ZIEGLER SÍ, NORBERG NO. Informe Semanal (TVE) y la mentira.
Hace un año las Juventudes Liberales promovieron una recogida de firmas para solicitar la emisión en Documentos TV del clarificador documental de Johan Norberg Globalisation is good, donde el economista sueco analiza por qué la miseria en el Tercer Mundo no es consecuencia de la globalización, sino de la falta de ella: sólo el capitalismo puede erradicar el hambre.
Por supuesto, el documental de Norberg nunca se emitió en Televisión Española. Ya se sabe que, desde su misma creación, las televisiones públicas han estado destinadas a manipular y aborregar al pueblo en beneficio del estatismo; mucho pedir habría sido que difundieran algunas verdades económicas fundamentales y permitieran a los españoles saber por qué su Gobierno (PSOE), merced a la misericordia plañidera, les roba su dinero para empobrecer aún más a África.
En cambio, nada impidió que, hace dos semanas, Informe Semanal (TVE) emitiera un infame, tergiversador y obsceno reportaje, titulado Las causas del hambre, en el que Jean Ziegler, conocido activista antiglobalización, intenta relacionar la pobreza en el mundo con el libre mercado.
El video se divide en cinco secciones cortas, tituladas igual que los siguientes apartados.
Un crimen absurdo
Ziegler comienza contándonos que cada día 100.000 personas mueren de hambre en el mundo mientras que el Informe Mundial de la FAO asegura que la agricultura moderna puede alimentar con holgura una población de hasta 12.000 millones de personas. Dado que, aun así, la gente muere de hambre, para Ziegler cada muerte es equiparable a un asesinato.
La conclusión parece evidente: hay que dirigir y controlar la agricultura mundial para que produzca más alimentos, y redistribuirlos equitativamente entre todos los individuos.
El problema es que, allí donde se ha aplicado, el socialismo agrícola, lejos de acabar con el hambre, multiplicó los muertos por desnutrición. La colectivización de las tierras en Ucrania mató entre cinco y ocho millones de personas; en la China maoísta del Gran Salto Adelante murieron casi 40 millones; en la Etiopía de Mengistu más de un millón.
Cuando el Estado pretende controlar la producción sólo genera carestía y una mala asignación de recursos. La cuestión no es "cómo nacionalizamos la producción de alimentos", sino "por qué los africanos no pueden comprar o producir alimentos por sí mismos". Y la respuesta, como ya analizamos, es muy sencilla: porque los gobiernos socialistas africanos no respetan la propiedad privada de los individuos.
Si los africanos pudieran producir, ahorrar e invertir sin que sus políticos los oprimieran, explotaran, expoliaran o arrasaran, no tendrían dificultad alguna para adquirir los alimentos que requieren para subsistir; sólo el intervencionismo empobrecedor y asfixiante explica la situación de parálisis absoluta en que viven tantos africanos.
La mentira neoliberal
Obviamente, Ziegler no está de acuerdo en nuestra última afirmación y prefiere culpar al neoliberalismo y al "gran capital internacional" de la pobreza africana. Según el reportaje, existen "ideologías mentirosas pero muy poderosas, como el neoliberalismo (…), que supone la legitimación del gran capital financiero internacional". Para Ziegler, los neoliberales defienden que la economía debe funcionar sin intervención alguna, a pesar de la pobreza que genera entre muchos pueblos, los cuales, en caso de ser improductivos, deben ser excluidos de la historia y morir.
En realidad, la construcción de ideologías mentirosas a que alude Ziegler arropa sus propias palabras: difunde una imagen falsa del liberalismo para implantar el socialismo asesino.
Desde luego, si de algo carece África es de la presencia de capital financiero internacional que permita a los individuos crear sus propias empresas, generar puestos de trabajo y producir masivamente bienes de consumo, como los alimentos; carencia que, de nuevo, se explica por la falta de seguridad en torno al derecho de propiedad. Si el Gobierno puede nacionalizar los patrimonios o dirigir las compañías, nadie en su sano juicio invertirá en el territorio que maneja.
De ahí que ningún economista liberal sostenga que la pobreza de África se deba a su "improductividad natural", sino a la impuesta por el intervencionismo económico de sus gobiernos, que Ziegler sólo pretende expandir aún más.
La Bolsa, culpable
En esta parte, Ziegler trata de explicar que el precio de los alimentos se "fija" en la Bolsa de Chicago de acuerdo con "los criterios del capitalismo financiero". Los países pobres dependen, así, de esta cuasimística fijación de precios: "La gente muere de hambre por culpa de las cotizaciones bursátiles, por eso los precios de la alimentación deberían negociarse contractualmente por los estados". Para Ziegler, "la Bolsa no puede fijar el precio de los alimentos", pues "no son una mercancía como cualquier otra".
Lo primero que debemos recordar es que los precios no los "fija" nadie en el mercado, sino que son el resultado de las interacciones de los agentes. El capitalismo no es una versión privatizada del socialismo, donde el Comité de Planificación imponía unos precios que sólo el propio Comité, de manera unilateral y arbitraria, podía revisar. En el libre mercado, los empresarios capaces de ofrecer a los consumidores los precios más bajos o los productos de mayor calidad son los que triunfan.
El problema, no obstante, sigue siendo el de siempre. No son los países (los estados) los que tienen que alimentar a su población, arrebatándoles su riqueza para luego comprar alimentos en los mercados internacionales. Cada individuo debe ser responsable, con su propio dinero, de proveerse su sustento.
La concepción de que los alimentos no son una mercancía sino un derecho humano nos lleva a creer que los alimentos no tienen por qué ser producidos, pues caerán automáticamente del cielo, como si de maná se tratara. Aun cuando Ziegler lo niegue, la producción de alimentos se rige exactamente por las mismas leyes que la de coches u ordenadores: si queremos darle un trato diferencial, promoviendo iniciativas intervencionistas que controlen la producción y la distribución, lo que conseguiremos será una población hambrienta, anestesiada, sumisa al Estado y controlada por los políticos. Es decir, justo la situación vigente en África.
En este contexto de total dependencia, resulta casi imposible que emerja una clase empresarial capaz de generar riqueza y de desarrollarse.
El nuevo feudalismo
Ziegler nos informa de que las 500 multinacionales más grandes del mundo controlaron en 2005 el 54% de la producción mundial, lo cual, en su opinión, constituye un flagrante "monopolio sobre la riqueza" que asesina a los africanos, al no preocuparse por la redistribución y obsesionarse con la búsqueda de beneficios. Las multinacionales son "las principales responsables" del hambre en el mundo.
De nuevo, Ziegler tergiversa de manera grotesca. Las multinacionales no "controlan" el 54% de la producción mundial, más bien la han "creado". La alternativa no es que ese 54% pase a manos de los gobiernos, sino que deje de existir.
Las multinacionales se han apropiado de unos bienes que antes no existían y, por tanto, no han perjudicado a nadie. No pueden ser las responsables del hambre porque no han quitado nada a nadie, sino que han generado ex novo. La nacionalización no supondría una transferencia de riqueza, sino su destrucción.
Las empresas pueden generar esa riqueza que favorece a sus trabajadores, accionistas y consumidores, precisamente, porque tratan de incrementar sus beneficios. Si no persiguieran incrementar sus ganancias, simplemente se estarían suicidando; sería equivalente a pedir a un agricultor que plantara semillas muertas o que quemara su cosecha.
Si las multinacionales renunciaran a los beneficios, todo el capital occidental perdería su valor y se consumiría. La base de nuestro crecimiento y bienestar desaparecería. La propuesta de Ziegler no permitiría que África alcanzara a Occidente en riqueza, pero sí que Occidente se equiparara con África en miseria.
La ayuda no basta
Por último, Ziegler trata de adoctrinarnos sobre los beneficios del socialismo. Dado que el fracaso de la ayuda pública internacional en lograr el desarrollo de África es patente, va más allá y pide utilizar la riqueza del mundo para construir las infraestructuras que necesitan los africanos. La ayuda internacional no basta, hace falta un paso más hacia el comunismo.
En realidad, no se trata de que la ayuda internacional no baste, sino de que sobra. Las transferencias estatales sólo sirven para consolidar y ampliar el poder de los sátrapas políticos que oprimen a los africanos y socavan su propiedad privada. Con las ayudas sólo lanzamos más gasolina al fuego de la pobreza.
Los efectos nocivos de la propuesta de Ziegler van más allá. Si los políticos son quienes deciden qué proyectos deben emprenderse o qué productos deben fabricarse, también deberán establecer dónde debe trabajar cada persona, cuánto debe cobrar o a qué precio deben venderse los productos. Además, dado que los recursos son escasos, también deberán fijar qué proyectos no deben emprenderse y qué productos no deben fabricarse.
En otras palabras, Ziegler somete a todas las personas al arbitrio de los políticos: los individuos pierden su capacidad para ejercer la función empresarial, crear riqueza y satisfacer sus necesidades. Y dado que el Gobierno sigue controlando la economía y que se ha quedado sin riquezas que expoliar y redistribuir, la miseria se extiende y se perpetúa.
El socialismo no sólo es un monumental fracaso, es el paradigma del crimen y la maldad. Su mentira sirve para justificar el cercenamiento de la libertad, la pobreza permanente y los asesinatos más atroces.
Algunos, como Ziegler, no han sido capaces de asumir la caída del Muro y siguen mintiendo y manipulando a la población con sus infectas proclamas. Lo lamentable del asunto es que la televisión pública de España, financiada con el dinero robado a los ciudadanos, se preste a difundir semejante vertedero ideológico.
Al igual que en el caso de los negacionistas del Holocausto, estos apologistas de la burocracia y del absolutismo no han cometido ningún delito, pero ello no hace su actitud moralmente intachable. No.
Hay que señalar con contundencia a esta tropa de sinvergüenzas bien alimentados que utiliza nuestro dinero para difundir un mensaje esclavizante que a su vez sirve para mantener a los africanos en la miseria.
Ziegler y los redactores de Informe Semanal no son más que los mamporreros del estatismo, los aliados de los bandidos, represores y criminales que controlan la vida de millones de africanos hasta el punto de matarlos de hambre.
Por supuesto, el documental de Norberg nunca se emitió en Televisión Española. Ya se sabe que, desde su misma creación, las televisiones públicas han estado destinadas a manipular y aborregar al pueblo en beneficio del estatismo; mucho pedir habría sido que difundieran algunas verdades económicas fundamentales y permitieran a los españoles saber por qué su Gobierno (PSOE), merced a la misericordia plañidera, les roba su dinero para empobrecer aún más a África.
En cambio, nada impidió que, hace dos semanas, Informe Semanal (TVE) emitiera un infame, tergiversador y obsceno reportaje, titulado Las causas del hambre, en el que Jean Ziegler, conocido activista antiglobalización, intenta relacionar la pobreza en el mundo con el libre mercado.
El video se divide en cinco secciones cortas, tituladas igual que los siguientes apartados.
Un crimen absurdo
Ziegler comienza contándonos que cada día 100.000 personas mueren de hambre en el mundo mientras que el Informe Mundial de la FAO asegura que la agricultura moderna puede alimentar con holgura una población de hasta 12.000 millones de personas. Dado que, aun así, la gente muere de hambre, para Ziegler cada muerte es equiparable a un asesinato.
La conclusión parece evidente: hay que dirigir y controlar la agricultura mundial para que produzca más alimentos, y redistribuirlos equitativamente entre todos los individuos.
