías que tenías ganas de comer co... de Obispo? Ahora tienes la ocasión». Alfonso G. no se lo pensó dos veces: sacó una navaja de carnicero; y allí, fríamente, le cortó en vivo los testículos. Saltaron dos chorros de sangre que enrojecieron las piernas del prelado y empaparon las baldosas del pavimento, hasta encharcarlas. El Obispo palideció, pero no se inmutó. Ahogó un grito de dolor y musitó una oración al Señor de las cinco tremendas llagas.
En el suelo había un ejemplar de Solidaridad Obrera(4), donde Alfonso G. recogió los despojos; se los puso en el bolsillo y los fue mostrando, como un trofeo, por bares de Barbastro. Le cosieron la herida de cualquier manera, con hilo de esparto, como a un pobre caballo destripado. Los testigos garantizan que aquel guiñapo de hombre, el Obispo de Barbastro, se habría derrumbado de dolor sobre el pavimento si no hubiera estado atado al codo de su compañero, que se mantuvo y lo mantuvo en pie, aterrado y mudo.
El Obispo, abrasado de dolor, fue empujado a la plazuela, sin consideración alguna, y conducido al camión de la muerte. «Le obligaron a ir por su propio pie, chorreando sangre». Ante los ojos de los hombres, era un pobre perro escarnecido. Ante los ojos de Dios y de los creyentes, era la imagen ensangrentada y bellísima de un nuevo mártir, en el trance supremo de su inmolación: completaba en su cuerpo lo que le faltaba a la pasión de Cristo.
El heroico prelado, que el día anterior, el 8 de agosto, había terminado una novena al Corazón de Jesús, iba diciendo en voz alta:
-¡Qué noche más hermosa ésta para mí: voy a la casa del Señor!
José Subías, de Salas Bajas, el único sobreviviente de aquellas primeras cárceles de Barbastro, oyó comentar a los mismos ejecutores:
-Se ve que no sabe a dónde lo llevamos.
-Me lleváis a la gloria. Yo os perdono. En el cielo rogaré por vosotros...
-Anda, tocino, date prisa -le decían. y él:
-No, si por más que me hagáis, yo os he de perdonar. Uno de los anarquistas le golpeó la boca con un ladrillo, y le dijo: «Toma la comunión». Extenuado, llegó al lugar de la ejecución, que fue el cementerio de Barbastro. Subió, no por la avenida de los Toreros, donde estaba el hospital, sino por la izquierda, por la calle que lleva hoy su nombre.
Al recibir la descarga, los milicianos le oyeron decir: «Señor, compadécete de mí». Pero el Obispo no murió aún. Lo arrojaron sobre un montón de cadáveres, y después de una hora o dos de agonía atroz, lo remataron de un tiro. «No le dieron el tiro de gracia al principio, -dice Mompel- sino que lo dejaron morir desangrándose, para que sufriera más». Sabemos, por otras fuentes, que «la agonía le arrancaba lamentos». Se le oía decir: «Dios mío, abridme pronto las puertas del cielo». Varios milicianos le oyeron musitar, también: «Señor, no retardéis el momento de mi muerte: dadme fuerzas para resistir hasta el último momento». Y repetía muchas veces «lo de su sangre y el perdón de los demás». Otro testigo le oyó que «ofrecía su sangre por la salvación de su diócesis».
Después de muerto, Mariano C. A. y el Peir lo desnudaron; y El Enterrador le dio a Mariano C. A. los pantalones, que se puso dos días después, «porque estaban en buen uso»; y a José C. S. El Garrilla le dio los zapatos. «Los llevé hasta que se me rompieron», declaró él mismo después de la guerra, antes de ser ejecutado.
Durante varios años se pudieron ver las baldosas ensangrentadas del rastrillo, testigos mudos de aquella salvajada.


El resto de las muertes
La ejecución del Obispo precipitó la de los jóvenes claretianos del salón. Un tal Mariané, del Comité local, se presentó al Rector de los Escolapios, para quejarse de la «libertad» con la que se movían en el salón los detenidos.
-He notado que los misioneros se reúnen, hablan y se comunican con los de fuera, por la ventana. Y rezan también. Y cuando baja el cocinero, todos se acercan y unas veces dan muestras de alegría, y otras de tristeza. Nos sospechamos que tienen armas, y que están tramando alguna.
La medida fue radical: el hermano Vall, que por ser cocinero, y atender a las comidas y despensa desde los Escolapios, había gozado de bastante libertad para salir y entrar, no podría relacionarse más con ellos. No se asomaría por el salón, ni siquiera durante las comidas.
Debió de ser el día 10 de agosto, porque varios testigos apuntan que fue un día especial: se produjo una gran tormenta «de tales características» que la gente piadosa de Barbastro decía: «algo gordo han tenido que hacer los malos, cuando el Señor parece que quiere castigarlos». Parussini anota: «El diez de agosto llovió a cántaros. Pedrisco».
Ese día 10, cuando ya entreveían con bastante claridad la catástrofe a que estaban abocados, Ramón lila escribió una preciosa carta que podría ser digna de cualquier mártir de los tiempos heroicos de la Iglesia:
«Queridísima madre, abuela, recordados hermanos: Con la más grande alegría del alma escribo a ustedes, pues el Señor sabe que no miento: no me cansaría y (lo digo ante el Cielo y la Tierra) les comunico con estas líneas que escribo que el Señor se digna poner en mis manos la palma del martirio; y en ellas envío un ruego por todo testamento: que al recibir estas líneas canten al Señor por el don tan grande y señalado como es el martirio que el Señor se digna concederme.
Llevamos en la cárcel desde el día 20 de julio. Estamos toda la comunidad: 60 individuos justos; hace ocho días fusilaron ya al Rdo. P. Superior y a otros Padres. Felices ellos y los que les seguiremos. Yo no cambiaría la cárcel por el don de hacer milagros; ni el martirio por el apostolado, que era la ilusión de mi vida.
Voy a ser fusilado por ser religioso y miembro del clero, o sea, por seguir las doctrinas de la Iglesia Católica Romana. Gracias sean dadas al Padre por Nuestro Señor Jesucristo... Amén.
Ramón lila, C.M.F(5).
Barbastro, 10, VIII, 1936
Nota: No sé en qué día vamos a ser fusilados: parece que un día de la semana que hoy comienza».

El escrito nos ha llegado en una hoja impresa de Fábrica de chocolates Simón Aznar. La hoja está doblada muchas veces. «Suplico que se remita este original a mi madre: María Salvía, Plaza Mayor 15, Bellvís (Lérida); pero, porque me es incierta la suerte de ellos durante los días de la revolución, agradecería se enviara, bajo otro sobre, a nombre de D. Antonio Monrabá». En el reverso del papel dice: «Dormimos en el suelo, pero muy bien».
Ramón lila tenía sólo 22 años y una gran cultura. Dominaba el latín, el griego y el hebreo, y estudiaba a la vez el inglés y el alemán. Retenía en su memoria todo lo que leía. Componía poesías en castellano, latín y catalán, y rezaba -enamorado de la liturgia- sin estar obligado, todas las horas canónicas. Ya en 1934, a raíz de la revolución de Asturias, estudiando en Cervera, en momentos en que muchos estaban con el alma en vilo, él había comentado: «¡Qué lastima! Faltó un pelo de conejo para no ser mártir».
y no era sólo él. Todos los misioneros respiraban, en aquellos momentos, la misma atmósfera martirial. «Nos teníamos por felices -dice Hall- al poder sufrir algo por la causa de Dios; porque nos iban a matar únicamente por ser religiosos y por ser sacerdotes o aspirantes al sacerdocio».
A todos les ofrecieron la libertad, innumerables veces, a cambio de arrancarse la sotana y hacerse «revolucionarios». Pero a uno de ellos se le brindó una oportunidad de oro. Un día se le acercó un miliciano a Salvador Pigem y le dijo:
-¿Tú te llamas Salvador Pigem? -¿Por qué me lo pregunta?
-Porque estando yo de cocinero en el Hotel del Centro de Gerona, recuerdo haber visto allí a un sobrino de los dueños, que quería ser sacerdote, y aquel niño se parecía a ti.

Salvador Pigem era, efectivamente, de Viloví d’Onyar, y tenía parientes en Gerona.

