Hace ochenta años.

Hoy se cumple el 80 aniversario de una jornada que fue saludada con alborozo por gran número de españoles, la proclamación de la Segunda República. Por desgracia, pronto se comprobó que, tras el jolgorio, magistralmente retratado por Josep Pla, uno de los mejores escritores españoles y un periodista excepcional, se ocultaba un sinfín de motivos de preocupación. Lo que pudo ser un régimen nuevo en el que convivir con libertad y respeto, se convirtió pronto en la disculpa perfecta para masacrar al adversario, para tildar de enemigos de la República a quienes no tenían ninguna voluntad de iniciar la revolución que, por aquellos años, estaba todavía de moda. Ya en 1931, Álvaro de Albornoz, paradójico ministro de Justicia, decía “No más pactos, […] si quieren una guerra civil, que la hagan”. Una enorme tensión política comenzó a incubarse y llegó al paroxismo tras la victoria de las derechas en las elecciones de 1933, las más limpias y democráticas de cuantas se celebraron en esa década terrible. Las izquierdas pronto dieron en pensar que si podía haber una República de derechas, algo estaba equivocado, y que había que acabar con la fachada burguesa del régimen dando pasos radicales y violentos hacia el socialismo, hacia el paraíso comunista. Por desdicha, aunque las izquierdas eran plurales, se impuso entre ellas un concepto absolutamente antiliberal de la República, el deseo de un régimen que exterminase a las derechas.
Fue especialmente dramático que los escasos, pero brillantes representantes del socialismo democrático, no supieran plantarse ante sus camaradas revolucionarios, que los Besteiros no tuvieran nada que hacer y triunfase el espíritu radical y violento de la revolución asturiana de 1934. Tampoco Azaña, que representaba a una izquierda burguesa, tuvo la energía suficiente como para poner en su sitio a los que buscaban la aniquilación del adversario, y tanto empeño pusieron que se acabó en una guerra. La derecha española era entonces cobarde pero muy fuerte, y aunque tratase de evitar la contienda, se vio arrastrada por una orgía de crímenes y desórdenes que desposeyeron al régimen de cualquier legitimidad, pues la acaba perdiendo quien no está en condiciones de ejercer el monopolio de la violencia legítima y es incapaz de proteger la vida, la propiedad y los derechos de los ciudadanos.
Las circunstancias de extrema violencia política, de subversión del orden desde el propio Gobierno, el sectarismo ideológico, la persecución de la Iglesia, y la obvia amenaza de desmembramiento, hicieron inviable una solución democrática, y ocurrió lo que se debiera haber evitado, que fue imposible mantener la paz. Las Fuerzas de Seguridad, a las que habían vuelto como si nada hubiesen hecho los cabecillas de la intentona de 1934, no sólo no pudieron evitar la violencia política, sino que la practicaron y la extendieron, llegándose al inaudito caso de que agentes del Gobierno asesinasen de manera despiadada y vil al mismísimo líder de la oposición. Se creó un clima que hizo imposible evitar una guerra, algo que pocos consideraban como la primera obligación de todos. Nada menos que en junio de 1936, un editorial del socialista Claridad, afirmaba: “En España ha habido y hay muy poca guerra civil y muy poca revolución; muy poco desorden y muy poca anarquía”. No hay mucho, pues, que celebrar, salvo la certeza de que en la Transición todos hicimos mejor las cosas, aunque algunos aventureros insensatos quieran jugar ahora a olvidarlo.
13 comentarios
Francisco Sierras P. -
huesca -
"Estáis envenenando la conciencia de los trabajadores con una propaganda falsa, que solo puede llevar a un baño de sangre y luego a luchas entre las propias izquierdas."
huesca -
"La única idea que hoy debe tener grabada el joven socialista en su cerebro en que el socialismo sólo puede imponerse por la violencia, y que aquel compañero que propugne lo contrario, que tenga todavía sueños democráticos, sea alto, sea bajo, no pasa de ser un traidor, consciente o inconscientemente."
huesca -
"Hágase cargo el proletariado del Poder, y haga de España lo que España merece. Para ello no debe titubear, y si es preciso verter sangre, debe verterla."
huesca -
"Si los socialistas son derrotados en las urnas, irán a la violencia, pues antes que el fascismo preferimos la anarquía y el caos."
"Quiero decirles a las derechas que si triunfamos colaboraremos con nuestros aliados; pero si triunfan las derechas nuestra labor habrá de ser doble, colaborar con nuestros aliados dentro de la legalidad, pero tendremos que ir a la Guerra Civil declarada. Que no digan que nosotros decimos las cosas por decirlas, que nosotros lo realizamos."
"La clase obrera debe adueñarse del poder político, convencida de que la democracia es incompatible con el socialismo, y como el que tiene el poder no ha de entregarlo voluntariamente, por eso hay que ir a la Revolución."
xitero -
husar -
kaster -
fede -
Demetrio G. -
La política del PSOE-UGT entre 1933 y 1936 fue enormemente destructiva, el elemento individual más importante en la destrucción de la democracia. La insurrección revolucionaria fue, claro, un acto de guerra civil, pero fracasó. Luego quedaban muchas oportunidades para estabilizar la situación y evitar una confrontación civil seria, pero no fueron aprovechadas entre diciembre de 1935 y julio de 1936.
barcelona -
Miguel R. -
Y aquí viene lo curioso: 80 años después de su proclamación, la República sigue estando en boca de todos, especialmente de los políticos y la intelectualidad de izquierda, que la reclaman como patrimonio propio: la tienen por un proyecto abortado antes de que pudiese fructificar por culpa de un malvado espadón Francisco Franco que cortó de cuajo las esperanzas de la nación entera.