El problema es que, allí donde se ha aplicado, el socialismo agrícola, lejos de acabar con el hambre, multiplicó los muertos por desnutrición. La colectivización de las tierras en Ucrania mató entre cinco y ocho millones de personas; en la China maoísta del Gran Salto Adelante murieron casi 40 millones; en la Etiopía de Mengistu más de un millón.
Cuando el Estado pretende controlar la producción sólo genera carestía y una mala asignación de recursos. La cuestión no es "cómo nacionalizamos la producción de alimentos", sino "por qué los africanos no pueden comprar o producir alimentos por sí mismos". Y la respuesta, como ya analizamos, es muy sencilla: porque los gobiernos socialistas africanos no respetan la propiedad privada de los individuos.
Si los africanos pudieran producir, ahorrar e invertir sin que sus políticos los oprimieran, explotaran, expoliaran o arrasaran, no tendrían dificultad alguna para adquirir los alimentos que requieren para subsistir; sólo el intervencionismo empobrecedor y asfixiante explica la situación de parálisis absoluta en que viven tantos africanos.
La mentira neoliberal
Obviamente, Ziegler no está de acuerdo en nuestra última afirmación y prefiere culpar al neoliberalismo y al "gran capital internacional" de la pobreza africana. Según el reportaje, existen "ideologías mentirosas pero muy poderosas, como el neoliberalismo (…), que supone la legitimación del gran capital financiero internacional". Para Ziegler, los neoliberales defienden que la economía debe funcionar sin intervención alguna, a pesar de la pobreza que genera entre muchos pueblos, los cuales, en caso de ser improductivos, deben ser excluidos de la historia y morir.
En realidad, la construcción de ideologías mentirosas a que alude Ziegler arropa sus propias palabras: difunde una imagen falsa del liberalismo para implantar el socialismo asesino.
Desde luego, si de algo carece África es de la presencia de capital financiero internacional que permita a los individuos crear sus propias empresas, generar puestos de trabajo y producir masivamente bienes de consumo, como los alimentos; carencia que, de nuevo, se explica por la falta de seguridad en torno al derecho de propiedad. Si el Gobierno puede nacionalizar los patrimonios o dirigir las compañías, nadie en su sano juicio invertirá en el territorio que maneja.
De ahí que ningún economista liberal sostenga que la pobreza de África se deba a su "improductividad natural", sino a la impuesta por el intervencionismo económico de sus gobiernos, que Ziegler sólo pretende expandir aún más.
La Bolsa, culpable
En esta parte, Ziegler trata de explicar que el precio de los alimentos se "fija" en la Bolsa de Chicago de acuerdo con "los criterios del capitalismo financiero". Los países pobres dependen, así, de esta cuasimística fijación de precios: "La gente muere de hambre por culpa de las cotizaciones bursátiles, por eso los precios de la alimentación deberían negociarse contractualmente por los estados". Para Ziegler, "la Bolsa no puede fijar el precio de los alimentos", pues "no son una mercancía como cualquier otra".
Lo primero que debemos recordar es que los precios no los "fija" nadie en el mercado, sino que son el resultado de las interacciones de los agentes. El capitalismo no es una versión privatizada del socialismo, donde el Comité de Planificación imponía unos precios que sólo el propio Comité, de manera unilateral y arbitraria, podía revisar. En el libre mercado, los empresarios capaces de ofrecer a los consumidores los precios más bajos o los productos de mayor calidad son los que triunfan.
El problema, no obstante, sigue siendo el de siempre. No son los países (los estados) los que tienen que alimentar a su población, arrebatándoles su riqueza para luego comprar alimentos en los mercados internacionales. Cada individuo debe ser responsable, con su propio dinero, de proveerse su sustento.
La concepción de que los alimentos no son una mercancía sino un derecho humano nos lleva a creer que los alimentos no tienen por qué ser producidos, pues caerán automáticamente del cielo, como si de maná se tratara. Aun cuando Ziegler lo niegue, la producción de alimentos se rige exactamente por las mismas leyes que la de coches u ordenadores: si queremos darle un trato diferencial, promoviendo iniciativas intervencionistas que controlen la producción y la distribución, lo que conseguiremos será una población hambrienta, anestesiada, sumisa al Estado y controlada por los políticos. Es decir, justo la situación vigente en África.
En este contexto de total dependencia, resulta casi imposible que emerja una clase empresarial capaz de generar riqueza y de desarrollarse.
El nuevo feudalismo
Ziegler nos informa de que las 500 multinacionales más grandes del mundo controlaron en 2005 el 54% de la producción mundial, lo cual, en su opinión, constituye un flagrante "monopolio sobre la riqueza" que asesina a los africanos, al no preocuparse por la redistribución y obsesionarse con la búsqueda de beneficios. Las multinacionales son "las principales responsables" del hambre en el mundo.
De nuevo, Ziegler tergiversa de manera grotesca. Las multinacionales no "controlan" el 54% de la producción mundial, más bien la han "creado". La alternativa no es que ese 54% pase a manos de los gobiernos, sino que deje de existir.
Las multinacionales se han apropiado de unos bienes que antes no existían y, por tanto, no han perjudicado a nadie. No pueden ser las responsables del hambre porque no han quitado nada a nadie, sino que han generado ex novo. La nacionalización no supondría una transferencia de riqueza, sino su destrucción.
Las empresas pueden generar esa riqueza que favorece a sus trabajadores, accionistas y consumidores, precisamente, porque tratan de incrementar sus beneficios. Si no persiguieran incrementar sus ganancias, simplemente se estarían suicidando; sería equivalente a pedir a un agricultor que plantara semillas muertas o que quemara su cosecha.
Si las multinacionales renunciaran a los beneficios, todo el capital occidental perdería su valor y se consumiría. La base de nuestro crecimiento y bienestar desaparecería. La propuesta de Ziegler no permitiría que África alcanzara a Occidente en riqueza, pero sí que Occidente se equiparara con África en miseria.
La ayuda no basta
Por último, Ziegler trata de adoctrinarnos sobre los beneficios del socialismo. Dado que el fracaso de la ayuda pública internacional en lograr el desarrollo de África es patente, va más allá y pide utilizar la riqueza del mundo para construir las infraestructuras que necesitan los africanos. La ayuda internacional no basta, hace falta un paso más hacia el comunismo.
En realidad, no se trata de que la ayuda internacional no baste, sino de que sobra. Las transferencias estatales sólo sirven para consolidar y ampliar el poder de los sátrapas políticos que oprimen a los africanos y socavan su propiedad privada. Con las ayudas sólo lanzamos más gasolina al fuego de la pobreza.
Los efectos nocivos de la propuesta de Ziegler van más allá. Si los políticos son quienes deciden qué proyectos deben emprenderse o qué productos deben fabricarse, también deberán establecer dónde debe trabajar cada persona, cuánto debe cobrar o a qué precio deben venderse los productos. Además, dado que los recursos son escasos, también deberán fijar qué proyectos no deben emprenderse y qué productos no deben fabricarse.
En otras palabras, Ziegler somete a todas las personas al arbitrio de los políticos: los individuos pierden su capacidad para ejercer la función empresarial, crear riqueza y satisfacer sus necesidades. Y dado que el Gobierno sigue controlando la economía y que se ha quedado sin riquezas que expoliar y redistribuir, la miseria se extiende y se perpetúa.
El socialismo no sólo es un monumental fracaso, es el paradigma del crimen y la maldad. Su mentira sirve para justificar el cercenamiento de la libertad, la pobreza permanente y los asesinatos más atroces.
Algunos, como Ziegler, no han sido capaces de asumir la caída del Muro y siguen mintiendo y manipulando a la población con sus infectas proclamas. Lo lamentable del asunto es que la televisión pública de España, financiada con el dinero robado a los ciudadanos, se preste a difundir semejante vertedero ideológico.
Al igual que en el caso de los negacionistas del Holocausto, estos apologistas de la burocracia y del absolutismo no han cometido ningún delito, pero ello no hace su actitud moralmente intachable. No.
Hay que señalar con contundencia a esta tropa de sinvergüenzas bien alimentados que utiliza nuestro dinero para difundir un mensaje esclavizante que a su vez sirve para mantener a los africanos en la miseria.
Ziegler y los redactores de Informe Semanal no son más que los mamporreros del estatismo, los aliados de los bandidos, represores y criminales que controlan la vida de millones de africanos hasta el punto de matarlos de hambre.
8 comentarios
Jose Maria Marco -
Detrás de la política seguida por el Gobierno de Zapatero en estos dos años hay varias cosas. Una, la personalidad del protagonista, que por ahora parece un misterio y dentro de algunos años causará asombro, como lo causa la de otros caudillos de un pasado no muy lejano. La otra, la que nos interesa hoy, es la actitud y la mentalidad que sostienen esa acción política, la de los progresistas.
En primer lugar, y dado que el partido del caudillo no ha cambiado de nombre, está el socialismo. El socialismo de Zapatero tiene poco que ver con el imaginado por los fundadores en el siglo XIX español, y tampoco con lo que siguió luego. Nunca hubo gran dosis de utopía en aquellos socialistas, más sindicalistas que otra cosa. Eso sí, en lo que no creyeron nunca fue en la democracia.
Al principio desconfiaban de ella. Luego la concibieron como un instrumento al servicio de los intereses que decían representar. La democracia y el parlamentarismo nunca fueron para ellos valores absolutos, como no lo es la libertad que permiten. Eso es lo que el socialismo español de hoy conserva de sus antecesores.
Con el tiempo perdió cualquier radicalismo y cualquier referencia al marxismo, siempre muy imprecisa. Conserva la idea de que las instituciones democráticas valen si sirven para la buena causa. La suya.
Una segunda característica de la mentalidad de quienes ocupan el Gobierno hoy en España es el "progresismo", en el sentido histórico del término; una desviación específica del liberalismo decimonónico hacia una forma de radicalismo ocurrida en torno a los años de transición revolucionaria entre la muerte de Fernando VII y la subida al trono de su hija, Isabel II.
Aquellos progresistas fracasaron en su intento de establecer un régimen propio, y a partir de ahí se atascan en una compulsión de repetición del pasado que deben reactualizar una y otra vez para hacer, por fin, la revolución que, según ellos, no les dejaron hacer.
Aquí encontramos el origen de otros dos componentes del socialismo actual: negar cualquier interés a todo lo que el progresismo considera de derechas, condenado como absolutamente reaccionario y deleznable; y, sobre eso, un elemento alucinatorio que niega el tiempo transcurrido y la realidad que ha ido surgiendo con él.
En el siglo XIX tenían que volver a hacer la revolución liberal, que estaba hecha, aunque no como ellos hubieran querido. Ahora tienen que ganar la guerra que perdieron y restaurar la República, en cuyo desastroso transcurso y final, ni que decir tiene, no tuvieron nunca la menor responsabilidad. El progresismo español es el adanismo perpetuo.
La tercera característica es la crítica radical contra España. El liberalismo y el conservadurismo español del siglo XIX son patriotas naturalmente, porque construyen la Nación y el Estado modernos. Los progresistas, desmarcados de ese proyecto, problematizan la idea de España, a la que identifican con uno de los llamados "obstáculos tradicionales" que les impiden llegar al poder y hacer de una vez "su" revolución. Así que empezarán a explorar el terreno del republicanismo (que aquí quiere decir, sobre todo, antiespañolismo) y el federalismo.