-Soy yo.
-Pues mira, si quieres, te salvaré de la muerte. -¿Me salvará con todos mis compañeros? -No, a ti solo.
-Pues así, no acepto; prefiero ser mártir con ellos.
A las tres y media de la madrugada del 12 de agosto, miércoles, irrumpieron en el salón «unos quince revolucionarios», bien armados. Traían gruesos manojos o rollos de cuerdas ensangrentadas. El portazo, los pisotones en la madera y el vocerío resonaban como detonaciones. Los presos se despertaron sobresaltados. Un dirigente ordenó encender las luces y preguntó áspero:
-A ver, ¿dónde está el Superior?
-Al Padre Superior lo separaron de nosotros antes de sacarnos de nuestra comunidad.
-Está bien. ¡Que bajen aquí los seis más viejos!
Mansamente, sin resistencia ni protestas, fueron bajando del escenario los PP. Nicasio Sierra, de 46 años; José Pavón, de 35; Sebastián Calvo y Pedro Cunill, los dos de 33; el Hermano Gregorio Chirivás, de 56, y el subdiácono Wenceslao Clarís, de 29. El H. Chirivás había pasado varios días indispuesto; pero ya estaba mejor. Al oír que lo llamaban, «dejó todas sus cosas en el banco en que había dormido» -se le había roto la dentadura- y descendió con toda naturalidad, como si acudiese a un acto comunitario, y se puso al lado de sus hermanos. Les ataron las manos a la espalda, uno a uno; y luego, de dos en dos, los amarraron codo con codo.
El P. Pavón buscó con la mirada a los dos sacerdotes que quedaban en el salón. El P. Ortega, que estaba paralizado en el escenario, levantó la mano discretamente sobre ellos, y pronunció la formula sacramental: «Yo os absuelvo de todos vuestros pecados...». El P. Pavón fue paseando su mirada por todos los que quedaban y serenamente, con una sonrisa en los labios, se despidió. Mientras los acababan de atar, el P. Cunill pidió permiso para decir algo. Un miliciano replicó:
-No hay tiempo para nada. ¿Qué quiere usted?
-Como no sabemos adónde nos llevan, ¿nos permitirían coger algún libro, para pasar el tiempo?
Adonde van -le contestó el anarquista- no les faltará nada. Lo tendrán todo.
Se les unió otro sacerdote diocesano, D. Marcelino de Abajo, sacristán de la Catedral y familiar del Obispo ejecutado. Lo ataron con el P. Sebastián Calvo. Los sacaron del salón y les hicieron atravesar la plaza, escoltados por escopeteros. Todavía los pudieron ver desde el salón a través de los ventanales: cruzaban como sombras bajo los árboles del ayuntamiento y se dirigían al camión que los esperaba con los faros encendidos.
Los milicianos hicieron apagar todas las luces del salón y les ordenaron seguir durmiendo. «Pero nosotros -dice Parussini- quedamos terriblemente impresionados, sin poder conciliar el sueño; yo rezaba con otros, en un rincón del escenario; nos preparábamos para el sacrificio de nuestra vida».
Y poco después, «a las cuatro menos siete minutos» -dice Hall- una fuerte descarga de fusilería les anunció la tragedia gloriosa que se acababa de consumar. Ellos creyeron que había sido en el mismo cementerio de Barbastro. Posteriormente se comprobó que fue en uno de los muchos recodos tortuosos de la carretera de Barbastro a Berbegal y Sariñena, cerca del kilómetro tres. Antes de disparar, les ofrecieron por última vez la posibilidad de apostatar, y los remataron, luego, con el tiro de gracia en la sien. Dejaron después que se desangrasen, para que no manchasen de sangre el camión, ni la carretera.
Los ejecutores se iban a abrevar de vino a las torres cercanas, alquerías donde se cosechaba a marchas forzadas, y regresaban a cargar en el camión los cadáveres apelmazados entre las cuerdas y las sotanas, y los transportaban al cementerio, a una fosa; les «echaron cal viva y tierra encima», «unos cuarenta o cincuenta pozales(6) cada vez, de cal y agua».

Muchos de la población que se interesaban por aquellos «desgraciados» «estaban todas las noches escondidos en lugares estratégicos del cementerio para presenciar la sobrecogedora escena, con el objeto de cerciorarse del lugar exacto donde iban sepultando a los diversos grupos y poder después testificarlo, e identificar los cadáveres».
Aquel 12 de agosto fue una jornada de purificación para los claretianos vivos. Los mártires conocían ya su plazo; era un privilegio. Se consideraban, todos, indignos y dichosos. Varios de ellos, Casadevall, Ruiz, Novich, Amorós, recordaban el Padrenuestro rezado en ciertos paseos, durante el noviciado, «para que todos llegasen a ser mártires». Estaban a punto de ver cumplida una profecía. De aquel día poseemos el testimonio directo de Hall y Parussi- ni, que por su condición de extranjeros, fueron excluidos de la matanza; y se reservaron para que fuesen testigos presenciales de los hechos y de sus últimas palabras.
«Cuando el día doce de agosto se llevaron a los seis primeros, nos pusieron aparte a los extranjeros y nos garantizaron que no nos harían nada. Yo no podía creerlo, pues hacía pocos días, el Comité de Barbastro había fusilado a dos extranjeros seglares, por ser los más destacados de las asociaciones católicas...».
A las siete de la mañana, menos de tres horas después de las ejecuciones, se presentó en el salón uno del Comité con varios pistoleros y les tomó el nombre a todos: era la lista negra -dice Parussini- el catálogo martirial de las edades, por el que iban a llamarlos, noche tras noche. Desde aquel momento comenzaron a prepararse, «próxima y fervorosamente», para la muerte.
«Nos confesamos todos por última vez, y se puede decir que pasamos el día rezando y meditando. Todos estábamos resignados a la divina voluntad y contentos de estar sufriendo algo por la causa de Dios». Muchos se pidieron mutuamente perdón por sus faltas; se besaban los pies y se daban un abrazo. Todos hicieron constar que «perdonaban a sus verdugos» y se comprometieron a rogar por ellos en el cielo.
«Pasamos el día en religioso silencio -escribió Faustino Pérez- y preparándonos para morir mañana; sólo el murmullo santo de las oraciones se deja sentir en esta sala, testigo de nuestras duras angustias. Si hablamos es para animarnos a morir como mártires; si rezamos, es para perdonar...¡Sálvalos, Señor, que no saben lo que hacen!...».

Para la Congregación de Misioneros del Corazón de María, a la que pertenecían, guardaron su último beso. Hall les pidió un recuerdo para Ilevárselo personalmente al P. General y, a través de él, a toda la Congregación. Los futuros mártires se resistieron en principio, temiendo hasta la sombra de una vanidad infiltrada; hasta que se les garantizó que se trataba sólo de un recuerdo familiar. Tomaron entonces un pañuelo que había sido del P. Nicasio Sierra, fusilado pocas horas antes, por odio a la fe, lo besaron y se lo pasaron, uno a uno, por su frente, como obreros cansados y sufridos, diciendo: «Sea éste el beso que doy a la Congregación querida al tener la dicha de morir en su seno».
«Me creo en la obligación de decir -constata Hall- que aquellos a quienes pedí algún recuerdo, lo hicieron con la condición expresa de conservarlo como un recuerdo de compañeros de estudio y de cárcel, o con la de mandarlo a la familia respectiva, para que les sirviese de consuelo... Muchos, ni aun así dejaron cosa alguna». Otros, en cambio, se hacían con algún objeto que había sido de los seis fusilados últimos, y decían:

-Mire, si puede y le libran, llévese esto que fue del P.tal... fusilado esta mañana, y con el tiempo podrá servir de reliquia, si la Santa Madre Iglesia llega a reconocerlos por Mártires, pues nosotros creemos que delante de Dios lo son».
Aquel día, el doce, por la tarde, profesaron perpetuamente (sub conditione, bajo condición: «si habían sido aprobados»), los estudiantes José Amorós, de Puebla Larga, Valencia, hijo de ferroviarios; y Esteban Casadevall, el más tentado contra la castidad. El P. Secundino Ortega les tomó la profesión. Y redactaron el documento, y varios firmaron como testigos. Rafael Briega, que sabía bastante chino, le dijo a Hall:

