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Historia verdadera

La necesaria temporalidad del franquismo.

La necesaria temporalidad del franquismo.
Cuando, el primero de abril de 1939, terminó la Guerra Civil, pocos imaginaban que lo que comenzaba en ese mismo instante era un régimen personalista que iba a durar casi cuarenta años.

Mirado ahora, en retrospectiva, se nos antoja que los fundadores del franquismo contaban con una cuidada hoja de ruta desde el primer momento; es decir, que Franco y sus generales tenían clarísimo qué iban a hacer con el poder recién conquistado y qué tipo de Estado iban a erigir sobre las cenizas de la República y la Monarquía alfonsina.    

Nada de eso. El franquismo se construyó lenta e improvisadamente, y a veces sobre sus propias ruinas. El régimen, dirigido por una sola persona, bastante más astuta que inteligente, dio volantazos, se adaptó a los tiempos y adquirió mil caras. Así, ante la gente de orden, misa diaria y convicciones conservadoras se presentó como una suerte de segunda parte de la Restauración, con ciertas licencias a tono con la época; ante los falangistas, como el ejecutor de la revolución nacional-sindicalista anunciada por el fundador de Falange y su socio, Ledesma Ramos; ante la Iglesia, como una bendición caída del cielo para salvar la civilización cristiana...

Para Occidente, el franquismo representaba la estabilidad, factor especialmente importante tras la derrota de la Alemania nazi y el inicio de la Guerra Fría. España era vista como un país exótico, aislado y empobrecido, con un Tirano Banderas al frente del que los gobernantes de los demás países podían fiarse. Para los que habían padecido la guerra en sus propias carnes y no simpatizaban con los vencedores, el franquismo no ofrecía libertad, pero sí tranquilidad y una cartilla de racionamiento. Eso, tal y como estaban las cosas, ya era mucho.

El franquismo sobrevivió a todo menos a su fundador. Se trataba de un proyecto personal atado a unas circunstancias históricas muy concretas, las de los años cuarenta. Con sólo cambiar una fecha o un acontecimiento, todo se hubiese venido abajo. Luego, y esto fue mérito de Franco, vino la consolidación y la institucionalización de un régimen cuya forma final no tenía clara ni su propio fundador.

Así, los Principios Fundamentales del Movimiento no entraron en vigor hasta 1958, cuando ya habían pasado dos decenios del final de la guerra. La Ley Orgánica del Estado, que es la que dio forma definitiva al régimen, no fue promulgada hasta 1967, cuando Franco encaraba la recta final de su vida. Estaría en vigor sólo diez años, y los Principios Fundamentales veinte: una nadería, en comparación con la Constitución de 1876 o la actual, que lleva ahí 32 años sin que apenas haya experimentado cambios ni parezca que vaya a ser reformada sustancialmente en el futuro inmediato.

El franquismo fue, por lo tanto, un régimen temporal y en continua transformación. Su primera ley fundamental –el Fuero del Trabajo–, promulgada en 1938, era una copia de la Carta del Lavoro mussoliniana (1927). La última, la Ley de Reforma Política, ratificada en referéndum en 1976, abrió la puerta a una democracia parlamentaria de corte liberal. Curiosamente, la una y la otra se concibieron desde el respeto a la legalidad de lo que entonces se llamaba "el 18 de Julio". Pocas dictaduras han sido tan extrañas en lo institucional como la de Franco; quizá por eso es tan complicado homogeneizar su régimen.

Los que vivieron el franquismo de principio a fin saben que la España de 1939 poco tenía que ver con la de 1975. Y no ya en renta per cápita, también en cuestión de libertades. Ese fue el secreto de su éxito, y la razón por la que el dictador murió en la cama de un hospital madrileño y no en el exilio o frente a un paredón de fusilamiento. Franco jamás tuvo una ideología política definida. Era un simple provinciano monárquico, católico, gente de orden, es decir, el arquetipo del conservador canovista. Había aprendido a desconfiar de la democracia representativa tras la experiencia republicana y, sobre todo, le encantaba mandar.