Identificarán la idea de España con un proyecto retrógrado, oscurantista, y acabarán pactando con los nacionalistas. Éstos los traicionan siempre, aunque no por eso los progresistas dejen de considerarlos sus aliados. La misma pulsión antiespañola, la misma vivencia antinatural y acomplejada de su propia nacionalidad tienen hoy los socialistas españoles encabezados por Rodríguez Zapatero.
Queda una última veta. Al principio fue una corriente muy minoritaria del progresismo primero. Derivó en una secta que incorporó elementos a medias místicos, a medias panteístas (es decir, que diluyen a Dios en la totalidad del mundo) procedentes de una oscura rama del idealismo alemán. Se llamó krausismo, por el nombre del personaje, bastante delirante, que lo inspiró, y combina elementos sumamente originales. Muchos de sus adeptos habían sido sacerdotes, y de hecho querían fundar una Iglesia nacional española. Pretendían hacer aquí la reforma que no se hizo ¡en el siglo XVI!
Los principios, en cambio, eran nuevos. Era una espiritualidad transida de laicismo militante. No sólo no reconocían valor a la autoridad de la Iglesia Católica. Tampoco aceptan el valor normativo de la moral cristiana y borran la diferencia entre el Bien y el Mal. Sustituyeron la moral y la ética por una estética ascética, al mismo tiempo moderna, en su tiempo, y postmoderna, en lo que tiene de completo relativismo. Por eso ha triunfado ahora, ya derrotado el ideario socialista.
Esta aspiración de armonía universal que quiso representar el krausismo permite entender muchas cosas: la amoralidad es decir, la corrupción en la gestión de la Institución Libre de Enseñanza, que fue la puesta en práctica de la escuela en la segunda mitad del siglo XIX, y ahora la exaltación de la palabra "paz", la clave de la política de Rodríguez Zapatero, desde la deserción en Irak hasta la rendición y el desmantelamiento de España y de la Constitución de 1978 en el altar del terrorismo nacionalista.
¡Ah, la paz, la armonía de los mundos, el diálogo de civilizaciones! Pero no hay que tomárselo a broma, ni desviar la mirada. Es un paso más en una demolición sistemática, dispuesta a llegar hasta el final.
Juan Ramón Rallo -
La responsabilidad de los africanos, y especialmente de sus políticos, es manifiesta. La ausencia de instituciones y el fomento de dictaduras anticapitalistas es la razón de fondo de la pobreza en África. Sin embargo, la inexistencia de dichas instituciones no significa que no puedan aparecer y formarse. La inversión occidental, por ejemplo, promovería el respeto por la propiedad privada, el esfuerzo individual y la iniciativa empresarial. Los africanos empezarían a imitar y copiar las provechosas conductas occidentales, aprendiendo a aumentar su propio bienestar sin atacar el de los demás.
El problema es que los africanos se han convertido en víctimas del proteccionismo occidental. En el primer artículo dijimos que el progreso económico necesitaba de libertad de movimientos de personas, mercancías y capitales, esto es, de globalización. Pues bien, a pesar de que la izquierda no deje de repetir lo contrario, la globalización se encuentra en un estadio extraordinariamente primitivo.
Los aranceles europeos y norteamericanos están matando a África (no en vano, en las pasadas elecciones europeas Coalición Liberal utilizó el contundente slogan de "La PAC mata"). No se trata, solamente, de que el proteccionismo impide a los africanos vender sus productos en los mercados occidentales a precios más elevados de los que podrían obtener en los mercados locales: el perjuicio de los aranceles va mucho más allá.
Dado que los empresarios occidentales saben que, en caso de trasladar sus plantas a África, no van a poder vender sus productos en Europa, los incentivos a la inversión occidental en África desaparecen. En otras palabras, si el empresario tiene la ventaja de producir barato en África y se ve constreñido a vender barato "en África", la razón para invertir en una zona inestable e insegura, con márgenes de beneficio similares a los occidentales, es escasa.
Así, las sociedades africanas no pueden recurrir al ahorro occidental para financiar sus estructuras de capital; al no existir libre comercio, la libertad de movimientos de capital se marchita.
Y sin ella difícilmente podrá África prosperar a corto plazo. Por un lado, porque las empresas occidentales no ejercerán su necesaria función de liderazgo, generando de manera espontánea las instituciones y comportamientos pautados previamente descritos. Por otro, porque sin el capital occidental, como ya dijimos, los africanos son incapaces de explotar su inmensa "riqueza natural". La izquierda puede frotarse las manos ante los sustanciosos recursos naturales africanos, pero sin el capital occidental son del todo accesorios e inútiles.
Pero, finalmente, y sobre todo, porque los africanos no tienen capacidad para acumular a corto plazo el ahorro necesario como para emprender inversiones en capital. Europa necesitó varios siglos para obtenerlo; a Asia, en cambio, le han bastado unas pocas décadas, gracias al excedente de ahorro occidental. África debería seguir el mismo camino, si los políticos, europeos y africanos, no distorsionaran la libertad empresarial.
Además, si recordamos las conclusiones del artículo anterior, no nos será difícil comprender algunas de las consecuencias de la política arancelaria. Dijimos que había dos opciones para conseguir aumentar el nivel de vida de los africanos: o bien los empresarios occidentales invertían en África, donde los salarios son bajos, para vender sus productos en Europa, o bien los africanos acuden allí donde los salarios son elevados.
Ante la imposibilidad de la primera opción, la segunda vía de escape aparece como el único camino. No es extraño, pues, que Europa, ante sus irresponsables aranceles, esté padeciendo enormes oleadas de inmigración. Si Mahoma no va a la montaña, la montaña va a Mahoma. Si el capital no puede acudir allí donde el salario es barato, el trabajo acudirá allí donde el salario es alto.
En el caso de que los políticos europeos quisieran realmente reducir la creciente inmigración que padece Europa, nada hay más urgente que eliminar los gravosos aranceles comunitarios. No ya sólo porque empobrezcan a los africanos, sino porque hacen lo propio con los consumidores europeos, forzados a pagar un precio superior al que hubieran desembolsado sin arancel.
Vemos, pues, cómo el ataque al libre comercio repercute necesariamente sobre el movimiento de capitales y la división social del trabajo. Ninguna restricción de las libertades es inocua, todas provocan una serie de acontecimientos sociales, a cada cual más nocivo: y es que los problemas de la inmigración en occidente se ven, a su vez, agravados por otra serie de políticas intervencionistas.
Para terminar con la pobreza y la inmigración descontrolada debemos reestablecer el libre comercio que caracterizó al siglo XIX, el de mayor expansión económica de la historia. Sólo así los empresarios occidentales decidirán invertir en África, facilitando la emergencia del respeto a la propiedad privada y de una clase empresarial nativa que liderará en el futuro el desarrollo de sus sociedades. El libre comercio, además, permitirá a los africanos acumular sus propios ahorros, lo que a su vez dará lugar a una clase capitalista africana.
Ninguna de estas propuestas ha sido planteada por el Live 8 y el G-8. En su lugar, hemos escuchado propuestas tan pintorescas como la Tasa Tobin, la condonación de la deuda externa, la escolarización obligatoria de la población y, sobre todo, la ayuda externa estatal a través del 07%. ¿Tienen estas propuestas algún viso de viabilidad o simplemente acrecentarán el problema original de la pobreza? (FIN)
Juan Ramón Rallo -
Analizamos detalladamente cuáles eran las causas de la riqueza. No ha habido sociedad en la historia de la humanidad que no se haya enriquecido siguiendo el camino trazado: división del trabajo y del conocimiento, intercambios voluntarios y acumulación de capital.
A su vez, perfilamos que la globalización abre las posibilidades. La división del trabajo ya no tiene que ajustarse a los estrechos límites de un país como España, sino que la especialización puede realizarse a nivel europeo, incluso mundial, aumentando su eficiencia. Cada individuo, en cualquier parte del mundo, puede producir, tras un análisis empresarial de las necesidades de los consumidores, aquello para lo que está más capacitado, sabiendo que podrá venderlo a las más lejanas sociedades. Por último, el capital puede invertirse por todo el orbe de una manera más adecuada en atención a su productividad y a los costes asociados.
En este sentido, por ejemplo, si una guerra devastara toda la riqueza alemana, la recuperación económica sería rápida. Los alemanes estarían forzados al principio a aceptar bajos salarios, ya que sus bienes de capital habrían desaparecido y, por tanto, su productividad sería baja (unos salarios más elevados que la productividad significarían que el empresario está pagando más de lo que espera obtener vendiendo el producto). Estos bajos salarios permitirían a los empresarios españoles producir en Alemania lo mismo que en España, pero a un menor coste. Es más, podrían producir en Alemania y seguir vendiendo la producción a sociedades ricas como España o Reino Unido.
Por tanto, la inversión extranjera en bienes de capital empezaría a reconstruir todo el equipo productivo alemán que había sido destruido con la guerra, y ello, a su vez, provocaría un incremento de los salarios. De esta manera, la situación de pobreza postbélica sería rápidamente revertida. Alemania volvería a ser una sociedad rica, gracias a la globalización. Algo similar, de hecho, ocurrió tras la II Guerra Mundial.
Con todo, muchos han sido los intentos por hacernos creer que el Plan Marshall salvó a Europa de la miseria. Hong Kong, por ejemplo, era por aquel entonces una ciudad paupérrima, y no recibió ningún tipo de Plan Marshall; hoy, gracias a sus libres mercados, interiores y exteriores, es la región más rica y libre del mundo. Fueron, pues, las inversiones empresariales las que reconstruyeron la riqueza Europea, no los planes de algunos políticos iluminados.
Ahora bien, si todo esto es así, ¿por qué África sigue siendo pobre?
Propiedad privada y estabilidad institucional
En el anterior artículo aseguramos que no puede haber riqueza sin propiedad privada. Si yo no soy propietario de una trozo tierra, no podré incorporarlo a mis planes como medio hacia mis fines y, por tanto, no podré considerarlo riqueza. La propiedad común hace imposible que el individuo satisfaga sus fines y, especialmente, dificulta la consecución de fines muy lejanos.
La ausencia de seguridad jurídica sobre la posibilidad de retener los bienes, así como sus rendimientos, crea un perverso incentivo cortoplacista a saquear las propiedades comunes. Lo que es del común es del ningún, reza el refranero español. En teoría económica, a este fenómeno se lo conoce como "Tragedia de los Comunes", expresión acuñada por Garrett Hardin.
La explicación no puede ser más simple. Sin seguridad jurídica yo no puedo incluir un bien en mis planes a largo plazo, pues ignoro si tal bien habrá sido ya usado por otra persona con anterioridad. Es más, en realidad sólo podré dar algún uso a ese bien si lo utilizo antes que los demás, si lo empleo para planes muy inmediatos (ya que, en caso contrario, serán otros quienes lo empleen). Así, se produce una carrera entre los potenciales usuarios para ver quién esquilma antes el bien, es decir, quién lo integra antes en sus planes.
El resultado es la progresiva degradación de la "riqueza natural", que no llegará a convertirse jamás en "riqueza humana". No sólo eso: nadie estará dispuesto a invertir en capital si no tiene la seguridad de que podrá rentabilizarlo.
En África la gran mayoría de las tierras son comunales. Nadie acepta sacrificar su riqueza presente en unas tierras cuyos rendimientos revertirán sobre otras personas que no han invertido. La tendencia, por tanto, es a limitar al máximo el esfuerzo laboral propio para consumir los bienes obtenidos por los compañeros de trabajo. Si el reparto de frutos no depende del esfuerzo individual sino del resultado común, ¿puede esperarse otra cosa que el parasitismo?