-Hágale saber al P. José Fogued (Administrador Apostólico de Tonkin) que ya no puedo ir a China, como siempre he deseado, ofrezco gustoso mi sangre por aquellas misiones y desde el cielo rogaré por ellas.
Los cuarenta misioneros redactaron su despedida oficial y la firmaron, uno a uno, para que los estudiantes argentinos Hall y Parussini, si se salvaban realmente, la hicieran llegar a la Congregación. La letra es del indómito Faustino Pérez, que es el primero en firmar, y el último en despedirse. Usaron un modesto envoltorio de chocolate por el envés y la cara. Valdría la pena que un grafólogo serio estudiase los trazos de cada uno y nos dijese cómo estaba el ánimo de aquellos condenados a muerte, a pocas horas de su ejecución.
El reloj de la catedral dio las doce. Se abrieron repentinamente las puertas del salón para dejar paso a unos veinte milicianos armados y provistos de abundantes cuerdas, «teñidas aún en sangre de otros mártires». A una orden suya se levantaron los que dormían. Se encendieron las bombillas.
Los milicianos se desplegaron cautelosamente por todos los ángulos, fusil en mano. Era el principio del fin.
-¡Atención! -gritó una voz. Era Mariano Abad, el Enterrador, famoso por sus salvajadas. Solía decir que si los ejecutados no llegaban a veinte, no merecía la pena el paseo o la faena.
-¡Atención! ¡Que bajen los que tengan más de veintiséis años!
No se movió nadie.
Mariano Abad repitió, áspero, la orden. -¡Los que pasen de veinticinco!
Tampoco había nadie de tanta edad. Mariano Abad se enfureció.
-¡Que se enciendan todas las luces!
Sacó una lista y, como apenas sabía leer, se la dio a otro miliciano mucho más joven, que leyó con voz de hierro: -¡Secundino Ortega!
El P. Ortega se levantó; saltó del escenario. «¡Presente!» y se fue a ocupar su «puesto».
Iban bajando, ágiles y decididos, como para recibir una condecoración, y se colocaban en fila junto a la pared. Los milicianos les ataban las manos a la espalda y, luego, de dos en dos, les ligaban los brazos, para impedir cualquier intento de fuga. «Aquellos rostros -dice Parussini- tenían en aquel momento algo de sobrenatural que no se puede describir». «Ninguno desfalleció ni mostró cobardía», asegura Hall.
En el momento de salir, Juan Echarri se volvió hacia los que quedaban y les gritó:
-¡Adiós, hermanos, hasta el cielo!
Algunos de los claretianos les respondieron. Se produjo un alboroto entre los guardias, que tenían, al parecer, prisa. Cortaron en seco las efusiones con una aclaración sardónica:
-Vosotros, los que quedáis, tenéis un día entero para comer, reír, divertiros, bailar, hacer todo lo que queráis: aprovechad lo bien, que mañana, a esta misma hora, vendremos a buscaros como a éstos, y os daremos un paseíto a la fresca, hasta el cementerio. Y ahora, a apagar las luces y a dormir.

Los veinte misioneros cruzaron la plaza, donde se arremolinaba una multitud efervescente. Los presos se dirigieron al camión. Había un escaño o banquillo al pie de la trasera de la plataforma. Apenas subidos, se oyó el ruido del motor. Un anciano guardia civil que los acompañaba en aquel último viaje, Felipe Zalama, tomó la iniciativa y levantó la voz:
-¡Viva Cristo Rey!
-¡Viva...!
¡Más fuerte, muchachos! ¡Viva Cristo Rey!
Se repitieron las aclamaciones varias veces. Alternaron los cánticos. Los guardias armados, enfurecidos, les golpeaban con las culatas de los fusiles, para silenciarlos. El camión enfiló, primero el Coso, luego la carretera de Huesca; se ladeó luego hacia la de Sariñena y Berbegal, por la que trepó y fue doblando, entre curvas y vaivenes, hasta unos doscientos metros del kilómetro tres, donde se detuvo. Delante y detrás del camión iban varios coches, con los dirigentes y ejecutores.
«Los tiraron del camión de dos en dos», atropelladamente. Y los empujaron hacia el ribazo, de espaldas al monasterio de El Pueyo. Se oían crepitar los grillos, intermitentemente, con su indiferencia telúrica. Un testigo presencial vio a los claretianos de rodillas junto a la tierra hinchada y con los brazos en cruz, como podían. Varios focos de luz convergían sobre ellos y sus sotanas. Con los fusiles apuntándoles, se levantó el vozarrón de Mariano Abad:
-Aún tenéis tiempo. ¿Queréis venir con nosotros a luchar contra los fascistas?
-¡Viva Cristo Rey!
-¡Gritad, al menos ¡Viva la revolución!
-¡Viva Cristo Rey!

Se oyó una descarga terrible, en la noche. Era la una menos veinte de la mañana del trece de agosto. Poco después, se oyeron los tiros de gracia, uno a uno. «Por los tiros finales conocíamos el número» -decía luego un campesino de la torre la Jaqueta. Los misioneros del salón oyeron perfectamente las detonaciones, y los tiros últimos. «Todos estábamos rezando por nuestros hermanos, -dice Hall- pidiendo su perseverancia hasta el fin, como en la noche anterior. Hubo dos que comenzaron una parte del santo rosario, meditando los misterios de dolor, y al oír los disparos, cambiaron a los misterios de gloria. Otro llegó a rezar veinte veces el Magnificat, antes de las descargas: uno por cada hermano que iba a ser fusilado. Se puede seguir así, cronológicamente, la trayectoria del camión y el tiempo exacto que tardaron en llegar».

Había, no lejos de allí, cuatro campesinos de Costean, que estaban cosechando en la torre la Jaqueta de Antonio Pueyo Coscojuela: los dos Santaliestra, José -que aún vive, en Costean- y Francisco, fallecido ya; Joaquín Pana, muerto en 1985; y, por supuesto, Antonio Pueyo, el dueño, que vive en Barbastro. Los cuatro eran cristianos convencidos y solían ir a misa, en Barbastro, a la iglesia de los Misioneros Claretianos. Antonio Pueyo aclara, siempre:
«El día trece no mataron aún en nuestra finca, sino un poco más arriba, en una tierra del ayuntamiento de Barbastro, donde echan las basuras y las queman. Y aquella mañana llevaron el camión a las Paúlas, para lavar la sangre». Los campesinos estaban ya acostados, aquella noche, y no se atrevían ni a levantarse. «Estábamos aterrorizados por los fusilamientos cercanos». Temían que «fuesen también a por ellos». «Da horror», le decían al dueño. «Miaja(7) bien estamos aquí». Pueyo les pidió a sus trabajadores: «Si vienen, por lo que más queráis, no les digáis que yo soy el amo». Habían observado cómo los milicianos hacían virar los dos vehículos y juntaban los faros. Oyeron sus gritos y los de los misioneros. Al fin, cuando vieron que venían a su torre, Pueyo les dijo: «Andad, dadles de beber, lo que quieran». Abrieron el portalón e hicieron pasar a los milicianos.
Mientras bebían vino, los milicianos lo contaban todo, jactándose, entre bromas y palabrotas. Los fusilados del día trece eran los misioneros, veinte misioneros. Les explicaron a los campesinos que los «dejaban en tierra una hora o más, para que se desangraran y no dejaran rastro por el camino, ni embadurnaran el camión». Allí, en aquel rincón de tierra empapada de sangre encontraron, a la mañana siguiente, estampetas, libros, y algún zapato de los misioneros.

Luis Befaluy, vecino también de Costean, al pasar por aquel lugar tétrico y glorioso, conduciendo un camión en compañía de el Trucho, recogió de él este comentario espontáneo -El Trucho señalaba el lugar exacto, ocupado hoy por una cruz severa:
-Ahí fusilamos a los misioneros. Se pusieron allí de rodillas, y con los brazos en cruz, y gritaban: «¡Viva Cristo Rey! ». Así recibieron la descarga.
En una torre cercana, a unos cuatrocientos metros del lugar de la ejecución, otra familia, la de los Iglesias Sopena, que «estaban durmiendo al aire libre, por el gran calor, encima de la paja de la era, bajo la carrasca», que aún está, «oyeron el ruido de los vehículos, el camión de la muerte y unos cinco coches que iluminaban la carretera». «Venían de Barbastro -dice Manuel- disparando tiros». El perro de la torre empezó a ladrar. «Había muchos ejecutores; yo creo que entre treinta y cuarenta. Se oían las voces: jA descargar a los presos! ¡venga, bajad!"». «Fue la primera noche que se mató en aquellos lugares. Los presos venían en el camión, atados». «Recuerdo perfectamente que los misioneros gritaban: "¡Viva Cristo Rey!"». «Después de fusilarlos, los remataban con una pistola. Se oían los gritos de los mártires, que eran chicos jóvenes, y se lamentaban al morir».
Por encima de la torre se oían silbar las balas. «Vimos las luces de los vehículos. Ponían a los mártires en una fila, en el borde de la cuneta derecha de la carretera, bajando. En la izquierda se apostaron los milicianos». Disparaban de cara a El Pueyo.
-¡Ojo cómo se tira! -decía un dirigente.
«El camión marchó hacia abajo, por la vaguada ancha, y dio la vuelta. Lo pusieron de cara a Barbastro y empezaron a cargar a los mártires».
-¡Venga, que este tío pesa! -decía uno. -¡Mira, éste aún respira; así se joderá!
«A la mañana siguiente vinieron del Comité a tapar la sangre de la carretera. Nos dijeron que había trozos de sesos y sangreras». Echaron tierra con una media luna de carreteros. Los cadáveres fueron trasladados al cementerio de Barbastro, y arrojados en una zanja común que se obligó a abrir a los gitanos. Allí se descubrieron, años más tarde, y se identificaron, uno a uno, gracias al número de ropa personal que llevaban puesto y que coincidía con la lista con que el hermano sastre, en una comunidad numerosa, sabía las correspondencias, para pasar semanalmente la muda, y que se conservaron fielmente.
Entre la una y media y las dos «vinieron al salón unos milicianos para avisar» a los seminaristas argentinos, Pablo Hall y Atilio Parussini «que estuviesen preparados», que irían a buscarlos en auto y los llevarían a Barcelona. «El tiempo que quedaba de cárcel lo empleamos en rezar y en despedirnos de los 20 últimos hermanos nuestros. Con lágrimas en los ojos, y con mucha envidia, con amor y respeto, besamos aquellas manos y aquellas frentes que pronto serían premiadas con la más rica diadema del mundo: el martirio».
«Estábamos emocionadísimos, pero ellos estaban muy animados, con el ejemplo de los anteriores, y nos aseguraron que irían todo el camino cantando y dando "vivas" a Cristo Rey, al Corazón de María, a la religión Católica y al Papa». «Nos dijeron que cantarían el "Jesús ya sabes..." y el "Firme la voz, serena la mirada...", que sotto voce habíamos cantado y repetido en la cárcel».
-¡Qué pobres infelices son ustedes! -les dijo Ramón Illa a los argentinos- ¡No poder morir mártires por nuestro Señor!
No morirían mártires, pero serían testigos oculares de aquella grandiosa hecatombe de claretianos hasta el día trece de agosto. Ellos fueron los emisarios providenciales, correos vivos que transmitieron a toda la Congregación los hechos por dentro, y la última voluntad de los mártires.
A las cinco y media de la mañana los sacaron de la cárcel. A las seis subían al tren. Entre otras cosas, salvaron la Ofrenda última, con la firma de los últimos cuarenta mártires de las dos últimas sacas. Se la entregaron en Barcelona al P. Carlos Catá, misionero huido; con quien se tropezaron providencialmente.
En el salón, los 20 últimos misioneros estaban convencidos de que el 13 era su último día en esta tierra. Se creye- ron en el deber de dejar su testamento:

«Querida Congregación: Anteayer, día 11, murieron, con la generosidad con que mueren los mártires, seis de nuestros hermanos; hoy, 13, han alcanzado la palma de la victoria veinte/ y mañana/ catorce/ esperamos morir los veintiuno restantes. iGloria a Dios! íGloria a Díos! íY qué nobles y heroicos se están portando tus hijos, Congregación querida! Pasamos el día animándonos para el martirio y rezando por nuestros enemigos y por nuestro querido Instituto. Cuando llega el momento de designar las víctimas hay en todos serenidad santa y ansia de oír el nombre para adelantar y ponernos en las filas de los elegidos; esperamos el momento con generosa impaciencia, y cuando ha llegado, hemos visto a unos besar los cordeles con que los ataban, y a otros dirigir palabras de perdón a la turba armada: cuando van en el camión hacia el cementerio, les oímos gritar "¡Viva Cristo Rey!". Responde el populacho rabioso: "¡Muera! ¡Muera!", pero nada los intimida. ¡Son tus hijos, Congregación querida, éstos que entre pistolas y fusiles se atreven a gritar serenos cuando van hacia el cementerio "¡Viva Cristo Rey!". Mañana iremos los restantes y ya tenemos la consigna de aclamar, aunque suenen los disparos, al Corazón de nuestra Madre, a Cristo Rey, a la Iglesia Católica y a ti, Madre común de todos nosotros. Me dicen mis compañeros que yo inicie los ¡vivas! y que ellos ya responderán. Yo gritaré con toda la fuerza de mis pulmones, y en nuestros clamores entusiastas adivina tú, Congregación querida, el amor que te tenemos, pues te llevamos en nuestros recuerdos hasta estas regiones de dolor y de muerte.
"Morimos todos contentos sin que nadie sienta desmayos ni pesares; morimos todos rogando a Dios que la sangre que caiga de nuestras heridas no sea sangre vengadora, sino sangre que entrando roja y viva por tus venas, estimule tu desarrollo y expansión por todo el mundo. ¡Adiós querida Congregación! Tus hijos, Mártires de Barbastro, te saludan desde la prisión y te ofrecen sus dolores y angustias en holocausto expiatorio por nuestras deficiencias y en testimonio de nuestro amor fiel, generoso y perpetuo. Los Mártires de mañana, catorce, recuerdan que mueren en vísperas de la Asunción; jY qué recuerdo éste! Morimos por llevar la sotana y moriremos precisamente en el mismo día en que nos la impusieron".

”Los Mártires de Barbastro, y en nombre de todos, el último y más indigno, Faustino Pérez, C.M.F.".

¡Viva Cristo Rey! ¡Viva el Corazón de María! ¡Viva la Congregación! Adiós, querido Instituto. Vamos al cielo a rogar por ti. ¡Adiós, adiós!».

La muerte no llegó en la madrugada del 14, como les habían anunciado. Vivieron los misioneros una noche de sobresalto y de plegarias, capaz de destrozar los nervios al más templado. Su ejecución, su día, se trasladaba al sábado, día de la Asunción. Así lo creyeron definitivamente, porque nunca se fusilaba de día.
Sobre la medianoche del 14 al 15 estalló el griterío en la plaza. Llegaba el camión de las ejecuciones. Todos los testigos coinciden en la fecha y en los detalles. El carcelero del ayuntamiento, Andrés Soler, nos ha transmitido la liturgia que precedía y seguía cada una de aquellas masacres:

«Todas las noches que había saca de presos, antes y r después de las ejecuciones, se reunían los milicianos a beber cerveza en la galería de la cárcel que da al río Vero, y comentaban los incidentes».
Un joven carnicero, de 19 años, Mariano Lagüéns, tuvo que ir a los Escolapios, aquella noche, a trocear cuatro o cinco corderos. Dios permitió que fuese, también, testigo de la escena: un grupo de escopeteros irrumpió en el salón. Los misioneros se incorporaron. Los milicianos llevaban, como la antevíspera, cuerdas ensangrentadas. El cajero Torrente, que los capitaneaba, llamó a los misioneros por la lista. Leída la lista negra, en el salón, Torrente les preguntó, mientras revolvía un lío de cuerdas enrojecidas:

-¿A dónde queréis ir: al frente, a luchar contra el fascismo o a ser fusilados?
Se hizo un silencio espeso. Ir al frente era un eufemismo, todos lo sabían: significaba renegar de su fe y de su condición religiosa.
-Preferimos morir por Dios y por España.
Los ataron tan fuertemente, con alambres y torniquetes -dice un testigo presencial- que les saltaba la sangre de las muñecas y las manos. Y las cuerdas se volvían a empapar. Ninguno de ellos se quejó. Los amarraron de dos en dos, por los codos. Tropezaban al subir las escaleras y al pasar la puerta y salir a la plaza. En ella se les juntaron tres sacerdotes de Barbastro, atados también: D. Vicente Salanova, D. Mariano Albás y D. Vicente Artiga. Artiga iba chorreando sangre por la mandíbula derecha. La gente de la plaza estaba sobrecogida, al verlos tan jóvenes. El camión estaba custodiado estratégicamente: junto a la cabina, un miliciano pistola en mano, que no dejaría de apuntarles en todo el viaje; en los ángulos de la plataforma, otros con escopeta.
Antes de subir, Mariano Abad los detuvo y les brindó otra oportunidad:


-Os vaya proponer un trato; no creáis que os engaño. Si venís a luchar contra los fascistas y renunciáis a vuestra religión, os perdonamos la vida.
Nadie contestó. El Enterrador volvió a insistir. Y, al fin, al ver que nadie se movía, estalló entre blasfemias:
-¡Qué lástima que estos hombres tan bragados no vengan a luchar con nosotros! Se han acabado las contemplaciones. ¡Que no se vuelva a repetir lo del grito de ¡Viva Cristo Rey! Como lo vuelva a oír, os machacaremos la cabeza.
Al ir en parejas, no era difícil romper el equilibrio, al subir al camión. Manos de hierro los sujetaban por los lados, y los empujaban hacia aquella caja espantosa, que resonaba como un inmenso ataúd. Caían de cualquier manera, en montón. Tenían que avanzar luego hacia la nuca de la cabina, para dejar paso a los que seguían. Poco a poco, a empujones, entraron los últimos. Los milicianos alzaron la zaga del camión y lo acerrojaron. Mariano Abad dio la orden de arrancar. Al iniciarse la bajada por el Rollo, hoy calle de la Academia Cerbuna, se oyó un grito en el camión, que trepanó la noche, la voz de Faustino Pérez:

-¡Viva Cristo Rey!
Los veinte misioneros y los tres sacerdotes diocesanos, carearon:
-¡Viva Cristo Rey!