Si hubiese recreado la Restauración, devolviéndole el trono a Alfonso XIII –aún con vida en 1939–, y reactivado el viejo sistema de turnismo, se habría tenido que volver al cuartel. A eso no estaba dispuesto. Además, durante la guerra unos y otros le habían persuadido de que se trataba de alguien providencial, enviado por el Altísimo para cumplir una misión histórica. Se lo creyó todo, pero no sabía muy bien cómo llevar a cabo semejante empresa, de ahí que diese tantos bandazos.

Tan franquista fue la espantosa década de los cuarenta, consagrada al desquite y a los experimentos fascistoides, como la de los 70, en la que España era ya prácticamente un país occidental como cualquier otro. Por eso la Transición fue tan suave, no se produjeron enfrentamientos civiles a gran escala –como se temía– y no hubo que lamentar más muertes que las ocasionadas por los terroristas de ultraizquierda y ultraderecha. Muerto Franco, no tenía sentido seguir interpretando una partitura en la que cada nota venía dictada por los caprichos políticos –generalmente cambiantes– del dictador.

El franquismo, régimen temporal y excepcional por su momento histórico, duró lo que tenía que durar. Ni un minuto más, ni un minuto menos.

MISA MULTITUDINARIA BAJO LA LLUVIA. El Gobierno reabre el Valle de los Caídos forzado por la asistencia masiva de fieles.

Atascos en los accesos y en la carretera del Valle de los Caídos. El Gobierno, obligado por miles de fieles que han desafiado a la lluvia y a las bajas temperaturas, ha reabierto las puertas para que se pueda celebrar la misa del domingo en el exterior de la Básilica. 

Lo último que pretendía el Gobierno cuando la semana pasada dio órdenes a los agentes de la Guardia Civil de impedir el acceso al Valle de los Caídos era que, siete días después, se llenase de fieles. Pero así ha sido. La Misa del 14 de noviembre de 2010, programada para las 11 de la mañana, figura ya entre una de las más concurridas en el más de medio siglo de historia de la abadía de la Santa Cruz.

Las estimaciones que han ofrecido los monjes son de unos 2.000 automóviles los que han franqueado la entrada principal del recinto. A cuatro ocupantes por vehículo tendríamos una asistencia total de unas 8.000 personas, a tres ocupantes de unos 6.000. En torno a esta última cifra debe rondar el número final de asistentes que, en una mañana fría y lluviosa, se han acercado hasta el Valle de los Caídos para oír Misa de boca de los monjes benedictinos del lugar y de su dotadísimo coro infantil.

No se recordaban colas de este tipo desde hace mucho tiempo. Una hora antes, a eso de las diez, el acceso a la carretera de El Escorial desde la A-6 ya estaba colapsado. En la puerta principal del Valle un dispositivo policial parecido al que hay a la entrada de los partidos de fútbol. Agentes y más agentes de tráfico con la imposible tarea de evitar que la carretera se bloquease por completo. A las 10:30, la afluencia era tal que se han visto obligados a abrir la puerta central, reservada para autobuses.

Control de banderas y atasco

Pero antes de penetrar en el complejo un control de banderas. Varios agentes de la Benémérita parando a todos los automóviles para revisar personalmente el maletero. "Ni que fuésemos contrabandistas" se queja un conductor que viene desde Valladolid en un monovolumen con toda la familia, bebé incluido. Los agentes de la Guardia Civil, resignados, informan a los conductores de que se limitan a cumplir la Ley de Memoria Histórica, en virtud de la cual no está permitido entrar con banderas ni simbología política dentro del Valle de los Caídos.

La escena recuerda a los controles de pasaportes que se hacían en las fronteras antiguamente. El conductor habla con el agente, desciende del vehículo, abre el maletero, el agente levanta el cochecito del niño, comprueba personalmente que no hay nada "ilegal" y franquea el paso. Todo bajo la lluvia a unos 7 grados de temperatura y rodeados por un gentío poco habitual los domingos por la mañana en este cruce.

Una vez dentro del recinto la primera sorpresa: el atasco es tan monumental como la Cruz que corona el valle. Estamos a 50 kilómetros de Madrid. Quién lo diría. La fila de coches parece no tener ni principio ni final en la serpenteante carretera que sube hasta la basílica y la cruz de los caídos. A ambos lados el bosque de pinos de alta montaña, el suelo tapizado de helechos y una bruma espesa que no deja ver más allá de 10 ó 12 metros. Carretera arriba la situación empeora, los conductores empiezan a dejar el coche en los lados de la vía mientras agentes de la Guardia Civil avisan que los aparcamientos están completamente llenos. Los del monasterio, se entiende, los que hay en la parte frontal permanecen cerrados.