Pero esto, a su vez, incide sobre los otros dos medios a través de los que se genera la riqueza: la división del trabajo y la acumulación de capital.
Como hemos dicho, ningún africano emprenderá proyectos empresariales de muy lejano alcance por la enorme inseguridad jurídica que rodea la retención de los medios necesarios para acometerlos. La división del trabajo es un proyecto empresarial de largo alcance; aun en su forma más simple, cada persona deberá esperar a que otros adquieran sus productos para poder consumir aquello que realmente desea. Hay que producir, intercambiar lo producido por dinero y luego comprar el bien deseado.
Sin derechos de propiedad bien definidos, el individuo ignora si podrá completar el proceso: bien podría perder la propiedad de sus mercancías o la del dinero obtenido. Por ello, cada persona tratará de proveerse de aquello que necesita directamente; no pretenderá especializarse en satisfacer las necesidades ajenas. Retrocedemos, así, a una economía de subsistencia donde la división social del trabajo y del conocimiento ha desaparecido.
De la misma manera, la ausencia de instituciones estables que garanticen el derecho de propiedad (las frecuentes guerras civiles, las férreas dictaduras y las recurrentes expropiaciones nacionalizadoras) desalientan tanto a los propios africanos como a los occidentales de invertir allí su riqueza en forma de capital. Recordemos que la inversión en capital supone sacrificar riqueza presente para obtener una renta futura que compense el sacrificio actual. La ausencia de propiedad, pues, no sólo vuelve incierta la propiedad sobre ese conjunto de rentas futuras, sino sobre la inversión de capital que da lugar a las mismas.
Sin derechos de propiedad la riqueza se esfuma, la división de trabajo se resquebraja y el capital desaparece en cuanto a tal.
(continua.....
Fernando Díaz Villanueva -
Dos años después de la hambruna que costó la vida a más de medio millón de personas Mengistu se atrevía aun a dirigirse al mundo en estos términos al hablar de sus traslados de población: [...] (El campesino ha de) cambiar su vida y su pensamiento y abrir un nuevo capítulo en el establecimiento de una sociedad moderna en las zonas rurales y ayudar a la edificación del socialismo [...][5]. Sostenella y no enmendalla. La socialización continuó durante toda la década de los ochenta hasta el práctico colapso de la economía etíope. En 1987, apenas tres años después de la catástrofe humanitaria que conmocionó al planeta, se desencadenó una nueva hambruna que conforme a los pasos del ya conocido vals macabro fue primero ocultada y después aprovechada por el gobierno. De nuevo la ayuda internacional fue desviada hacia el ejército y la nomenclatura del partido. La trampa humanitaria volvía de nuevo a ponerse en marcha.....¡y a funcionar! Como galardón y justa recompensa la Federación Sindical Mundial, compuesta por sindicatos de toda Europa, otorgó a Mengistu en 1988 la medalla de oro de la Federación por [...] su contribución a la lucha por la paz y la seguridad de los pueblos [...][6] Occidente no sólo no aprendía sino que se regodeaba con fruición en el drama de los hambrientos etíopes.
El ocaso de su régimen, que languideció hasta 1991, va de la mano con la desintegración de la Unión Soviética. La llegada de Gorbachov y el rearme moral de occidente patrocinado desde la Casa Blanca hicieron que la URSS alejase sus miras del continente africano. Sin el apoyo gratuito de cubanos y soviéticos la guerra en Eritrea se reactivó. Todo el espacio ganado en la campaña genocida del 77 fue poco a poco perdiéndose entre la ineptitud de los mandos etíopes y el empuje de la guerrilla. En 1988 el renovado Frente Popular de Liberación de Eritrea se apoderó de la ciudad de Afabet y destruyó tres divisiones enteras del ejército de Mengistu. En 1990 lidiando ya con la subversión interna los rebeldes conquistaron el estratégico puerto de Masava. Al año siguiente la movilización fue completa, se cerraron los colegios e institutos para que hasta los niños acudiesen al frente a defender la causa de Mengistu. No funcionó. El país, tras 17 años de locura colectivista, estaba exhausto, famélico y arruinado. En febrero cayeron Gondar y Gojam las últimas ciudades eritreas en poder del gobierno y apenas cuatro meses después, el 28 de mayo, Mengistu asediado dentro y fuera de la capital puso tierra de por medio. Solicitó a su antiguo amigo Robert Mugabe asilo político y se exilió en Zimbabwe. Días después comenzó la ingente tarea de reconstrucción de Etiopía, 24 grupos étnicos y políticos se reunieron en Addis Abeba para constituir un primer gobierno provisional hasta la convocatoria de elecciones libres. El 28 de mayo, día de la huída de Mengistu, pasó a ser y sigue siendo la fiesta nacional de Etiopía.
En 1993 se reconoció la independencia de Eritrea, última nación africana en incorporarse a la comunidad internacional. En 1995 un tribunal de Addis Abeba abrió el proceso para juzgar el asesinato del Negus y los crímenes cometidos durante la época del llamado Terror Rojo (1977-1979). Mengistu refugiado en Harare fue juzgado in absentia y condenado a muerte. El gobierno etíope, presidido por Meles Zenawi, ha solicitado en varias ocasiones la extradición de Mengistu. El régimen de Mugabe la ha denegado repetidamente a pesar de la campaña que Amnistía Internacional ha llevado a cabo en los últimos diez años. Las cancillerías occidentales sin embargo se muestran atentas y obsequiosas a los requerimientos del presidente de la antigua Rodesia británica. El año pasado con motivo de la Cumbre de Johannesburgo Robert Mugabe se pavoneó orgulloso entre ONGs y gobiernos europeos enfermos de tercermundismo paleto. A nadie pareció importarle que Mugabe proteja y ampare a un genocida condenado por los mismos crímenes que los jerarcas nazis. Del mismo modo, y en esa misma ocasión, ni el Secretario General de la ONU Koffi Annan, ni Nelson Mandela ni el príncipe heredero de la corona holandesa pusieron pega alguna por compartir mesa y debate con un racista declarado cuyo programa máximo es limpiar de granjeros blancos las fértiles y productivas llanuras de Zimbabwe. Pero Mugabe no es el único apoyo con el que cuenta Mengistu, el tirano y genocida etíope tiene a día de hoy buenos y poderosos padrinos. En 1999 coincidiendo con una visita de Mengistu a su médico en Sudáfrica el gobierno de Addis Abeba requirió la captura y extradición del ex presidente etiope. Sudáfrica no lo hizo arguyendo que la solicitud les llegó por la tarde cuando Mengistu había abandonado el país a medio día. En una entrevista concedida hace cuatro años a la cadena británica BBC confesaba que los componentes del actual gobierno sudafricano son [...] sus camaradas de armas, sus amigos, sus colegas [...][7] y no se empachaba al afirmar que pretende volver a Etiopía a pesar de la condena capital que pende sobre su cabeza.
Hoy, con 66 años de edad Hailé Mengistu Mariam, el responsable directo de cientos de miles de muertos en su patria natal, el único Jefe de Estado vivo condenado por crímenes contra la humanidad, el presidente de Etiopía que más y mejor ha matado en su larga historia vive cómodamente en Harare, capital de Zimbabwe, protegido por el presidente Robert Mugabe. Su ostracismo voluntario está plagado de curiosas y nada edificantes anécdotas. En una reciente entrevista a la publicación africana Chewata el ex dictador etíope lamenta no continuar al frente del gobierno de su país natal, [...] si estuviese en el poder hoy día cada campesino etíope tendría un ordenador y su propio sitio web [...][8] afirma con un descaro lindante con el delirio. Pero las vivencias de Mengistu en Zimbabwe no se quedan en fantasiosas ensoñaciones carentes de sentido. A la pregunta del periodista sobre el asesinato de cinco de sus guardaespaldas el líder exiliado replicó sin pestañear:
- [...] he matado sólo a dos de ellos, los tres restantes escaparon y pidieron asilo en la embajada de los Estados Unidos en Harare. [...]
Dejando las alucinaciones propias del desarraigo y los crímenes propios del desequilibrio mental a un lado, Mengistu lleva una vida tranquila y relajada en Zimbabwe. En su tiempo libre, que es todo el día, se dedica a leer la Biblia, a escuchar música cristiana y a jugar con su hijo pequeño (¿arrepentido de su pasado?). En occidente, como siempre, nadie hace nada.
Fernando Díaz Villanueva -
Las relaciones de Etiopía con sus regiones han tomado las más de las veces un cariz de matrimonio a la fuerza que ha puesto en serio peligro la continuidad del cuerpo nacional. De todas ellas, la región que más trabajosamente ha luchado por su soberanía es Eritrea. Situada al noreste del Macizo Etiópico, fue durante años la única salida al mar de Etiopía. El puerto de Masava es el único con capacidad para buques de gran calado en miles de kilómetros de costa y ha sido tradicionalmente uno de los puertos más activos de las desérticas riberas del mar Rojo. Eritrea además posee bajo su subsuelo materias primas con las que no cuenta Etiopía de la que está separada por una cordillera montañosa difícil de franquear. De hecho, cuando se construyó el ferrocarril de Addis Abeba al mar, se eligió como puerto de contacto el de Djibuti y no el de Masava por las dificultades que entrañaba tender la vía férrea a través de los indómitos montes de Denakil. Por si la geografía no se hubiese empeñado bastante en separar ambos pueblos la historia ha trazado cursos diferentes para eritreos y etíopes. En la época colonial Eritrea estuvo bajo soberanía italiana mientras que Etiopía se mantuvo independiente, tras el breve lapso que supuso la invasión fascista de Abisinia y la guerra mundial Eritrea quedó tutelada por Naciones Unidas que en 1950 cedieron a Etiopía la administración de la región a condición de que se articulase un estatuto especial que reconociese la particularidad de Eritrea. La Etiopía del Negus no estaba muy dispuesta a hacer concesiones máxime cuando otras zonas del país como Ogadén o el Tigré podían levantarse y pedir el mismo trato que sus compatriotas septentrionales. La idea de una Etiopía centralizada en torno a la etnia Amhara, a la que pertenecía el Negus y el propio Mengistu, ha sido tan poderosa y a la vez tan negativa para la causa pan etíope que muchos de los problemas que los gobiernos de Addis Abeba hubieron de enfrentar en la pasada centuria pasaban por la espinosa trama periférica.
Ya hemos visto anteriormente como en la constitución de primer Derg, del formado tras la caída del monarca, las sensibilidades regionales estaban representadas por el general Aman. Asesinado éste y con Mengistu enrocado en la idea de la Gran Etiopía Amharica no podía darse más que una reedición corregida y aumentada de la vieja cuestión de Eritrea, su autonomía y el lugar que en la Revolución recién inaugurada le tocaba ocupar.