Mariano Abad ordenó al chófer parar el vehículo. Se encaramó a la plataforma del camión y «golpeó a los misioneros con la culata de un fusil». Los golpes se hundieron en el cráneo de Faustino. Otro de los seminaristas se lamentó en catalán:
-Mare meva!
A la bajada del Rollo, los vivas, los gritos y las amenazas convirtieron la calle en una algarabía ensordecedora.
-¡Viva el Corazón de María!
-¡Viva la Asunción! ¡Viva Cristo Rey! ¡Viva el Papa!

El camión, con aquella sagrada carga, descendió hasta el Coso y se dirigió a la carretera de Sariñena. A poco de pasar el kilómetro 3, ente curvas retorcidas, baches y repechos, apareció el hondo valle de San Miguel, desolador. La carretera, antes de cruzarlo, formaba un ángulo recto, cuyo vértice se apoyaba en un estrecho ribazo; era la finca de Pueyo, el Val Martín.
«Los echaron al suelo como fardos». El automóvil de los dirigentes, con los faros levantados, iluminaba aquella escena dantesca. Los misioneros trataban de incorporarse, de abrir los brazos en cruz, arrodillados, repitiendo sus jaculatorias y su perdón.
El grito de «¡Viva la Asunción!» lo oyeron, desde su torre jaqueta, Antonio Pueyo y sus tres compañeros de siega. No lo olvidaron nunca. Antonio estaba subido a las falsas, asomado en el ancho ventanal, a menos de doscientos metros de la escena de los fusilamientos, digna de Goya. Oyó y vio los golpes, la caída en masa como «sacos o costales» de los claretianos sobre aquella tierra suya, junto a la carretera.

Le llegaban y Ilagaban los gritos de los anarquistas y los últimos vivas de los seminaristas. Oyó también la última oferta de El Enterrador. Crepitaron los fusiles. El grupo de ajusticiados se derrumbó. Nuevas descargas, cerradas, para sofocar los últimos gritos, apagados. «Desde que bajaron del camión hasta que murieron -dice un testigo- no dejaron de rezar jaculatorias». Y poco después, los tiros de gracia. Se conocía así, matemáticamente, hasta de lejos, el número exacto de mártires de aquella noche.
«Murieron firmes en la idea; y aun después de fusilados, entre los últimos estertores, decían aspiraciones y continuaban con el crucifijo en la mano, hasta que a la fuerza se lo quitaban. Otros llevaban el rosario».

Al día siguiente, varios campesinos se acercaron al ribazo empapado, y vieron restos de los misioneros, revueltos entre la tierra y la sangre: armazones, varillas y cristales rotos de sus lentes, rosarios, escapularios medio deshechos, sucios de sangre, trozos de ropa, astillas, casquillos metálicos, medallas...

Antonio Pueyo encontró una cartera y, en ella, una estampa con un nombre al dorso: «Sebastián Riera, C.M.F». Salvador Fajarnés oyó decir -luego- en el Comité que «los jóvenes (seminaristas) se hubieran podido salvar, todos, dejando la sotana y renegando de su fe».

«Un día de aquellos, -dice Luis Iglesias Sopena, en 1992- pasamos con carros cargados de trigo, y la primera de las caballerías, que era muy buen caballo, al llegar al sitio y oler la sangre humana reciente -hacía sólo cinco horas que habían fusilado a los misioneros- no quería pasar, como espantada. Se quería volver atrás. Le tuve que pegar con el ramal».

El 18 de agosto, martes, caían en el mismo lugar, los dos últimos seminaristas, Jaime Falgarona y Atanasio Vidaurreta, que completaron la corona gloriosa de los cincuenta y un mártires misioneros claretianos de Barbastro. Habían estado, como enfermos, junto con el Hermano Joaquín Muñoz, en el hospital, desde la tarde del 20 de julio. Los médicos alargaron su permanencia lo que pudieron, porque sabían que estaban condenados. Al fin, el 15 de agosto, por la tarde, les dieron de alta y fueron a ocupar una celda en la cárcel. El H. Muñoz se pasaba el día rezando rosarios. Al verlo tan achacoso, herniado, el día de la ejecución, dijeron en voz alta dos milicianos:

-¿Qué vamos a hacer con este trasto? y lo apartaron.
Falgarona y Vidaurreta rindieron sus vidas bajo los faros cegadores, en el mismo lugar que sus hermanos. Antonio Pueyo lo confirmó, porque se lo dijo Florencio Salamero, el hijo de la muda, del Comité Antifascista de Barbastro. Francisco Santaliestra Carrera, de Costean, y testigo ocular de las matanzas, da un detalle espeluznante:
«Un día, fusilaron a tres y estuvieron los cadáveres hasta las ocho de la mañana. Quedó un rastro grande de sangre, tan grande que hicieron venir a uno para que picase la tierra». «La cruz que han levantado luego -el monumento a los mártires- está, exactamente, en el sitio en que estuvo la sangre».


El Museo
En Barbastro existe un museo dedicado a los Mártires Misioneros donde se encuentran los restos y recuerdos de los 51claretianos asesinados. Es especialmente impresionante la cripta con los restos óseos donde se pueden apreciar los agujeros de balas en los cráneos. También encontraremos en este museo objetos y recuerdos de la GCE en Barbastro así como tres salas anexas dedicadas a San Antonio María Claret y a la Congregación Claretiana.
Es posible visitar el museo de Martes a Domingo (cerrado los Lunes) con horario de 10 a 13 por las mañanas y de 16 a 20 por las tardes.
Su dirección es c/. Conde, 4 22300 Barbastro y el Tlf. 974-311146.

Memoria histórica. LA QUEMA DE CONVENTOS, NORMA Y NO EXCEPCIÓN EN LA II REPÚBLICA .

Memoria histórica. LA QUEMA DE CONVENTOS, NORMA Y NO EXCEPCIÓN EN LA II REPÚBLICA .
La II Republica nace ya con las taras que la llevarían a protagonizar el más rotundo de los desastres de nuestra historia nacional, una de las principales, un sectarismo radical y beligerante contra la religión católica.
No había pasado un mes desde la proclamación de la república cuando se produce la primera acción violenta contra la religión católica. El 10 de mayo de 1931, con la disculpa de una manifestación contra ABC, en la que participan elementos ixquierdistas se produce el asalto e incendio de iglesias y conventos en Madrid y en varias ciudades de Andalucía, ante la completa pasividad de las nuevas autoridades, que impiden la identificación de los autores y no practican ninguna detención.

El primero se produce en la calle Flor, se trata de la residencia de los jesuitas. Los religiosos que quedaban en el edificio después de la primera misa matutina tuvieron que huir por los tejados.

Los incendios y asaltos siguieron durante todo el día. Los edificios religiosos que quedaron totalmente calcinados fueron los siguientes, además de la Residencia de los Jesuitas de la calle Flor: el centro de enseñanza de Artes y Oficios de la calle de Areneros regentado también por religiosos de la Compañía de Jesús, el Colegio Maravillas de los Padres de la Doctrina Cristiana de Cuatro Caminos, la iglesia de Santa Teresa de los Carmelitas Descalzos sita entre la plaza de España y Ferraz, el Instituto Católico de Artes e Industrias (ICAI) de la calle de Alberto Aguilera, el convento de las Mercedarias de San Francisco, la Iglesia parroquial de Bellas Artes, el Colegio de María Auxiliadora de las Salesianas y el colegio de Religiosas del Sagrado Corazón, de Chamartín. También se incendió en Vallecas el convento de las religiosas Bernardas.

Se intentó incendiar o asaltar por parte de los grupos subversivos, sufriendo diversos desperfectos, el convento de los Paúles de la calle de García Paredes, las Trinitarias de Marqués de Urquijo, los Luises, en la calle de Cedaceros; el de Jesús, en la plaza del mismo nombre; otro de Carmelitas, en la calle de Ayala; el de San José de Calasanz en la calle de Torrijos; otro de monjas en la calle de San Bernardo, el del Buen Suceso, el de Caballero de Gracia y otro de la calle de Evaristo San Miguel. También la chusma hizo evacuar un convento de monjas sito en la calle Ancha, 86; el de San Plácido, en la calle de San Roque, las monjas del Servicio Doméstico de la calle de Fuencarral, los frailes de la fundación Caldeiro y las Trinitarias de Lope de Vega.

Pero los desmanes no se limitaron a la capital de España, en algunas provincias la furia anticlerical también se cebó en iglesias y conventos.