Así de simple es la versión oficial y la que, dicho sea de paso, se inocula por vía intravenosa a los estudiantes de secundaria desde hace, por lo menos, tres décadas. La realidad, sin embargo, es algo más compleja y no tan heroica para las quejumbrosas huestes de la izquierda eterna. La República fracasó por otras causas bien distintas y Franco, en todo caso, lo único que hizo fue echar la firma sobre el certificado de defunción.
Probablemente lo hizo con genuina convicción, y de haber podido hubiera sido él mismo el encargado de rematarla. Pero no, Franco no acabó con la República. Cuando el general apareció en escena, el régimen ya estaba muerto. De la República quedaba un cadáver medio descompuesto que la izquierda paseaba ataviado, eso sí, con estola, túnica y gorrito frigio. Es difícil precisar la causa de la muerte, básicamente porque no se debió sólo a una enfermedad, sino a muchas que fue contrayendo desde el mismo momento de su nacimiento.
La misma concepción fue dolorosa. La Segunda República llegó de rebote, más por incomparecencia del contrario que por iniciativa propia. Aquello de que España se acostó monárquica y se levantó republicana no es cierto del todo. El país se acostó de mala gana monárquico y un pequeño grupo de intelectuales del Ateneo lo despertó a gritos republicanos a la mañana siguiente. En las elecciones municipales de abril de 1931 no ganaron los partidos republicanos, sino los monárquicos, aunque los primeros lo hicieron en las principales ciudades. El rey se sintió desautorizado por las urnas y se marchó casi por el mismo camino por el que había llegado su padre 57 años antes.
A partir de ahí todo fue una cadena de despropósitos, algunos voluntarios y otros accidentales. Los republicanos creyeron y así se lo transmitieron a la gente que con cambiar de forma de Estado bastaba, que eso solucionaría todos los problemas que arrastraba el país. Evidentemente, no fue así. A los Gobiernos de la República les tocó lidiar con una formidable depresión económica de alcance mundial. Las esperanzas que muchos depositaron en el nuevo régimen pronto se vieron defraudadas por la realidad y los innecesarios excesos de la casta gobernante.
Así sucedió, por ejemplo, entre 1931 y 1933. El país fue a menos y el Gobierno, creyendo que con la Ley en la mano podía arreglarlo todo, declaró la guerra a la Iglesia y a todo el que se opusiese a la República. Lo primero desató una ola de anticlericalismo tolerado, cuando no promovido, por el propio Gobierno que apartó para siempre a media España de la causa republicana. Lo segundo se tradujo en una Constitución revanchista y en una Ley para la Defensa de la República que castigaba severamente a los que osasen disentir con un régimen que presumía de liberal y liberador.
El resultado fue una radicalización progresiva en ambos extremos del espectro político, aunque más acentuada en la izquierda. A partir de 1933 los socialistas, que debieran haber sido uno de los soportes de la legalidad republicana, apostaron por bolchevizarse y apelar a la revolución en mítines, artículos y editoriales de prensa incendiarios. Al año siguiente el PSOE patrocinó un golpe de estado contra el Gobierno centro-derechista que fracasó estrepitosamente, pero que supo utilizar después como arma propagandística.
Las fraudulentas elecciones del 36 dieron la puntilla a todo el invento. La izquierda, ya completamente echada al monte, se apoderó del Congreso por las bravas e impuso su ley en la calle. No es casual que la mecha que encendió el levantamiento militar fuese el asesinato de José Calvo Sotelo, líder de la derechista Renovación Española, por parte del guardaespaldas de Indalecio Prieto, diputado del PSOE y ex ministro de Obras Públicas. Este episodio, ápice de una epidemia de pistolerismo político que azotaba las ciudades españolas, supuso el verdadero punto de no retorno.
La derecha, por su parte, se replegó en sí misma y empezó a acariciar la idea de un cuartelazo redentor que pusiese orden, a imagen y semejanza de los del siglo XIX. El primero, el de Sanjurjo en 1932, fue un fiasco; el segundo, el de los generales capitaneados por Mola en el 36, desembocó en una guerra civil en la que no se dirimía ya la cuestión republicana, sino dos visiones contrapuestas del mundo que chocaron violentamente.
Pero, por encima de todo lo anterior, lo que acabó con la Segunda República fue la falta de republicanos. Como en Weimar, nadie creía en aquel régimen. La derecha porque seguía siendo monárquica y la izquierda porque pronto devino revolucionaria. Ningún sistema político puede funcionar si sus garantes lo consideran ilegítimo. Quizá llegó demasiado pronto, o demasiado tarde; lo que es seguro es que la España de 1931 no deseaba una República como la que se proclamó aquel 14 de abril. Por eso fracasó.
yuyote -