Los fieles, de todas las edades y condición, descienden de los vehículos bien abrigados y con su paraguas. Una señora de avanzada edad sube renqueante la cuesta apoyándose en el bastón, "mira hijo, esto que nos están haciendo no tiene nombre, con mi edad tengo que subir hasta la iglesia en estas condiciones", "¿y ha llegado hasta aquí arriba andando", interpelo a la señora, "no, mi marido, que anda mal del corazón, se ha quedado en el coche, pero yo quiero subir, comulgar y dar testimonio de mi fe", responde jadeante.

No es para menos. La cuesta es muy empinada, la altitud supera ya los 1.300 metros sobre el nivel del mar y hace un frío húmedo que atraviesa el goretex y se mete en los huesos. No para de llover, la niebla va a peor haciéndose todavía más densa. Hemos llegado a la nube con la que Madrid ha amanecido a modo de capota otoñal. La explanada donde se encuentra el monasterio es un ir y venir de gente y coches de la Guardia y Civil subiendo y bajando. Al parecer han abierto algunos aparcamientos más abajo, pero como no se ve aboslutamente nada los condutores no se aventuran por el desvío de la basílica para llegar hasta ellos.

Misa literalmente cantada

Los monjes benedictinos, conocedores del masiva afluencia de fieles, retrasan el comienzo de la Misa. Al final, cuando apenas se distingue el altar desde unos pocos metros el padre Santiago Cantera da comienzo a la celebración. La voz de los niños de la Escolanía parte la niebla en dos y retumba por toda la explanada. La lluvia aprieta. La gente se arracima bajo los pórticos laterales. Otros, paraguas en mano, asisten de frente poniéndose como una sopa. Los monjes han instalado un tejadillo de lona y los escolanes se refugian bajo la cornisa de la entrada para que no se mojen los cantorales.

Entre los asistentes reina el optimismo. "Espero que esto convenza de una vez al Gobierno de que queremos seguir oyendo Misa en este lugar" dice un hombre de mediana edad que, según cuenta, viene aquí desde hace muchos años. "Estas misas son un tesoro artístico, escucha como cantan esos niños, edifican el alma" remata su esposa con la cabeza tapada por la capucha del anorak. Los niños de la Escolanía cantan gregoriano, y lo hacen todos los días del año. "Esta es la única abadía de España en la que se canta a diario", asegura un antiguo alumno de la escolanía, "es una riqueza cultural apenas conocida, y no te digo ya en España, sino en el mismo Madrid, que está aquí al lado".

El coro, los monjes, el órgano, la lluvia, la niebla, el fragor fresco y húmedo de los bosques que rodean el monasterio; todo parece puesto ahí por un escenógrafo. El mensaje que la comunidad benedictina quiere transmitir es simple: el valle de los caídos es, aparte de un monumento con significado político, una iglesia donde se puede ir a orar y a oir Misa todos los días del año. Y fieles, por lo que se ve, no faltan. Para juntar a tanta gente en un lugar tan apartado y de difícil acceso un día como hoy es necesaria una motivación muy poderosa. Las cinco o seis mil personas que han desafiado a los elementos esta mañana de domingo la tienen, "se llama fe" apostilla un joven "y mueve montañas".

¿Es el comunismo una secta?

¿Es el comunismo una secta?
La campaña montada por la izquierda local en el ayuntamiento de Leganés contra un concejal del Partido Popular tiene, aparte de la mediática, una vertiente teórica que los comunistas leganenses están aprovechando al máximo.

Dejando a un lado la manipulación que los autores de la campaña difamatoria han hecho en torno a una frase debidamente amputada y descontextualizada, lo que subyace en toda esta polémica es la cuestión de si el comunismo debe ser considerado o no una secta criminal.