En Málaga
se quemó el palacio arzobispal del siglo XV, los colegios de los Maristas, los Agustinos, la iglesia de Perchel mandada construir por los Reyes Católicos, la parroquia de Santo Domingo, el templo de San Felipe Neri, la iglesia parroquial de San Juan, los conventos de las Mercedarias y de San Angel, las Iglesias de la Merced, San Lázaro, las parroquias de Puerto de la Torre, Churriana, Comares, Torremolinos, y El palo, hasta un total de 48 edificios religiosos incendiados o asaltados. En la parroquia de San Pablo y la iglesia de los capuchinos se profanaron las criptas y la chusma paseo, en lo alto de un palo, la calavera de un antiguo párroco.

En Valencia el convento de San José de las Carmelitas, san Julián, de las agustinas, el colegio de la Presentación, fundado en 1550, asaltados los conventos de Teresianas, la Residencia de los Jesuitas, y el Seminario Conciliar. En Sevilla la iglesia del Buen Suceso, la residencia de los capuchinos, la capilla de San José construida por el gremio de los carpinteros de la ciudad en el siglo XVII.

En Córdoba el convento de San Cayetano.

En Cádiz
se quemó el convento de los Dominicos, la iglesia de Santa María y del convento del Carmen. En la provincia, en Sanlúcar de Barrameda se incendió del convento de los Capuchinos, en Jerez de la Frontera se asaltó el convento de San Francisco, el de los Carmelitas y la residencia de los Jesuitas, también en Algeciras hubo incidentes en los que se intentó quemar varias iglesias.

En Murcia fue quemada la iglesia gótica de la Purísima y asaltados el convento de las Isabelas y el de las Verónicas.

En Alicante
se incendiaron las escuelas Salesianas, el colegio de las Carmelitas, la parroquia de Benalúa, el convento de San Francisco, la casa de ejercicios de la Compañía de Jesús, el convento de las Oblatas, la iglesia del Carmen, la residencia de los Jesuitas, convento de Capuchinos, convento de Agustinos, el Palacio Episcopal, el colegio de Jesús y María, el colegio de la Compañía de María y el colegio de los Maristas.

El día 12 de mayo cuando vuelve la calma, las perdidas materiales son muy cuantiosas, pero aún es más grave el daño que se ha causado al patrimonio histórico artístico español.

En Madrid se ha perdido una urna de plata repujada que contenía los restos de san Francisco de Borja; un Lignum Crucis procedente de la casa ducal de Pastrana regalo del Papa. Se destruyó el sepulcro del siglo XVI del teólogo Diego Lainez, primer discípulo de San Ignacio de Loyola. Ardieron, un retrato del fundador de la compañía de Jesús pintado por Sánchez Coello y un Zurbaran. La biblioteca de la residencia de los jesuitas, con más de 80.000 volúmenes, entre ellos incunables irremplazables y primeras ediciones de las obras de Lope de Vega, Quevedo, Calderón o Saavedra Fajardo, también se quemo en el Instituto Católico de Arte e Industrias, la biblioteca del centro, formada por más de 20.000 volúmenes, entre los que se encontraban ejemplares únicos de la Germaniae Historica y el Corpus Inscriptorum Latinarum, además de toda la obra del paleógrafo García Villada, formada por más de 40.000 fichas y sus correspondientes fotografías de archivos de todo el mundo.

La suma de ambas bibliotecas representaban el mayor patrimonio bibliográfico en España después de la Biblioteca Nacional. En Málaga se calcinó un cristo románico regalo de Fernando de Antequera junto al retablo en que se encontraba y un cuadro de la Virgen y el Niño de Van Dyck. Además ardió el archivo diocesano y su biblioteca.

En Sevilla se perdieron obras maestras de la imaginería de Semana Santa de Pedro Mena y Martínez Montañés, así como un famoso retablo atribuido a Pedro Roldan. En Murcia fue pasto de las llamas La Inmaculada del maestro Salzillo.

A cualquier persona con un mínimo de sentido común no se le escapa que estos actos eran gravísimos atentados contra el orden público, la libertad religiosa y el patrimonio cultural, una muestra de barbarie intolerable en una nación civilizada, sin embrago, fue contemplada con pasividad y complacencia por el gobierno provisional republicano, que jamás investigó los hechos ni indemnizó los daños causados. Después vendría la legislación anticlerical, los abusos de autoridad, la conculcación de la libertad religiosa y de enseñanza, y un continuo rosario de violencias contra la Iglesia católica en España. La quema de conventos fue el temprano anticipo de lo que sería el genocidio perpetrado durante la guerra civil, en el que más de 8.000 religiosos y un numero incalculable de seglares fueron asesinados, única y exclusivamente por profesar la fe católica.
En Barcelona, Zaragoza, etc. tambien se quemaros y asesinaron a sacerdotes y creyentes.

Memoria histórica. La República de Rodríguez Zapatero.

Memoria histórica. La República de Rodríguez Zapatero.
José Luis Rodríguez Zapatero ha declarado en el Parlamento que "muchos de los objetivos y de las grandes aspiraciones" de la II República están en plena vigencia, gracias a las políticas de su Gobierno. Zapatero añadió que "Es un buen recordatorio para saber que la España de hoy mira a la España de la II República con reconocimiento y, sobre todo, con satisfacción y orgullo por ver lo que hemos sabido hacer entre todos en esta etapa constitucional".

El presidente Rodríguez siempre se ha inclinado a enlazar la legitimidad de su Gobierno con la II República, más que con la transición que, en definitiva, fué el paso de la dictadura a la democracia "de la ley a la ley", y por lo tanto partiendo de la legalidad anterior; esto es, de la dictadura. El PSOE estaba entonces en contra de la transición y favorecía la "ruptura", para enlazar de nuevo con las instituciones que terminaron en la Guerra Civil. Rodríguez parece dispuesto a recuperar la ruptura, en detrimento de la transición.

La II República no se puede alegar como un ejemplo de convivencia ni de legalidad. Su mismo origen se basa en una ilegalidad, contra ella se alzaron los anarquistas (en tres ocasiones), Sanjurjo, el PSOE y los nacionalistas y Mola y otros generales. Lo que sigue no es una historia de la II República, pero sí el recordatorio de varios hechos históricos importantes del régimen que Zapatero pone como ejemplo de convivencia:

Las elecciones del 12 de abril

El Gobierno Berenguer, que preside el país en un momento de crisis institucional, planea convocar sucesivas elecciones democráticas que comenzarían con unas de carácter local y terminarían con unas elecciones constituyentes, que darían lugar a una constitución que superara la de 1879, que se había agotado.

Las primeras elecciones programadas, en las que se elegirían los alcaldes de pueblos y ciudades, tuvo lugar el 12 de abril de 1931. La victoria de los monárquicos fue sencillamente aplastante. En la inmensa mayoría de los pueblos ni siquiera había candidatos republicanos, y donde se presentaban solían perder. La excepción la constituyeron las grandes ciudades, como Madrid o Valencia. Una combinación entre que los resultados de las ciudades se conocieron antes, el desprecio republicano por los pequeños pueblos, que suponían en manos del caciquismo, y el entreguismo de los monárquicos (con
la excepción de Juan de la Cierva), llevó a los republicanos a declarar ilegalmente la II República. Dijeron que la República había ganado en unas elecciones en las que no se discutía el modelo de Estado, sino los alcaldes de los ayuntamientos. Y que, además, había perdido abrumadoramente, con una relación de 6 a uno. El origen institucional de la II República se basa en una ilegalidad.

Una Constitución contra media España

La Constitución, que entró en vigor el 9 de diciembre de 1931, estuvo elaborada por la izquierda, desde la izquierda y para la izquierda, sin ninguna voluntad de alcanzar un consenso con la derecha, que de hecho no se produjo. Manuel Azaña diría en su momento que la República era para todos los españoles, pero gobernada desde los republicanos. Esta concepción alimentó el golpe de Estado de 1934. La Constitución del 31 disolvió las órdenes religiosas y les expropió los bienes. También suprimió el presupuesto del clero y de los cultos católicos. El texto disolvía el derecho de propiedad, al asentar la expropiación forzada de cualquier tipo de propiedad por causa de utilidad social, que se juzgaba por el propio Gobierno.

Quema de conventos

Desde el comienzo, los elementos más izquierdistas se sintieron respaldados institucionalmente para cometer crímenes como la quema de conventos, bibliotecas y obras de arte pertenecientes a la Iglesia. Los días 10, 11 y 12 de mayo se producen actos vandálicos contra la Iglesia en Valencia, Madrid, Málaga, Sevilla, Córdoba, Cádiz, Sanlúcar de Barrameda, Murcia, Alicante, Algeciras o Jerez de la Frontera, entre otros. El día 20 se incendia el convento de los Benedictinos de Lazcano. El 13 de junio se expulsa al cardenal Primado Segura, después de que la Constitución hubiera reconocido la libertad religiosa.