A diferencia de la Etiopía central donde el cristianismo copto es mayoritario, en Eritrea el Islam cuenta con infinidad de devotos. En los años 70 esta baqueteada comunidad a falta del integrismo que cristalizaría una década después derivó en una suerte de socialismo árabe de corte guerrillero inspirado en los ideas que triunfaban entonces en los países más avanzados de oriente medio. Mengistu desoyó las demandas de autonomía de los eritreos musulmanes, que ya estaban en pie de guerra desde tiempos del Negus, arguyendo ante la comunidad socialista internacional que lo de Eritrea era un caso más de secesionismo ilegítimo. El bloque soviético venía apoyando a las guerrillas eritreas, tanto las islámicas como las cristianas, desde hacía años con objeto de debilitar la posición americana en el mar Rojo. En el verano de 1977 con la guerra del Ogadén en marcha Mengistu consideró que la ingente ayuda que acababa de recibir por parte de la URSS y Cuba podía volverse, una vez extinguido el conflicto somalí, contra los eritreos. Una oportunidad de oro de zanjar una cuestión histórica desatando una guerra sin cuartel que convenciese a los rebeldes de una vez por todas de la inconveniencia de su lucha armada. Y casi lo consigue. La ofensiva, que dio comienzo en 1977, dejó la región convertida en un erial, en un inmenso estercolero plagado de fosas comunes. Para ello Mengistu contó, una vez más, con la inestimable colaboración de sus nuevos amigos de La Habana y Moscú. Fidel Castro que no mucho tiempo antes había mostrado abiertamente su simpatía por el Frente de Liberación de Eritrea cambió vergonzosamente de bando y en una repulsiva maniobra de prestidigitación política se hizo portavoz de la sagrada unidad de Etiopía. Como en el caso de los desdichados guerrilleros somalíes del Ogadén la Idea Socialista, así con mayúsculas, se imponía a las personas, a los pueblos y a la palabra dada. El apoyo cubano se cifró en más de 6.000 soldados bien entrenados, carros blindados y cazas Mig 21. Y lo peor es que ni Castro ni la prensa cubana se esforzaron en ocultar la intervención. En un ejemplar del diario Granma de abril de 1978 podía leerse: [...] El personal militar cubano estará en Etiopía el tiempo que acuerden los gobiernos de Etiopía y Cuba para apoyar al pueblo etíope contra cualquier agresión [...][3].....¡Y eran los propios etíopes los que estaban agrediendo a sus vecinos! Semejante afirmación no se debía a la pluma de un editorialista avieso, sino que se correspondía con la trascripción literal de un discurso del Comandante en Jefe. Los soviéticos no se quedaron a la zaga. Instalaron bases de apoyo para su flota en el pequeño archipiélago que se levanta frente a las costas de Eritrea y prestaron apoyo logístico y humano al ejército de Mengistu. La suerte de Eritrea estaba echada pero a diferencia de la campaña del Ogadén el combinado etiope-cubano-soviético hubo de hacer frente a guerrillas de organización caótica dispuestas en pequeños y ágiles cuerpos de combate que conocían a la perfección cada palmo de tierra, cada risco y cada cueva. Soviéticos y cubanos no escatimaron fuerzas para rendir a los indómitos guerrilleros eritreos. Hicieron uso sistemático del arsenal químico más sofisticado de la época. Bombardeos con NAPALM, gaseado de la población civil en las aldeas con agente nervioso y empleo de defoliantes. Ante semejante alarde militar causa estupor ver hoy, en 2003, como Fidel Castro enarbola la bandera de la paz y la saca a pasear por el malecón de La Habana mientras se desgañita gritando ¡No a la guerra imperialista! El ejército de Mengistu, más berroqueño en sus métodos pero no menos letal, sembró de minas gran parte del país y recurrió a rutinas militares tristemente habituales en el continente africano. Con objeto de debilitar a las guerrillas atacando la base civil movilizó a la fuerza grandes contingentes de población rural que desarraigados y abandonados en mitad de la nada perecían irremediablemente de hambre. La tropa enviada desde Addis Abeba, que llegó a contar con 120.000 efectivos armados, se especializó en el pillaje, saqueo y desmoralización de la población civil. Desde los aviones de combate los diestros pilotos cubanos disparaban a los camellos, base de la economía agraria de gran parte de Eritrea, mientras los soldados del gobierno entraban a saco en las aldeas fusilando a los hombres y violando a las mujeres. La barbarie absoluta patrocinada y subvencionada desde La Habana y Moscú. Y lo que es peor, la barbarie absoluta tolerada desde las cancillerías occidentales.
A pesar de la potencia de fuego desplegada por el eje URSS-Cuba y del compromiso asesino de Mengistu no se consiguió ni conquistar ni pacificar Eritrea. La batalla presentada a guerrillas autónomas desde un ejército regular es batalla perdida. Y más cuando las prácticas de la tropa regular pasan por la violación, la masacre y el asesinato sistemático. El miedo a ser capturado, a caer en manos de los invasores es un poderoso acicate a resistir hasta la muerte si es preciso. Los soviéticos lo experimentarían con más rudeza aun en Afganistán, los cubanos en el Congo pero no hay peor sordo que el que no quiere oír, y el empecinamiento socialista en imponer su maquinaria militar sobre desorganizados cuerpos expedicionarios fue un ejemplo de contumacia suicida, de desprecio por la vida propia y ajena cuyo balance final está aun por determinar.
La Gran Hambruna
Se ha dicho con evidente falta de información o con insolente desprecio de la Historia que el gobierno de Mengistu fue en realidad un remedo moderno del gobierno despótico del Negus, un apaño neofeudal travestido de socialismo a la africana. Ni una cosa ni la otra. Cierto es que Mengistu carecía de formación marxista. Cierto es que llegó a recibir cursos en la base norteamericana de Fort Leavenworth en su época de estudiante en la Academia Militar de Haletta. Pero por sus hechos los conoceréis dice la Biblia y en el caso de Mengistu nunca mejor traída la cita. Si bien no podemos atribuir sus primeras purgas en el Derg a la ortodoxia socialista si es estrictamente histórico que tanto personalmente como la deriva que imprimió a su régimen fue indiscutiblemente de corte marxista.
Ya antes de liquidar la disidencia de izquierdas representada en el PRPE y el MEISON Mengistu procedió a una socialización forzosa de la economía etiope. Apenas cuatro meses después del destronamiento del Negus el Derg dirigido con mano de hierro por Mengistu nacionalizó la banca y los seguros. Poco después arremetió contra la propiedad. Prohibió por ley la posesión de tierras y limitó a un bien por familia la propiedad inmobiliaria. Cualquier ciudadano que poseía, ya fuese por herencia, ya por adquisición, más de un inmueble fue automáticamente expropiado por el Estado. Todo esto se decretó en 1975, justo antes de la feroz campaña de represión política y de las guerras del Ogadén y Eritrea. Muestra inequívoca de que a la supresión de la libertad económica le sucede irremediablemente la política. Conflictos armados aparte, la descomposición de la sociedad rural etiope, sostén por otro lado de la economía nacional, tiene su origen aquí, en los decretos del 75. El tradicional reparto de la tierra en Etiopía se organizaba alrededor de dos regímenes de tenencia. El Rist centrado en torno a los clanes familiares y el Gult, tierras de concesión estatal, es decir, imperial. El Rist formaba la columna vertebral del campo etiope, constituía el núcleo esencial de la sociedad rural regulada alrededor de la familia. La proscripción de la propiedad rústica dejó a esta masa inmensa de campesinos al albur de las decisiones gubernamentales. Peor aun fue la expropiación de las tierras regidas por el Gult. Millones de campesinos y sus numerosas familias pasaron a depender del estado que, al menos oficialmente, se hacía cargo de los latifundios antes regidos por terratenientes. La nacionalización del Gult provocó un colosal éxodo de hambrientos desposeídos de lo único que tenían, su fuerza de trabajo. Tras los conflictos regionales y el consabido compromiso cubano-soviético con el régimen de Mengistu ciertos cerebros privilegiados de la planificación socialista asesoraron al gobierno de Addis Abeba para implantar las Granjas Estatales al modo soviético.
El compromiso de Mengistu era sin lugar a dudas convertir Etiopía en una República Popular. Desconocemos si por estar plenamente convencido de ello, de las bondades que un régimen comunista deparaba a las naciones que lo adoptasen o por pura oportunidad política. De lo que no cabe duda es que estando del lado de la URSS podía cometer tantos atropellos como quisiese y además resolver los problemas exteriores que venían afligiendo a Etiopía. Instalarse en el socialismo ha quedado demostrado tras ochenta años de utopía sangrienta que es instalarse en la irresponsabilidad. Y a ello se aplicó Mengistu con todas sus fuerzas. Dio un nuevo giro de tuerca promoviendo la fundación del Partido de los Trabajadores de Etiopía, el PTE, que a modo del PCUS sería la organización rectora de la vida y de la política etíope. El desbarajuste rural estaba ya a principios de los ochenta creando más problemas que, incluso, los inoperantes guerrilleros del sur del país. Se imponía pues un tour de force. La nueva Etiopía exigía una población ciegamente fiel a los dictados del Partido, es decir, de su máximo líder y guía de la nación. La orografía etíope es, como ya he apuntado, compleja y harto ingobernable si se pretende hacer a la fuerza por lo que Mengistu adoptó una insólita política de traslado masivo y forzoso de población. La idea era llevar campesinos de unas regiones a otras, de lugares donde el brazo armado del Partido no llegaba a otras más fácilmente controlables. Del norte al sur. De las resecas tierras bajas colindantes con el Sahara sudanés al vergel ecuatorial de la Etiopía meridional. Maliciosamente bautizó la campaña de reasentamiento forzoso con el nombre de Bego Teseno (Coerción por el bien del prójimo) y sin saber todavía hoy quien era el prójimo al que beneficiaba semejante medida lo que provocó el traslado masivo de cientos de miles de personas fue el agravamiento de la sequía que dio comienzo en 1982. Las sequías en Etiopía, como en España, son cíclicas. De un modo u otro la población, especialmente la del norte del país, ha aprendido a vivir con ellas y organizarse para pasar la calamidad lo mejor posible. La de 1982 sorprendió a Etiopía en plena labor de ingeniería social cuyos efectos, los de la sequía y los de la ingeniería, fueron desoladores.
La población campesina estaba fuertemente depauperada por las nacionalizaciones del año 75. Muchos habían dejado sus aldeas en busca de trabajo. Otros, los más afortunados, explotando pequeñas parcelas que apenas daban para vivir se veían en la obligación de pagar fuertes sumas de impuestos al gobierno. Para más INRI la economía estaba ya en 1980 completamente socializada por lo que el Estado se transformó en el único demandante de los excedentes agrícolas. Los precios eran fijados desde un gabinete ministerial y, por supuesto, no se correspondían con los de mercado. El sufrido campesino pagaba más por la semillas en el mercado negro de lo que recibía del Estado por el producto final. Muchas familias campesinas hubieron de vender su magro patrimonio, que las más de la veces se limitaba a una choza, dos corderos y una vaca esquelética víctima del agostamiento de los campos, para hacer frente al ávido afán recaudador del gobierno. Las Granjas Estatales, a las que ya hice referencia, fracasaron casi desde el primer día. A su mala gestión interna se sumó el hecho de que muchos etíopes, en especial de etnias conflictivas como los Oromo, fueron forzados a trabajar en ellas en condiciones que podríamos calificar sin temor a equivocarnos de esclavitud.