Desde el punto de vista teórico, evidentemente no. No delinquen las ideas sino las personas. Decir, por ejemplo, que la burguesía debe de ser borrada de la faz de la Tierra, guerra de clases mediante, no es ni debería ser delictivo bajo ningún orden político que se considerase libre. Las palabras pueden herir la sensibilidad, pero nunca han matado a nadie. Desde este punto de vista, alguien que se defina como comunista y haga profesión de fe de marxismo-leninismo no es ni de lejos un delincuente; lo sería si decidiese aplicar por su cuenta y riesgo el manual revolucionario y tomar al asalto la casa de un burgués para después socializar la riqueza incautada.

Si la ideología comunista en sí no es ni puede ser delictiva, ¿de dónde viene la fama de criminal que arrastra el comunismo, especialmente en los países que han padecido sus excesos ideológicos? De la experiencia, obviamente. Si al liberalismo lo caracteriza el libre intercambio de bienes y servicios entre individuos, al comunismo lo hace la revolución, objetivo máximo que se deriva inevitablemente de la teoría. Doquiera se ha impuesto o tratado de imponerse un régimen comunista se han cometido multitud de crímenes, algunos especialmente aberrantes como los de las tiranías de Stalin, Mao y Pol Pot. Esto es un hecho histórico, no una opinión.

Estos crímenes han venido dictados por la ideología. El ideal comunista, que sobre el papel es inocuo, se convierte siempre en la práctica en una pesadilla totalitaria. Ejemplos históricos sobran. Desde la primera revolución típicamente socialista –la bolchevique– hasta la más reciente –la Venezuela bolivariana–, la praxis revolucionaria se ha cobrado la vida de unos 100 millones de seres humanos. Eso, siendo conservador con los números, porque puede que sean muchos más. Los responsables de todas estas muertes son quienes las infligieron, pero –y aquí está el quid de la cuestión–, con toda seguridad, sin el componente ideológico que motivaba a los verdugos esos asesinatos jamás se hubiesen cometido.

¿Hay, por lo tanto, que proscribir por ley la ideología comunista? No y mil veces no. El comunismo ruso, por ejemplo, fue prácticamente inofensivo hasta que llegó al poder en 1917, y volvió a la inanidad tras la caída de la URSS, en 1991. Lo mismo podría decirse de los comunistas españoles, muchos de los cuales cometieron verdaderas atrocidades durante la Guerra Civil, si bien luego, cuarenta años después, contribuyeron de mejor o peor gana a la transición democrática. Algunos dicen que obraron así porque se sentían débiles. Tal vez sea cierto. Es una constante histórica que, cuando se ven faltas de apoyo, las organizaciones comunistas piden un diálogo que luego, cuando ganan fuerza, niegan a los demás.

Sea como fuere, el hecho es que las ideas de Marx, Engels, Lenin, Mao, Enver Hoxa y compañía son intelectualmente erróneas, pero perfectamente inocuas si no salen del papel. Abimael Guzmán sembró el terror en Perú con una banda de asesinos conocida como Sendero Luminoso; justificaban sus crímenes con la idea, pero, al cabo, eran ellos mismos los criminales, no la idea, que por lo demás sigue ahí, rondando de cabeza en cabeza...

Si la experiencia, es decir, la historia, nos enseña que el comunismo sólo tiene un modo, necesariamente violento, de alcanzar y conservar el poder, la teoría nos advierte de los riesgos que se corren al adoptar como propias ciertas ideas que clasifican a los seres humanos en buenos y salvables, por un lado, y malos y condenables, por el otro. El comunismo debería ser, por consiguiente, una ideología poco atractiva y con un fuerte estigma social, como lo son otras de corte parecido, como el nazismo o el fascismo, surgidas ambas de la matriz socialista en los años veinte del siglo pasado. Sin embargo, mantiene una suerte de bula, justificada en algo tan simple como las intenciones. La intención del comunista es construir una sociedad más justa. Punto. Eso le ha salvado de la quema; bueno, eso y su depuradísima técnica propagandística y un transformismo político digno de encomio. Ese es el secreto de que la momia siga vivaqueando.

En cuanto al sectarismo, lo cierto es que si algo ha caracterizado a los partidos comunistas es que se han comportado como sectas, es decir, como organizaciones muy cerradas en sí mismas, en tensión con el resto de la sociedad, y que se han presentado como depositarios de una verdad revelada y esotérica, que habían de imponer al resto. Los comunistas siempre han sido una minoría. El propio Lenin, fundador del primer partido-secta de la historia, el bolchevique, tomó precisamente ese nombre para transformar la realidad mediante el uso de las palabras.