El presidente del Gobierno, Manuel Azaña, declara que "todas las iglesias de Madrid no valen la vida de un republicano". De modo que le da un valor a la vida de los republicanos que no le otorga a los demás, y compara ambas cosas, cuando no había porqué elegir entre ellas. El Gobierno suspende actos
políticos de la derecha liberal (Ciudad Real), actos religiosos (la Adoración Nocturna en Tortosa), manifestaciones... En 1933 se suprime la celebración de Semana Santa en prácticamente toda España. En julio del mismo año se detienen a unos 3.000 derechistas, por un supuesto complot nada menos que de las JONS (falangistas) y la FAI (anarquistas), y todo por un asalto de unos jonsistas a la asociación Amigos de la Unión Soviética.

Casas Viejas

A lo largo de la II República, los anarquistas se rebelarían contra ella en tres ocasiones. El problema principal de la II República es que no creían en ella ni en la izquierda (socialistas y anarquistas jamás la defendieron como tal) ni en la derecha. En enero de 1933, los anarquistas intentan repetir, sin éxito, la matanza de Castilblanco en la localidad de Casas Viejas. Los Guardias de Asalto liberan a los Guardias Civiles secuestrados por los anarquistas, y les cercan en una choza. El Gobierno no quiere ningún tipo de contemplaciones, y Casares Quiroga ordena que "arrasen la casa, que se haga un escarmiento". La choza se quemó, y varios murieron ardiendo. Tras el asalto, se detuvieron a varios anarquistas, alguno de los cuales muere de forma no explicada. El capitán Rojas dijo que ordenó dar "tiros a la barriga" por indicación de Azaña, presidente del Gobierno, y de Arturo Menéndez, Director General de Seguridad.

Elecciones de 1933 y golpe de Estado de 1934

En un mitin en la campaña electoral para las elecciones de 1933, Largo Caballero explica cuáles son los planes del Partido Socialista: " si los socialistas son derrotados en las urnas, irán a la violencia, pues antes que el fascismo preferimos la anarquía y el caos". Y así fue. Las elecciones las ganaron el centro (representado por los radicales de Alejandro Lerroux) y la derecha (la CEDA). Gobernarían los primeros con el apoyo de los segundos. Cuando la CEDA aumenta el número de ministros en el Gobierno (algo a lo que tenía pleno derecho) a tres, el PSOE lanza el golpe de Estado que llevaba tiempo planeando, con el objetivo de sustituir la "república burguesa" por una "dictadura del proletariado". La revuelta contra la república de los socialistas causó no menos de 2.000 muertos. Ni los socialistas aceptan la república ni los republicanos (tampoco los socialistas) aceptan que la derecha pueda acceder democráticamente o por el medio que sea al poder. Largo Caballero, antes y después del golpe de Estado de 1934, tiene un discurso guerracivilista que es criticado por Julián Besteiro, para quien la guerra civil que busca su compañero sería desastrosa y que, además, cree que la victoria no está en absoluto asegurada.

El Frente Popular

Manuel Azaña declara en Mestalla, en un mítin ante sus simpatizantes previo a las elecciones que resultarán en la victoria del Frente Popular (FP), que "nos reunimos aquí para inaugurar una campaña y preludiar un ajuste de cuentas". Largo Caballero insiste en su estrategia de Guerra Civil: "Si triunfan las derechas nuestra labor habrá de ser doble, colaborar con nuestros aliados dentro de la legalidad, pero tendremos que ir a la guerra civil declarada.  Que no digan que nosotros decimos las cosas por decirla, que nosotros lo realizamos". Lo habían demostrado en el 34. Un día más tarde, el 21 de enero de 1936, Largo Caballero explicaría que "a clase obrera debe adueñarse delopder político, convencida de que la democracia es incompatible con el socialismo, y como el que tiene el poder no ha de entregarlo voluntariamente, por eso hay que ir a la revolución".

 Ya en el poder, el FP inicia lo que llama la "republicanización de la república", y que consiste en expulsar a la derecha de las instituciones, purgando a quien fuera sospechoso de no ser plenamente fiel a la República y el FP.

Ley de Defensa de la República

El 21 de octubre de 1931 se publica en la prensa la Ley de Defensa de la República, que da al Gobierno la posibilidad de suspender alguno de los derechos básicos que vendrían reconocidos en la Constitución, para defender el sistema político y el Gobierno frente a las críticas. Define como "actos de agresión a la República": "toda acción o expresión que redunde en menosprecio de las instituciones u organismos del Estado" o "la apología del régimen monárquico o de las personas en que se pretenda vincular su representación y el uso de emblemas, insignias o distintivos alusivos a uno u otras".

Para actuar en contra de lo que el Gobierno considere "actos de agresión a la República", la ley le permite "suspender las reuniones o manifestaciones públicas de carácter político, religioso o social", "clausurar los centros o Asociaciones que se consideren incitan" a lo que considera agresión a la República, así como "intervenir la contabilidad e investigar el origen y distribución de los fondos de cualquier entidad". También le permite "la incautación de toda clase de armas o sustancias explosivas, aun de las tenidas lícitamente".

Esta ley permitía al Gobierno actuar en contra de la libertad de expresión cuando le conveniera, y de hecho la utilizó para cerrar más de 100 periódicos de derechas y para suspender numerosos actos legítimos de carácter político, religioso o social.

Dado que, ya durante el Frente Popular, Azaña había cerrado numerosos periódicos no adictos, Gil Robles utilizó el Parlamento para denunciar los numerosos atropellos contra ciudadanos por el hecho de ser religiosos o creyentes, o por ser de derechas. Con sus denuncias, basadas en informes que recibía de toda España, haría que los actos violentos quedasen registrados, ante la mordaza a la prensa. El 15 de abril, José María Gil Robles, líder de la CEDA, dice en el Parlamento: "Una masa considerable de opinión, que es por lo menos la mitad de la Nación, no se resigna implacablemente a morir: yo os lo aseguro. Media Nación no se resigna a morir".

El asesinato de José Calvo Sotelo

El 16 de junio de 1936, José Calvo Sotelo pronuncia un discurso contra el presidente del Gobierno, Santiago Casares Quiroga. Éste le responde diciendo: "después de lo que ha hecho Su Señoría hoy ante el Parlamento, de cualquier caso que pudiera ocurrir, que no ocurrirá, haré responsable ante el país a Su Señoría". Calvo Sotelo toma nota de lo que considera una amenaza. Un mes más tarde, un grupo de derechistas matan al Guardia de Asalto José Castillo. Al día siguiente, unos guardias de asalto de la escolta del socialista José Prieto planean matar al líder de la CEDA, José María Gil Robles. Van a su casa y no lo encuentran, lo que les salva la vida. Acto seguido se dirigen al domicilio de José Calvo Sotelo, le sacan de su cama, le detienenilegalmente y le matan de un disparo. Cuando le comunicaron la noticia a Azaña, exclamó: "¡Esto es la guerra!".

Las checas

Ya en plena guerra, socialistas y comunistas organizan cárceles, conocidas como checas por imitación de las cárceles soviéticas. Solo en Madrid habría más de 200. César Vidal, en su libro dedicado a estas cárceles republicanas, incluye una lista con nombre y dos apellidos de personas ejecutadas en las checas madrileñas. Figuran 11.705 personas. No solo se las ejecutaba, sino que también se les torturaba. También había checas en otras ciudades, como Barcelona o Valencia.

ENARBOLABAN BANDERAS TRICOLOR. Grupos de extrema izquierda intentan agredir a Pío Moa mientras daba una charla en la Carlos III.

ENARBOLABAN BANDERAS TRICOLOR. Grupos de extrema izquierda intentan agredir a Pío Moa mientras daba una charla en la Carlos III.

El historiador y colaborador de Libertad Digital Pío Moa ha sufrido un intento de agresión por parte de una veintena de radicales de extrema izquierda que irrumpieron en el Aula Magna de la Universidad Carlos III donde ofrecía una conferencia sobre la República. Enarbolando banderas tricolor, trataron de boicotear el acto. El Rector, Gregorio Peces Barba, ha mostrado su malestar, pero no por el intento de agresión, sino por invitar a Pío Moa a una conferencia sin consultarle. Vea dentro los carteles que llamaban al boicot antes de la conferencia.

Las amenazas ya venían de lejos. La semana previa a la conferencia sobre "las causas de la guerra civil” de Pío Moa, organizada por la asociación estudiantil Unión Democrática Española, UDE, asociación liberal de la Universidad Carlos III, la Universidad apareció empapelada de carteles que decían cosas como: “El fascismo llega a tu universidad. Arráncalo” o “El historiador fascista Pío Moa llega a la Universidad ante la indiferencia del rector. Plántale cara”.