La llegada de la sequía trastocó el panorama pero no a mejor como pudiera suponerse sino a peor. Mengistu, sentado en su poltrona dorada de Addis Abeba o quizá volando rumbo a Cuba en uno de sus viajes de vasallaje al tirano de La Habana, concibió un plan alternativo. ¿Para que avergonzarse y ocultar la tragedia que padecía su pueblo cuando podía aprovecharla en beneficio propio? A fin de cuentas el mismo Lenin, el padre de todas las revoluciones, había organizado La Gran Carestía en 1921 y buenos réditos obtuvo con ella. El hambre es, como muy ajustadamente apuntó Jean François Revel, el capital más precioso del socialismo[4]. En el otoño de 1984 cuando los efectos de la sequía combinados con los traslados de población alcanzaban su punto álgido de desesperación y muerte la noticia saltó a occidente. Los medios de comunicación apuntaban machaconamente que la hambruna había sido provocada por una inoportuna sequía combinada con la caída del precio del café en los mercados internacionales. Una vez más el pobre campesino cafetero arruinado por la voracidad y la ceguera asesina de los mercados. Durante días los informativos bombardearon a la opinión pública occidental con imágenes que escandalizaban por su crudeza. Niños literalmente muertos de hambre devorados por los mosquitos, mujeres con los pechos secos intentando en vano alimentar a su bebé muerto, pilas de cadáveres hacinadas en medio de ningún sitio.... Demasiado para la sobremesa. Diez años después de la Revolución Socialista en Etiopía los resultados de la misma se mostraban a un mundo incrédulo con toda la severidad debida a semejante acontecimiento. El Aniversario fue celebrado con pompa por Mengistu y la plana mayor del Partido en Addis Abeba días antes de la emisión de las imágenes. Oropeles, carros de combate, cazas rusos pilotados por cubanos surcando el cielo, embajadas de todo el Pacto de Varsovia y música, mucha música marcial mientras medio país moría de hambre achicharrado en mitad del desierto La reacción occidental fue inmediata. ONGs, gobiernos, parroquias de barrio y asociaciones de vecinos se volcaron con el drama etíope. Hasta las estrellas de la canción entonaron para el mundo entero su conocido y architarareado We are the world, we are the children.
Cuando en Etiopía se masacró a la oposición en una purga digna de los mejores tiempos del estalinismo nadie hizo nada. Cuando los somalíes de Ogadén capitularon ante la maquinaria bélica cubano-soviética nadie hizo nada. Cuando Eritrea fue masacrada de modo inmisericorde por tropas del gobierno apoyadas por La Habana y Moscú nadie hizo nada. Cuando se comenzó a movilizar forzosamente a la población con objeto de controlarla mejor nadie hizo nada. Cuando se concentró la producción agrícola en Granjas estatales que se valían de mano de obra esclava nadie hizo nada. En 1984 cuando se recogió la cosecha de diez largos años de despropósito, guerra y experimento socialista, occidente al fin hizo algo. Regaló dinero, alimentos y medicinas al causante de todos los males. ¿Cómo premio quizá? El hecho es que millones de dólares en ayuda humanitaria volaron de las bondadosas manos de otros tantos millones de occidentales a las de Mengistu que lo recibió como un agasajo, una donación desinteresada a la que no tardó en dar un nefasto uso. Organizaciones internacionales como Médicos sin Fronteras que no se tragaron el bulo y decidieron no ir a Etiopía fueron declaradas non gratas por el gobierno de Mengistu y vituperadas sin medida en occidente. La administración Reagan que clamó en el desierto al considerar la petición de ayuda cursada por el gobierno etíope como un ardid para captar fondos fue tachada de capitalista infame, de reaccionaria y de enemiga de la humanidad. Vivir para ver y sobrevivir para recordar.
La enseñanza que el mundo entero, en especial los países africanos, obtuvo tras el episodio etíope fue triste. A partir de entonces muchos son los gobiernos africanos que, a imagen y semejanza del de Mengistu, utilizan las desgracias de su pueblo en beneficio propio.
(continua....
Fernando Díaz Villanueva -
Etiopía poseía, como casi cualquier país africano de la época, una escasa pero muy politizada minoría intelectual. Antiguos estudiantes de las universidades europeas que habían degustado en primera persona las bondades de mayo del 68 retornaban a su patria con la idea fija de convertir las recién independizadas naciones africanas en modelos a imitar, en probetas del nuevo socialismo tercermundista que hacía las delicias de los dirigentes del Kremlin. En un mundo fuertemente polarizado como el de los años 70 la Unión Soviética vivía en un continuo estado de preparación para la guerra, guerra por otra parte que el consejo de ancianos tullidos que acaudillaba con mano férrea el Politburó del PCUS veía inminente. La obsesión de que en cualquier momento podían desencadenarse hostilidades entre los Estados Unidos y el bloque soviético llevó a los responsables de éste último a perseguir por todo el planeta bases que asegurasen suministros y puntos de apoyo para un conflicto que, a pesar del arma atómica, los soviéticos consideraban que iba a ser largo. África, y en particular el cuerno del continente, no fue una excepción. Ya en tiempos del Negus esa mermada intelectualidad a la que habían sorbido el seso en la Sorbona constituía a su antojo partidos y agrupaciones de aire comunista y revolucionario travestidos, como no, de movimientos de liberación. En Etiopía antes de la ascensión al poder del Derg y de su más conspicuo hijo ya se habían formado dos partidos de corte marxista; el PRPE (Partido Revolucionario del Pueblo Etíope) y el MEISON (Movimiento Socialista Panetíope). Ambos comulgaban de pleno con la ideario moscovita pero les separaba su visión de lo que habría de ser la Etiopía liberada del yugo capitalista. El PRPE optaba por la federación con Eritrea donde luchaban por la independencia sus hermanos del Frente de Liberación cuyos gastos eran gustosamente sufragados por la URSS y por China. El MEISON se caracterizaba por un talante más centralizador. Etiopía era una y debía seguir siéndolo. Los del Frente de Liberación de Eritrea ya podían ir preparándose y abjurando de su secesionismo porque de hacerse la revolución ésta vendría de Addis Abeba y sería administrada por el poder central. Mengistu, el nuevo hombre fuerte de la comisión gubernamental no podía consentir que unos advenedizos que además estaban reñidos le hiciesen sombra, de modo que sin despeinarse liquidó ambos partidos por la vía más directa y expeditiva; asesinando a sus afiliados y simpatizantes. Primero le tocó el turno al PRPE. Mengistu clamó públicamente contra los enemigos de la revolución y dio paso a una purga salvaje. Con la colaboración del MEISON que organizó milicias armadas por el Derg se clausuraron las universidades y se dio caza, captura, tortura y muerte a todo disidente catalogado como tal por el gobierno o por el Movimiento Panetíope.
Pero como los revolucionarios rara vez aprenden Historia y desconocen por tanto que al modo de Robespierre o Trotski la revolución devora a sus propios hijos, fue el MEISON el siguiente objetivo de la ira de Mengistu. Comenzó ajusticiando a Atnafú Abate, antiguo correligionario suyo y participante entusiasta en la limpieza del PRPE, para continuar con la persecución sistemática y asesinato de los partidarios y adictos al MEISON. Esta vez, y a falta de las voluntariosas milicias panetíopes, Mengistu se valió se unos escuadrones de la muerte creados al efecto y que dependían directamente de la Seguridad del estado, es decir, de él. En ambas purgas nadie estaba a salvo. La arbitrariedad con la que el poder levantaba el dedo acusador se extendía a todas las capas sociales y sensibilidades políticas. Como en todas las revoluciones liberadoras que en el mundo han sido el simple calificativo de reaccionario, contrarrevolucionario o, simplemente, antipueblo (sic) bastaba para que la cabeza del acusado rodase irremisiblemente por el suelo ensangrentado por anteriores ejecuciones sumarias. La situación llegó a mediados de 1977, tres años después de la subida al poder del Derg, a tal degradación que hasta las ONGs se echaban las manos a la cabeza. El secretario mundial de Save the Children clamaba en vano desde Addis Abeba que [...] han sido asesinados un millar de niños y sus cuerpos yacen en las calles presa de las hienas errantes. [...] Pueden verse los cuerpos amontonados de niños asesinados [...] en el arcén de la carretera de salida de Addis Abeba.[...][1]
Junto al terror generalizado en la calle y desatado sin consideración primero por las milicias panetíopes y después por los escuadrones gubernamentales, Mengistu llevó a cabo una concienzuda limpieza dentro del Derg. Los fusilamientos de miembros de la más alta magistratura del estado habían dado comienzo casi con el nacimiento del nuevo régimen. Mengistu no consentía disidencia y mucho menos la proveniente de los círculos de poder. Como ya apunté anteriormente, Aman Andom, el hombre fuerte del golpe que derrocó al Negus, fue liquidado a poco de iniciar su andadura al frente de la junta militar. Conforme fue derivando el régimen hacia el absurdo de la tiranía genocida, las purgas dentro del Derg y de la clase política etíope aumentaron de intensidad. El propio Negus Hailé Selassie fue estrangulado a manos de Mengistu en 1975 con un cordón de nylon que se haría tristemente famoso. El verdugo se situaba a la espalda y tirando con fuerza en sentido opuesto de los cabos del cordón rompía la tráquea al reo que fenecía en la peor de las asfixias. Liberales, tradicionalistas del régimen anterior, líderes del cristianismo copto o ex camaradas revolucionarios....., muchas fueron las personalidades que sucumbieron a la llamada Pajarita de Mengistu. Otros eran brutalmente torturados hasta la muerte y tras ello expuestos como guiñapos humanos en las calles de Addis Abeba para edificación y aleccionamiento del paseante. Los servicios secretos del bloque socialista contribuyeron de manera decisiva a las purgas. Si algún destacado disidente era localizado en Moscú, en Berlín o en Varsovia, la KGB o la Stasi se encargaban de relajarlo a la justicia etíope.
Teferi Bante, que a principios de 1977 era la única cortapisa al poder omnímodo de Mengistu, cayó fruto de una conspiración junto al resto de sus fieles que fueron ametrallados a la entrada del Palacio Real. El asesinato del general Bante supuso el punto de inflexión a partir del cual el régimen de Mengistu se hizo incontestable en el interior del país. Fue también el momento en que Mengistu se abrió al mundo y sovietizó Etiopía de modo irremediable.
El Cuerno de África
La naciones que ocupan la parte centro oriental del continente africano han sido conocidas tradicionalmente como el Cuerno de África. Ya sea por un capricho de la geografía que ha dotado a la costa africana de esa protuberancia en forma de cuerno, ya sea por el valle tectónico que la atraviesa de norte a sur, el hecho es que el devenir histórico de naciones dispares como Etiopía, Somalia, Djibuti y Eritrea ha estado secularmente entrelazado. En tiempos de la colonia, a finales del siglo XIX, ingleses e italianos se disputaban la zona. Los británicos por asegurar la vía comercial que comunicaba la India con la metrópoli a través del Canal de Suez, y los italianos por llegar tarde al reparto y tener una colonia que echarse al regato por muy reseca e improductiva que ésta fuese. Tras varios acuerdos las dos potencias dibujaron el mapa dividiendo Somalia y adjudicando el control de Eritrea al gobierno de Roma. Asmara, la capital de esta desértica comarca costera del mar Rojo sigue hoy teniendo cierto encanto italiano en lo que queda de su barrio colonial. Etiopía quedaba al margen y bien custodiada por su emperador Menelik, fundador de Addis Abeba y garante de la independencia etíope. En cierto modo podría explicarse el hecho de la no colonización de Etiopía en tanto que la monarquía de Menelik como una parte importante de la población era cristiana desde tiempos inmemoriales. No había pues labor civilizadora alguna entre manos. Aun así los italianos no desestimaron nunca la posibilidad de anexionar a sus dominios eritreos el resto del reino. Lo intentaron en 1896 y la jugada les salió mal. El ejército de Menelik armado por el zar de Rusia aplicó un severo correctivo a los italianos en la batalla de Adua. Cuarenta años más tarde y con Mussolini como padre de la nueva Italia fascista Etiopía se rindió. Hubo de ser liberada por los británicos unos años más tarde y entregada de nuevo al emperador Hailé Selassie.