Bolshevik, en ruso, significa "mayoría", pero el grupo de Lenin no era más que una minúscula escisión del Partido Socialdemócrata ruso. Esa minoría estaba conformada por pocos militantes; pocos pero, en palabras de Lenin, "obedientes, mentalizados y disciplinados". Los bolcheviques serían la vanguardia encargada de guiar a las masas, y todo les estaba permitido en el cumplimiento de su misión. Así, mediante la conversión de un partido en secta, una ideología que propugnaba la violencia terminó generando crímenes sin cuento.

Partidos como el que fundó Lenin, o el del citado Abimael Guzmán, sí que eran sectas criminales, a fuer de comunistas. Y a los hechos hay que remitirse. Otros, que se denominan comunistas, no son ni una cosa ni la otra. El comunismo, pues, sólo es secta y sólo es criminal cuando sigue al pie de la letra los dictados de Marx y Lenin. Y no es una opinión, es un hecho.

COMPANYS Y LA II REPÚBLICA.

COMPANYS Y LA II REPÚBLICA.
AUN con sus errores y responsabilidades en la guerra civil, Azaña era, con diferencia, el más inteligente de los políticos republicanos de los años 30. Sus decepcionadas observaciones sobre sus correligionarios podrían sintetizarse en frases como éstas: «gente impresionable, ligera, sentimental y de poca chaveta»; o, más amargamente, «muchas torpezas y mezquindad, y ningunos hombres con grandeza y capacidad suficientes... ¿Tendremos que resignarnos a que España caiga en una política tabernaria, incompetente, de amigachos, de codicia y botín, sin ninguna idea alta?». En tales quejas incluía, desde luego, a Companys, a quien dedica expresiones no muy laudatorias: «un iluminado, seguro de su fuerza, del porvenir, engreído», con la cabeza llena de tópicos insustanciales, de un «exaltado nacionalismo» de ocasión, etc.

En estas frases Azaña aludía al Companys de 1934, el que preparaba la guerra civil. Había surgido un conflicto entre los nacionalistas catalanes de la Esquerra y los de derecha, en torno a una ley de contratos de cultivo. Los catalanistas de derecha habían presionado para que la ley fuera sometida al Tribunal de Garantías Constitucionales. El débil gobierno, de muy mala gana y sin oposición de la Esquerra, lo hizo, y el tribunal falló en contra de dicha ley. El débil gobierno de Madrid indicó a la Generalidad que bastarían unas nimias correcciones de pura forma para que la ley se aprobara sin dar tiempo a nuevos recursos.

Pero Companys no quiso ni oír hablar de alterar una coma y se rebeló contra la decisión del tribunal, equivalente al Constitucional de ahora. Ante el Parlament declaró: «La política de conciliación nos está dando malos resultados... Me han llenado de estupor unas declaraciones del señor Samper lanzando la sugerencia de que tal vez, si se modificaran algunos aspectos (de la ley) podría haber un plano de avenencia, palabra que en este problema nos cubre por sí sola de vergüenza». Aseguró que en otras ocasiones los catalanes habían sido injuriados y no habían replicado con la necesaria violencia, pero ahora sería diferente, pues de otro modo, «¡Oh amigos!, si eso sucediese y yo tuviera la desgracia de quedar con vida, me envolvería en mi desprecio y me retiraría a mi casa para ocultar mi vergüenza como hombre y el dolor de haber perdido la fe en los destinos de la Patria». Y esto no fue más que el comienzo de una agitación belicosa e in crescendo contra las instituciones democráticas durante todo aquel verano.

Cuando todo acabó de forma no muy gloriosa el 6 de octubre, Companys pretendió ante el sorprendido fiscal que sus arengas del verano habían sido «muy moderadas». El fiscal comentó: «Primero, ¿qué concepto tendrá el señor Companys de la falta de moderación? Segundo, si el fascismo, según nos dijo ayer, se caracteriza por discursos heroicos, por amenazas de violencia, ¿quién no diría que el señor Companys, cuando pronunciaba este discurso, era fascista? Tercero, con razón se dice que los hombres estamos más dispuestos a matar o a hacer matar que a morir por nuestros ideales».