Lo ocurrido este martes responde a esta preparación. Según el historiador, unos 20 jóvenes enarbolando banderas tricolor irrumpieron en el Aula Magna y llegaron hasta el estrado donde conferenciaba Pío Moa. Antes de comenzar el acto, el aula magna tenía carteles con insignias anarquistas y otros en los que se leía el lema "caña a España". Los agresores han sido indentificados, a través de un vídeo, como estudiantes de Derecho de esta Universidad.

Según su propio relato “parecía que iban a agredirme y hubo unos momentos de mucha tensión”. Fue la rápida respuesta del público –unas 200 personas– y la actuación de dos agentes de seguridad la que lo impidieron, aunque algunos continuaron boicoteando el acto con sus gritos. Cuando los más violentos fueron desalojados del aula magna, Pío Moa comentó que "es una pena que no se queden, porque tras mi exposición hay un turno de preguntas en que podían haberme preguntado lo que quisieran", palabras que merecieron el aplauso del público asistente.

Lo peor de todo es que el enfado del rector de la Universidad Carlos III no ha venido por este intento de agresión a un historiador sino por no haberle comunicado que acudía a dar una conferencia. Por ello, este mismo miércoles convocó a las asociaciones de la universidad para comunicarles que a partir de ahora no podrán invitar a expertos sin el visto bueno de la dirección.

Represión de posguerra. Ante una nueva campaña contra la verdad histórica.

Represión de posguerra. Ante una nueva campaña contra la verdad histórica.

Hace poco el profesor Macarro autor de algunos estudios estimables, mostraba su indignación hacia mis tesis, pero afirmando, con desaliento, que ellas estaban fundando una nueva “historia canónica”. El ataque, que no crítica, trasluce un hecho real: mis conclusiones se van imponiendo, aunque con esfuerzo, por el peso de su argumentación y de sus datos. Y creo que terminarán asentándose, a menos que Macarro u otros logren refutarlas por medios académicamente aceptables, lo cual ni siquiera intentan. Su argumento se reduce, en fin de cuentas, a la exigencia de censura contra mis libros. ¿Cabe mayor bancarrota intelectual?

Me parece bien fundada ya, por tanto, la idea que paso a resumir: la guerra civil provino de la erosión, primero, y el asalto, después, a la legalidad republicana por parte de las izquierdas, en un proceso revolucionario. También hubo en la derecha conspiraciones contra aquel régimen, pero con esta diferencia: las ofensivas de la izquierda provinieron de sus principales partidos y de los nacionalistas, mientras que las intentonas de la derecha sólo abarcaron a sectores muy minoritarios de ella. Dicho de otro modo: si los asaltos izquierdistas se hubieran limitado a los de la CNT, el sistema republicano habría funcionado, a pesar de todo, pero cuando se les sumaron los del PSOE y la Esquerra, con la complicidad de las izquierdas republicanas, la convivencia se tornó imposible. No quedó otra alternativa que una dictadura totalitaria de izquierdas o una dictadura autoritaria de derechas. Sólo los totalitarios o los sordos a las lecciones del siglo XX pueden preferir la primera, que, por cierto, estuvo cerca de triunfar. Ese fue el planteamiento real, pues ni existía un partido democrático potente ni éste habría podido mantener la democracia cuando el grueso de la oposición la rechazaba.

Así pues, la versión izquierdista de la guerra civil puede darse hoy por fracasada, y creo que gracias, en medida muy alta, a los estudios de César Vidal y a los míos. No digo los magníficos y fundamentales de Ramón Salas Larrazábal, porque los irreconciliables habían conseguido borrarlos de la universidad y sepultarlos en el olvido. Ni los valerosos, además de valiosos, de Ricardo de la Cierva, porque si bien los sectarios no habían logrado impedir su difusión, habían limitado su incidencia alzando en torno a ellos un muro de Berlín construido con insultos y falsedades. Con César y conmigo no lo han conseguido, al menos por ahora.

Pues bien: hace poco el profesor Santos Juliá explicó a unos diplomáticos españoles en París la nueva línea de ataque de la historiografía antifranquista. Reconociendo de modo implícito el fracaso de la versión izquierdista (los dos bandos habían cometido crímenes, vino a admitir), indicó que los esfuerzos iban a concentrarse en la represión de posguerra, donde había un solo y evidente culpable: el bando vencedor.

Menciono esta conversación, llegada por casualidad a mis oídos, porque nadie debe creer que se trata de actitudes espontáneas. Por el contrario, están minuciosamente orquestadas, con colaboración de numerosos políticos, historiadores y paniaguados. Preston ha anunciado para este otoño un nuevo libraco sobre el “holocausto español” (nada menos), y ya proliferan en las librerías estudios por el estilo. Leo ahora que la televisión en manos de los irreconciliables ha encargado una serie sobre la represión de posguerra a varios simpatizantes de las dictaduras progresistas. Será la segunda parte de la serie sobre la guerra civil ordenada por el PSOE en los años 80, bajo dirección de demócratas como el stalinista Tuñón de Lara, colaborador del KGB, en testimonio de Jorge Semprún. Tuñón formó en Pau una “escuela de cuadros” comunista dedicada a manipular la historia según la lucha de clases.

La serie de los 80 hizo renacer odios y rencores, revanchismos y justificaciones de la violencia progresista, cuyos frutos consisten en el ambiente creado en Vascongadas y Cataluña, extendido por Zapatero a todo el país mediante agitaciones callejeras violentas, bajo banderas totalitarias o anticonstitucionales. A ello ha contribuido la inhibición de la derecha, presa de la consigna medrosa y falsa del “hay que mirar al futuro”, como si esa mirada fuera incompatible con restablecer la verdad sobre el pasado.

La izquierda conoce muy bien el enorme efecto de las campañas amasadas con relatos de sangre y crimen atribuidos a sus adversarios. Con ellas ha logrado una y otra vez borrar sus propias responsabilidades, saltar del banquillo de los acusados al estrado del fiscal y convertir sus reveses en victorias políticas. Es preciso, por consiguiente, afrontar esta nueva campaña de envenenamiento de la memoria colectiva.

No hay duda de que la represión de posguerra fue brutal, pero debemos situarla en su contexto. Escribe el profesor Malefakis: “Los recientes intentos de restar importancia a la represión tomando como referencia la persecución de los colaboracionistas en Francia y en Italia están lejos de la verdad; no sólo fue la escala de violencia de Franco mucho mayor en muertes y todavía más en prisioneros, sino que además fue desarrollada casi enteramente por el aparato del Estado en vez de por grupos privados actuando sin aprobación gubernamental”.

A mi juicio es muy adecuado comparar el caso español con el italiano y el francés (y no hablemos de los espeluznantes campos useños de prisioneros alemanes), porque fueron todos casos de odio ideológico vinculados a una guerra civil. En España hubo más muertes, pero la guerra civil previa fue también incomparablemente más intensa y dejó, por tanto, muchas más “cuentas por saldar”. Con esta consideración, la represión franquista no resulta proporcionalmente mayor, sino menor, que las de Francia o Italia.

Además, la represión por el aparato del Estado no debe estimarse negativamente en relación con la “privada”. Significa que las ejecuciones en España se realizaron previo juicio, mientras que en Italia y Francia consistieron muy mayoritariamente en simples asesinatos. La presunción de que los asesinos “privados” actuaban sin aprobación gubernamental es tan falsa en Italia o Francia como en el bando revolucionario español durante la guerra civil. Esa “falta de aprobación” consiste en una táctica bien conocida de efectuar limpiezas masivas de enemigos prescindiendo de formalidades legales y achacándolas al “pueblo” o a “incontrolados”.

La campaña en curso enfrenta, por lo menos, otros dos problemas engorrosos. Pinta a todos los ejecutados como “víctimas del franquismo”, mezclando a los inocentes, como el anarquista Peiró, con asesinos sádicos como el socialista García Atadell. Menciono a éste porque, aunque fuese ajusticiado en plena guerra, representa al alto número de criminales, ladrones y torturadores que cayeron en manos de Franco. La equiparación de éstos con los inocentes ya indica el valor de las “investigaciones” en curso.

Otro problema: ¿por qué cayeron en manos de los nacionales tantos participantes en el terror revolucionario? Pues porque los dirigentes izquierdistas, tanto en la campaña del norte, como en la de Cataluña o en la del centro, se preocuparon de huir ellos, sin dejar la menor previsión de escape para los miles de secuaces suyos complicados en la represión. Sólo en Cataluña lograron escapar muchos, aunque no todos, en una huida masiva y desordenada, cuya descripción por Zugazagoitia debiera leer todo el mundo. Asunto embarazoso para los campañeros, pero ineludible en un estudio serio.

Basten estas consideraciones, para empezar, y preparémonos a librar un nuevo combate por el restablecimiento de la verdad histórica.