La moderna Etiopía nacida de la 2ª guerra mundial seguía constituyendo sin embargo un enclave estratégico de primer orden. La obsesión soviética por contrarrestar la influencia americana en el Índico llevó al Kremlin a orquestar una estudiada estrategia de agitación en los países del Cuerno de África. Se hizo primero con Somalia donde gracias a un golpe de estado gobernaba Siad Barre, militar de tendencia izquierdista formado en tiempos de la colonia italiana. Las ambiciones de Barre pasaban por recuperar la comarca del Ogadén que, a pesar de estar poblada por una mayoría somalí, pertenecía al reino etiope. Moscú encontró en Barre el perfecto cliente para su política de intervención en esa zona tan delicada. Junto a Yemen, que está en la península arábiga, el norte de la costa de Somalia controla el estrecho de Bab el Mandeb, paso obligado de la flota internacional de petroleros que abastecen al mercado europeo en su viaje desde los yacimientos del golfo Pérsico. En caso de dificultades, la Unión Soviética podía siempre echar mano de un aliado fiel para cortar el grifo de oro negro a la sedienta Europa Occidental. Además, y por si fuera poco lo anterior, las costas somalíes están en un punto idóneo del arco que forma el Océano Índico. Si se produjese un conflicto tener bases de aprovisionamiento en Somalia facilitaba mucho el trasiego de la flota del mar Negro desde su base hasta el hipotético teatro de operaciones. Los soviéticos ciertamente se esmeraron. Llenaron la costa de Somalia de instalaciones militares. En los mejores momentos la URSS llegó a disponer de una base naval y otra de submarinos en el puerto de Berbera, varias plataformas para el lanzamiento de mísiles y una base aérea con cobertura a aeronaves militares de largo alcance. A cambio de todas estas prerrogativas y privilegios el gobierno somalí solicitó al Kremlin armas, apoyo logístico y entrenamiento de tropas especializadas para el frente abierto en el Ogadén contra el Negus, que aparte de tratarse un monarca decadente y caduco era el aliado de los Estados Unidos en la zona. Los soviéticos no dudaron y junto con cubanos y germano orientales dispusieron un contingente de expertos al servicio de Siad Barre y su peculiar idea de la conquista del Ogadén.
La llegada de Mengistu a la escena política en 1974 y su posterior afianzamiento en el poder a inicios de 1977 puso en un brete la estrategia cubano soviética en la zona. Somalia era importante, pero Etiopía lo era más. Puestos a construir un bloque de influencia soviética en la entrada del mar Rojo mejor era centrarlo en torno al país tradicionalmente hegemónico, al corazón político y económico de la región. Mengistu, que había llevado a cabo una cruenta pero eficiente tarea de concentración personal del poder buscaba un aliado que perpetuase su despótico gobierno. Tras varios contactos con Moscú, viaje de cortesía al Kremlin incluido, y con el propio Castro, al que recibió en Addis Abeba como a un faraón del antiguo Egipto, soviéticos y cubanos tomaron su decisión irrevocable. En Marzo de 1977 recibió Mengistu el primer envío de carros soviéticos. Acto seguido el líder cubano realizó una tournée diplomática por países africanos de la órbita moscovita. Se detuvo primero en Argelia, de ahí saltó a Trípoli donde se reunió con Muamar el Gadaffi. Días después, y tras cancelar la visita prevista a Bagdad, Castro se entrevistó con Fattah Ismail, presidente del Yemen y hombre de Moscú al sur de la península arábiga. Dejó Aden, capital del Yemen, apenas una semana más tarde para verse en persona con Mengistu en Addis Abeba. ¿Para qué tanto ajetreo? La maniobra de araña que llevó a cabo en persona el Comandante en Jefe en aquella primavera, tenía como único fin preparar el terreno para la ya inevitable traición a Siad Barre. Pero Barre aun concebía una vaga ilusión de contar con su aliado habanero. Castro se encargó, una vez más en persona, de defraudar la esperanza del atribulado dirigente somalí. Se desplazó desde Etiopía hasta Mogadiscio para dar el aviso a su antiguo patrocinado. Barre no dio crédito a la desfachatez y felonía cubanas. Pero no había vuelta atrás, el mismo Castro se encargó de recordárselo en términos que no dejaban lugar a dudas:
- [...] no hay nada que discutir, todo ha sido decidido en Moscú y lo que Moscú decide debe hacerse [...][2]
Valga recordar que en aquellos años el régimen cubano se erigió como representante y valedor de la Conferencia de los No Alineados. ¡Valiente defensa de la no alineación que hacía Castro haciendo de grabadora de Moscú! Tanto cubanos como soviéticos se deshacían en elogios a la labor de transformación que Mengistu estaba llevando a cabo en la nueva Etiopía nacida de las cenizas del Imperio. Pero en la tarta del Cuerno de África sólo había espacio para un comensal. O Mogadiscio y las bases navales o Addis Abeba y el control efectivo de la región. Siad Barre las vio venir y cortó amarras con la URSS y Cuba en espera que ese gesto fuese bien considerado en occidente. Craso error. En Europa nadie estaba dispuesto a jugársela por un pedazo de desierto por muy cardinal que fuese para sus intereses petrolíferos. En América la administración Carter hizo mutis por el foro. El timorato presidente de los Estados Unidos empeñado en negociarlo todo propuso una conferencia multilateral para resolver pacíficamente el problema. En Moscú no eran tan bienintencionados. Mengistu era su hombre y apostaron fuerte por él. A cambio el líder etiope hizo los deberes y se aproximó a los deseos de su nuevo amo. Hasta mostró su firme compromiso de convertir Etiopía en una República Popular con todas las de la ley, con partido único sometido a los dictados del gobierno soviético.
Tras una resistencia numantina de los somalíes en el Ogadén desde mediados de 1977. Mengistu tomó la iniciativa. Su buena gestión internacional complementada con su mejor hacer en casa le habían granjeado un apoyo sin precedentes en comparación con otros conflictos africanos de la época. Acompañando al ejército regular etíope entrenado deprisa y corriendo por especialistas cubanos, se alineó un contingente compuesto por 30.000 cubanos enviados desde Angola o recién reclutados en la isla, 4.000 soviéticos y 2.000 búlgaros, húngaros y alemanes del este. Para hacer efectiva la victoria los soviéticos desplazaron hasta el frente carros blindados, cazas Mig-21 y artillería de largo alcance. Hasta un satélite se envió al espacio con el fin de cubrir la operación desde más allá de la atmósfera. Como curiosidad morbosa el militar al mando del numeroso contingente expedicionario cubano fue el general Arnaldo Ochoa, un hijo más del Saturno revolucionario que terminaría con el tiempo siendo devorado por su padre. La guerra del Ogadén fue en extremo sangrienta. Las contiendas del África postcolonial no se han caracterizado desde luego por hacer prisioneros ni por el trato a la población civil víctima de la guerra, pero en el Ogadén se combinaron las mortíferas e inmisericordes artes bélicas africanas con la tecnología soviética del momento. Los bombardeos cubano soviéticos sobre las ciudades del norte de Somalia provocaron el exilio masivo de aproximadamente un millón de personas. Al drama humano de la absurda guerra del Ogadén habría que sumarle los miles de muertos en el campo de batalla. El ejército somalí estaba bien entrenado y armado fruto de los años de colaboración ciega con la URSS. Los somalíes además defendían una comarca que consideraban parte irrenunciable de la Gran Somalia por lo que la entrega de los soldados de Mogadiscio fue en algunos casos ejemplar y siempre suicida. Al final el desatino de la guerra y de los cálculos soviéticos se hizo más patente. Siad Barre no cayó tal y como había previsto la inteligentsia moscovita. Fue un inútil desperdicio de vidas y de recursos para dejar el mapa del Cuerno de África casi como estaba. El único vencedor de la contienda fue Mengistu y su delirio. Ocupó el Ogadén, terminó de consolidarse en el poder y obtuvo una ventaja comparativa sobre otras potencias de la zona que bien explican lo que vendría después.
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Fernando Díaz Villanueva -
Introducción
Uno de los lugares comunes, habituales y más trillados por los que transita la opinión pública mundial es aquel que identifica el subdesarrollo del Tercer Mundo con la imposición, a la fuerza, del capitalismo al modo y manera de occidente. Tanto ha calado la idea que no es sorprendente encontrar de continuo gente corriente y sesudos analistas que achacan al libre mercado la ruina, el hambre y todas las calamidades que padecen los países de Asia, Sudamérica y especialmente de África. Los casos asiático y americano, con Corea del Norte y Cuba como punta de lanza, parece que van poco a poco desmitificando la idea bastarda de una conjura occidental contra los intereses, y aun la vida, de coreanos, vietnamitas, camboyanos y americanos hispano y luso parlantes. En África sin embargo la fábula mantiene su vigencia inalterable. En televisión, en prensa, en Internet me atrevería a decir, la dramática imagen del niño con el vientre hinchado viene indefectiblemente acompañada de referencias a las grandes fortunas del planeta, a los índices siempre crecientes de la bolsa neoyorquina o, simplemente y con ganas de involucrarnos a todos, a la insinuación velada que nuestro bienestar descansa sobre su malestar. En pocas palabras; si disfrutamos aquí de una casa confortable, tres comidas al día y vacaciones pagadas es porque allí sufren lo indecible. Nuestro mediano pasar como ciudadanos de un país desarrollado es pues fruto de un robo, de un atraco a mano armada a costa de aquellos que tuvieron la mala fortuna de nacer al sur de Tarifa.
En esta peculiar teoría del saqueo que tantos éxitos ha cosechado para sus mentores intelectuales rara vez o nunca se recuerda al gran público, esa masa televidente que paga impuestos, vota cada cuatro años y aguanta sin rechistar como le llaman ladrón en la cara cuando decide instalar un aparato de aire acondicionado en casa, que una parte considerable de la miseria del mal llamado Tercer Mundo es responsabilidad directa de infructuosos intentos de implantar el comunismo. De llevar esa doctrina redentora a los pueblos recién emancipados del yugo colonial y de la bota del europeo impío. Casos para ejemplificar hay, como reza el dicho popular, más que longanizas, y se extienden por todo el orbe. De la populosa Indochina a las junglas nicaragüenses, de los páramos helados de Afganistán a los tórridos desiertos africanos del valle del Rif. La tarea siempre inconclusa de liberación ha cubierto los últimos cuarenta años de nuestra historia reciente, y con frecuencia cuando se proponen recetas irresponsables para acabar con la sequía de acá o la hambruna de acullá los teóricos del saqueo establecen un programa en dos fases. La primera ocultar el fracaso de anteriores planificaciones forzosas y salvamentos colectivos con la hoz y el martillo de enseña. La segunda valerse de la desventura presente para prometer la abundancia futura, copiando punto por punto la fórmula magistral que llevó en tiempos pasados a la ruina sin paliativos del pueblo tocado por la varita mágica del socialismo tropical.