Companys no se había limitado a las palabras. Había utilizado dolosamente los instrumentos que la legalidad ponía en sus manos para organizar la insurrección, preparar y armar milicias, depurar las fuerzas de orden público (que por el estatuto dependían de él), infiltrar el ejército e impedir al gobierno la búsqueda de depósitos de armas socialistas en Cataluña (pues el PSOE también preparaba, activa y textualmente, la guerra civil).

¿Cuál era la causa de estas reacciones en apariencia alucinadas a una sentencia de los tribunales? Lo explica honradamente Amadeu Hurtado, jurista cercano a la Esquerra y enlace entre la Generalidad y el gobierno: «Supe que a la sombra de aquella situación confusa, la Ley de Contratos de Cultivo era un simple pretexto para alzar un movimiento insurreccional contra la República, porque desde las elecciones de noviembre anterior no la gobernaban las izquierdas».

Y ahí estaba, en efecto, el secreto de una agitación realmente salvaje. En noviembre de 1933 el centro derecha había ganado las elecciones por amplia mayoría, ante lo cual la Esquerra se declaró «en pie de guerra» contra el gobierno democrático, mientras el PSOE preparaba la insurrección armada para implantar un régimen de tipo soviético. Hoy estos hechos pueden considerarse firme y documentalmente probados, y decir que Companys fue uno de los principales responsables de la guerra civil corresponde estrictamente a la realidad histórica, no es hacer una frase demagógica o arbitraria.

También por entonces había explicado Companys a Azaña la teoría de la «democracia expeditiva», que, señala el segundo, sólo podía traducirse al lenguaje normal como «despotismo demagógico». Resalta aquí el fino olfato de Azaña tanto como su escaso sentido autocrítico, pues también él había reaccionado al triunfo de la derecha en 1933 con dos intentos de golpe de Estado, y había estado más cerca de la rebelión de Companys de lo que admitirá a posteriori.

El testimonio de Azaña sobre Companys se vuelve aún más duro al referirse a la reanudación de la guerra en 1936, y la connivencia de la Esquerra con los anarquistas en el saqueo del Estado: «Su deber (de Companys) más estricto, moral y legal, de lealtad política e incluso personal, era haber conservado para el Estado, desde julio acá, los servicios, instalaciones y bienes que le pertenecían en Cataluña. Se ha hecho lo contrario. Desde usurparme (y al Gobierno de la República, con quien lo comparto) el derecho de indulto, para abajo, no se han privado de ninguna invasión de funciones. Asaltaron la frontera, las aduanas, el Banco de España, Montjuich, los cuarteles, el parque, la telefónica, la CAMPSA, el puerto, las minas de potasa... ¡Para qué enumerar! Crearon la Consejería de Defensa, se pusieron a dirigir la guerra, que fue un modo de impedirla, quisieron conquistar Aragón, decretaron la insensata expedición a Baleares para construir la Gran Cataluña...».

Companys, en compañía y rivalidad simultánea con la CNT-FAI, presidió la época de mayores crímenes, expolios y desorden que haya conocido Cataluña en época contemporánea. Fue nula su lealtad al Frente Popular, como en 1934 a la República, y los diarios de Azaña, entre otros muchos documentos, dan de él un retrato que en nada coincide con el que quieren ahora presentarnos sus nostálgicos explotando la sentimentalidad por su trágico fin.

Su ejecución, que él afrontó con dignidad, como otros muchos en la derecha y la izquierda, fue un acto brutal, como todos los fusilamientos, máxime teniendo en cuenta que el franquismo debía agradecerle las deslealtades y divisiones introducidas por su partido en el Frente Popular. Pero debemos tener en cuenta las circunstancias: ¿qué hubieran hecho con Franco sus enemigos de haberle capturado? ¿Qué hizo Companys por salvar a Goded? ¿O a tantas víctimas del terror en aquellos años? Las guerras desatan las pasiones, y no cabe dudar, insisto, de la responsabilidad del líder de la Esquerra en su desencadenamiento.

Naturalmente, cada cual puede admirar a quien le dé la gana, pero no en nombre de lo que le dé la gana. Homenajear oficialmente a Companys en nombre de la democracia significa degradar profundamente la idea misma de ella, y quienes lo hacen se retratan. Asistimos al intento de la llamada «Segunda Transición». La primera nos trajo la democracia. La segunda, si triunfa, traerá otra cosa: quizá la «democracia expeditiva» tan del gusto del homenajeado.