Uno de los episodios más desconocidos, ocultos y mortíferos es el del experimento socialista en las milenarias tierras de Etiopía. Para los que como el que suscribe echamos los dientes delante del televisor en los años ochenta es un recuerdo poderoso aquel de los campamentos de muerte en la lejana Abisinia, que por supuesto no sabíamos donde estaba pero cuya doliente realidad entraba en nuestros ojos a modo de cuchillos afilados. En cierta manera, para los que lo vivimos desde el sofá la desdicha de aquella gente de piel quemada por el sol y reseca por las privaciones esa y no otra es nuestra particular e intransferible imagen del hambre. La razones ni las comprendimos entonces ni, quizá, quisimos hacerlo después. El hecho es que desde los Estados Unidos se puso en marcha una campaña global de ayuda a los hambrientos etíopes. USA for Africa creo recordar que se llamaba. Organizaron un gran concierto, ¿en Wembley? que contó con el concurso de artistas de postín. El logotipo era una guitarra negra con la caja de resonancia transmutada en el mapa del continente africano. Un tal Bob Geldof del que nunca más se supo fue el maestro de ceremonias. A veces he pensado que a este hombre lo sacaron de un armario para la ocasión y al terminar volvieron a encerrarlo. Aparte de Geldof el espectáculo se aliñó con cantantes más o menos conocidos, algunos de verdadero éxito en aquella época, como aquel que tras contribuir a que los niños de Etiopía comiesen le dio por acostarse con los de California. Cosas del estrellato rockero. La campaña, y en especial el concierto, cosecharon tal éxito que la causa etiope obtuvo un predicamento sin precedentes. A las imágenes que retransmitía el telediario le sucedían los análisis y los artículos de una prensa que todavía no leíamos en los que siempre e irremediablemente la culpa de la hambruna pasaba por la puerta de nuestra casa. Si ellos estaban así es porque la riqueza andaba muy mal repartida por el mundo. No se hacía ya referencia a los tahúres del casino de Montecarlo ni a los magnates del acero como acaparadores de capital. Éramos nosotros los responsables directos de que nuestros congéneres de la baja Eritrea las pasasen canutas. Todavía estoy recordando las recriminaciones de mi madre cuando no quería comer lo que tocaba.
Hijo come que hay mucha hambre en el mundo. ¿No has visto en la tele a esos pobres negritos?
Y claro, ante argumento de tal peso yo comía, callaba y me hacía cruces por ser tan afortunado y por haber nacido en el lado de los saqueadores y no de los saqueados.
Lo que no me contaba mi madre, seguramente porque no lo sabía, y lo que no decían en el telediario, seguramente porque no querían, es que esa Etiopía de entonces, de aquel orweliano año de 1984, era el fruto, el resultado último de una trágica experiencia que había transformado en el lapso de 10 años al otrora desafiante y orgulloso Imperio Etíope en una nación desvencijada e insolvente que sacrificaba sin miramientos el capital más valioso, su propia gente, en el altar del marxismo al africano modo.
Etiopía, la nación más antigua al sur del Sahara, la única junto con Liberia que se había mantenido al margen de la colonización, la única que había derrotado en el campo de batalla a un ejército europeo, la única, en suma, que a pesar de los vaivenes de la política africana mantenía cierto prestigio internacional. Esa misma Etiopía madre nutricia de la emancipación africana, merecedora de halagos, de conferencias y congresos en su capital Addis Abeba, padeció en un tiempo no tan lejano una revolución socialista desde los cuarteles que si no fuese por el rastro de muertes que dejó a su paso casi ni nos acordaríamos de ella. Los ingredientes de semejante dislate político que costó la vida a cientos de miles de personas nos son relativamente familiares. La Unión Soviética y su estrategia premeditada de convertir al mundo en un inmenso gulag, la Cuba de Castro y sus estúpidos anhelos de grandeza y el componente local, el añadido de la tierra que en Etiopía se aplicó con denuedo al papel que la historia le había adjudicado.
El asalto al poder
Menudo, de piel oscura, rasgos marcados y una ambición de poder desmedida, casi enfermiza. Así fue y debe seguir siendo en su dorado destierro en Zimbabwe Hailé Mengistu Mariam. A principios del mes de septiembre de 1974 una larga etapa de la historia de Etiopía se cerraba. El Negus, el rey de reyes, el mismo que había clamado en la Sociedad de Naciones cuatro décadas antes contra la invasión italiana, era depuesto en Addis Abeba. La gallarda institución que había construido la moderna nación etiope y batallado contra el imperialismo fascista en 1935, que había humillado a occidente en el campo de batalla y que se vanagloriaba de haber dejado Etiopía fuera de la garra colonialista europea estaba ya en los años 70 completamente desgastada. Por dentro y por fuera. En el interior los azotes periódicos de hambre y una modernización frustrada habían puesto al monarca en la cuerda floja en más de una ocasión. Además, y como remate a una situación ya de por si comprometida, el independentismo eritreo reverdecía con la fundación e inicio de hostilidades del revolucionario Frente de Liberación de Eritrea. En el exterior la ambiciones somalíes, convenientemente atizadas por Moscú, sobre el estéril desierto del Ogadén pintaban un panorama desalentador que dejaba la idea imperial abandonada en la cuneta de la historia.
Al frente de la nueva Etiopía alumbrada a fines de 1974 quedaba una comisión interina, el Derg, formada por militares. La labor primordial del Comité, del Derg, era dirimir la senda política por la que Etiopía habría de transitar en el futuro inmediato. La levantisca Eritrea, el hambre, que llevaba ya miles de víctimas a sus espaldas, y el conflicto de Ogadén constituían la agenda casi única de este gobierno provisional atípico compuesto por más de 100 miembros y presidido por el general Aman Andom. Junto a él dos jóvenes capitanes del ejército, Atnafu Abate y Hailé Mengistu. El Derg estaba fuertemente dividido entre los que abogaban por un gobierno fuerte que plantase cara tanto a la secesión eritrea como a la infiltración somalí en Ogadén, y los que optaban por volver a la vía del consenso con Eritrea para centrarse en los problemas reales del país. Andom, de ascendencia eritrea y talante negociador se inclinaba abiertamente por esta segunda opción a fin de ganar recursos y cortar la sangría de dinero y hombres que la guerrilla del norte estaba provocando. La economía etiope estaba paralizada por la guerra, el hambre y un atraso secular. La agricultura, sustento básico de la nación, era tremendamente ineficaz. Estaba en manos de la nobleza allegada al régimen imperial cuyos métodos de producción, reparto de la propiedad y resultados finales eran más propios del feudalismo que de una economía capitalista agraria moderna. Los problemas que afligían a la Etiopía de entonces estaban perfectamente definidos. Tan sólo quedaba por ver, en aquel otoño de 1974, quien era el heredero de la monarquía recién descompuesta. En noviembre, apenas dos meses después de la renuncia del Negus, el general Andom fue asesinado en su domicilio de Addis Abeba. Fue el primero en caer, a Andom le sucederían con la precisión de un reloj suizo las caídas en desgracia, y en la fosa, de otros militares de talla y carrera reconocida y todos pertenecientes al Derg. El nuevo director de operaciones, el timonel que trazase la derrota exacta de la inmensa nave etiope era Mengistu. Tras un breve interregno con el general Teferi Bante al frente de la Comisión, quedó marcado el destino de este capitán recién ascendido, de formación deficiente por no decir nula y de corta estatura, que muy a su pesar trataba sin éxito de solventar con alzas. Un destino que estaba escrito con sangre en las entrañas de la arrugada y sedienta tierra etiope. (continua....
Stephane Courtois -
Cuando Stalin alcanzó el poder en 1924, vio el nacionalismo ucraniano como una amenaza al poder soviético, creyendo que cualquier insurrección futura podría provenir probablemente de los kulaks. Así que decidió aplastarles utilizando los métodos que tan exitosos habían sido en la URSS durante la política de liquidación como clase. En 1929, arrestó a miles de intelectuales ucranianos bajo falsos cargos y o bien los fusiló o bien los envió a campos de trabajo en Siberia. Llevó a cabo la colectivización de las explotaciones ucranianas requisando todas las tierras y el ganado privados, lo que afectó aproximadamente al 80% de la población de Ucrania, anteriormente conocida como el granero de Europa. Declaró a los kulaks enemigos del pueblo.
Se han estimado en diez millones de personas las que fueron desposeídas de sus hogares y pertenencias y enviadas a Siberia en trenes de mercancías sin calefacción, condiciones en las cuales pereció al menos un tercio de ellos. Los que se quedaron en Ucrania lo pasaron igual de mal, si no peor. Enfrentándose a la propaganda de guerra y a una ardua batalla, muchos kulaks se rebelaron, volviendo a sus propiedades, e incluso matando a las autoridades soviéticas locales.
Tan pronto como llegó a Stalin la palabra rebelión el pequeño éxito de los kulaks se tornó breve. Los soldados del Ejército Rojo fueron enviados para ahogar la rebelión y la policía secreta inició una campaña de terror con el objetivo de romper el ánimo de los kulaks. En 1932, con la mayoría de las explotaciones ucranianas colectivizadas a la fuerza, Stalin ordenó un aumento en las cuotas de producción de comida. Lo hizo en múltiples ocasiones hasta que no quedó comida para los ucranianos. La cosecha de trigo de 1933 se vendió en el mercado mundial a precios por debajo del mercado. Los historiadores han calculado que dicha cosecha podría haber alimentado a los ucranianos por dos años.
Cuando el partido comunista ucraniano solicitó a Stalin una reducción en las cuotas, éste respondió enviando al Ejército Rojo para exterminar el PC ucraniano e impedir que los ciudadanos fueran a más con la creación de un inmenso campo de concentración dentro de sus fronteras. La policía secreta aterrorizó a la población haciendo inspecciones aleatorias de las pertenencias personales y requisando toda la comida que encontraran, ahora considerada sagrada propiedad del Estado. Cualquier ladrón de comida del Estado o bien era ajusticiado inmediatamente o era enviado por lo menos por diez años a los Gulag.
El efecto fue la hambruna, masiva y prolongada. Murieron millones de personas, simplemente porque no tenían con qué comer. El aspecto característico de los niños era esquelético y con el abdomen hinchado. Se cuenta que las madres abandonaban a sus hijos en los vagones de los trenes que iban a las grandes ciudades con la esperanza de que alguien pudiera cuidar de ellos mejor. Desafortunadamente, las ciudades estaban inundadas de miseria y hambre. Los ucranianos pasaron a comer hojas, perros, gatos, ratas, pájaros y ranas. Cuando esto no era suficiente, incluso pasaron al canibalismo. Se ha escrito que el canibalismo era tan común, que el gobierno imprimió carteles que decían: comer a tus propios hijos es un acto de barbarismo[1]
En los momentos más crudos de la hambruna, morían unas 25.000 personas cada día en Ucrania. El recuento final se sitúa entre los cinco y los ocho millones de personas. Cuando los familiares extranjeros de los ucranianos, en Occidente, respondieron enviando cargamentos de comida, los oficiales soviéticos reaccionaron requisando esa ayuda. Los gobiernos occidentales ignoraron durante mucho tiempo los informes sobre las hambrunas que periódicamente se escapaban al Estado de terror soviético. Franklin Delano Roosevelt reconoció formalmente al gobierno de Stalin en 1933, y la Unión Soviética fue reconocida en la Sociedad de Naciones en 1934.
Los kulaks no tienen un museo, mucho menos un memorial. Hoy, nosotros les recordamos.