Errores izquierdistas básicos sobre la II República Española.

Errores izquierdistas básicos sobre la II República Española.
Gran parte de la actual confusión política proviene de errores, a menudo muy groseros, sobre nuestra historia reciente, errores cultivados sistemáticamente por la izquierda y aceptados pasivamente por una derecha que podríamos llamar gurteliana, por su excesiva fijación con la economía.
He aquí algunos de esos errores:

1. La república fue una iniciativa de la izquierda

La marcha de Primo de Rivera dio lugar a un proceso de transición a un régimen constitucional. Fueron los derechistas Alcalá-Zamora y Miguel Maura quienes lograron reunir a las dispersas fuerzas republicanas en el Pacto de San Sebastián. Y fue sobre todo Maura quien, después de las elecciones municipales del 31, arrastró al resto de los republicanos a ocupar el poder. Maura y Alcalá-Zamora, quizá por su origen monárquico, eran los más conscientes de la quiebra moral de la monarquía. El también derechista general Sanjurjo, director general de la Guardia Civil, fue quien dio el golpe de gracia al régimen, al ponerse a disposición de los republicanos. La república llegó, pues, por iniciativa y dirección derechista, aunque la mayor parte de sus fuerzas tuviera carácter izquierdista.

2. La república llegó democráticamente

En el Pacto de San Sebastián los republicanos se propusieron traer el nuevo régimen mediante un golpe militar, que fracasó en diciembre de 1930. Pese a ello, la monarquía les permitió presentarse a las siguientes elecciones, de carácter municipal, con vistas a otras posteriores a Cortes. Las municipales, perdidas abrumadoramente por los republicanos, salvo en las capitales de provincia, fueron transformadas en un verdadero golpe de estado por Maura, en primer lugar, y enseguida por Romanones y Sanjurjo. Pero fue un golpe dado al mismo tiempo por la monarquía contra sí misma. Es más, la parte principal del golpismo correspondió a una monarquía moralmente derrumbada, que entregó mansamente el poder a sus enemigos. Así, la república no llegó democráticamente, pero sí con legitimidad: la que le regalaron (palabra de Maura) los monárquicos.
3. El PSOE se integró en la república "burguesa"

Por ser el PSOE el partido más fuerte y mejor organizado, gracias su anterior colaboración con la dictadura de Primo de Rivera, de su actitud iba a depender el destino de la república. En contraste con su moderación durante la dictadura, el PSOE se radicalizó; entendió la república burguesa como un mero instrumento para imponer cuanto antes su propia dictadura, que llamaba "del proletariado". El modelo era la URSS de Stalin, entonces muy prestigiada en casi toda la izquierda. A ello se opuso Julián Besteiro, quien fue progresivamente marginado dentro del partido. Con dicha idea, el PSOE participó en el poder durante el primer bienio republicano, que fracasó debido a las insurrecciones anarquistas y a la pésima realización de las reformas propuestas. El sector socialista predominante, el de Largo Caballero, interpretó ese fracaso como el agotamiento de las posibilidades de la democracia burguesa, y se planteó ya directamente el asalto revolucionario al poder. Prieto, que pudo equilibrar la tendencia apoyando a Besteiro, siguió a Largo Caballero, decidiendo la deriva del partido.

4. Los republicanos eran todos o casi todos de izquierda

Los partidos propiamente republicanos burgueses de izquierda, varios y desavenidos, tenían muy poca representatividad electoral. El único partido republicano con masas de seguidores era el Radical, de Lerroux, que adoptó una política moderada y en la práctica derechista. Varios de sus principales políticos serían asesinados por el Frente Popular, y el propio Lerroux y, probablemente, la masa de sus seguidores apoyarían a Franco, al igual que los padres espirituales de la república, Ortega, Marañón y Pérez de Ayala. Los republicanos de izquierda, Azaña en primer lugar, se hicieron la ilusión de que dirigirían a los socialistas. Pero estos, mucho más poderosos y con designios más claros, les arrastraron a ellos.

5. La república tuvo carácter izquierdista

Tuvo ese carácter el primer bienio, pero el segundo, 1934-35, llegado tras las elecciones de 1933, fue de carácter derechista. La propaganda de izquierdas lo ha bautizado como "bienio negro", pero en él empezó a recuperarse la economía y aumentaron los presupuestos de enseñanza, y la derecha (Lerroux-Gil Robles) defendió la legalidad y derrotó la insurrección revolucionaria de izquierdistas y nacionalistas catalanes en octubre de 1934, realizada con propósito textual de comenzar una guerra civil. Esta victoria pudo haber consolidado el régimen, pero no lo hizo debido a persistencia de la izquierda en las actitudes que le habían llevado a la insurrección y a las divisiones e intrigas de la derecha, especialmente de Alcalá-Zamora, principal causante del derrumbe final del régimen. De modo que no es exagerado decir que él trajo la república y él la destruyó.
6. El Frente Popular ganó democráticamente las elecciones de febrero de 1936

El Frente Popular unía a los partidos que habían asaltado la legalidad republicana en octubre del 34; y no fueron elecciones democráticas, en primer lugar, por la violencia y el odio extremo que las presidieron, con amenazas de la izquierda de no respetar los resultados si estos le eran adversos. Como reconoce el propio Azaña, las votaciones transcurrieron entre motines, huida de las autoridades y adulteraciones diversas. Finalmente, los resultados nunca se hicieron públicos. Unas elecciones cuyos votos se falsean o no se publican no son democráticas.

7. El golpe de Mola, en julio de 1936, fue contra un gobierno democrático y legítimo

Indudablemente, la insurrección de octubre de 1934 se hizo contra un gobierno democrático y legítimo. No se puede decir lo mismo del golpe del 36. A menos que consideremos legítimo un gobierno salido de unas elecciones no democráticas y que a continuación emprendió desde el poder la destrucción sistemática de la legalidad republicana, que ni cumplía ni hacía cumplir, mientras sus aliados socialistas, anarquistas, comunistas y otros iniciaban en las calles y campos un proceso revolucionario plagado de asesinatos e incendios, guerra civil larvada culminada en el asesinato de Calvo Sotelo, una verdadera declaración de guerra en sí mismo.

8. La guerra civil empezó en julio de 1936

Entonces, ¿qué supuso la insurrección del 34? Esta fue planificada como guerra civil, consiguió mantener una situación bélica en Asturias durante dos semanas, ocasionó 1.400 muertos y enormes destrucciones. Pudo quedar como un hecho aislado si la izquierda hubiera cambiado básicamente de actitud tras la derrota, pero no fue así. Por ello, la guerra solo se interrumpió pasajeramente para reanudarse en el 36. Muchos creen que, situando el comienzo en 1936 y no en 1934, la izquierda salva su responsabilidad, pero no es así. En el 34 las izquierdas asaltaron la legalidad, y en el 36 la destruyeron desde el poder y desde la calle. Aun si no hubiera existido la insurrección del 34, los desmanes del Frente Popular se habrían bastado para causar la guerra. El respeto a la ley permite que las tensiones y oposiciones propias de toda sociedad compleja se canalicen sin excesiva violencia; por eso, si la legalidad es destruida, o bien la sociedad se degrada en regímenes tiránicos como las llamadas repúblicas bananeras, o bien se impone una revolución totalitaria, o bien se desata, como último recurso, la resistencia de la parte de la sociedad amenazada. En los dos años citados fueron las izquierdas las destructoras de la legalidad. Querían la guerra civil, seguras de que la ganarían, y al final tuvieron más de ella de la que pensaban, como observó Stanley Payne.

No es difícil ver en estos errores, hoy tan comunes, una clave de las políticas del gobierno actual (Zapatero-PSOE) y de los separatistas. La historia no transcurre en vano.

Cuando la historia ilumina el presente. Cataluña victima de sus demonios internos.

Cuando la historia ilumina el presente. Cataluña victima de sus demonios internos.
Durante la II República, el movimiento pendular de Azaña en relación con el Estatuto de Cataluña osciló desde el padrinazgo con que lo avaló para que fuera aprobado en el Parlamento español en 1932, hasta su tardío abatimiento en los días del calvario laico que le tocó vivir en tierras catalanas durante la guerra civil, pasando por la rebelión de octubre de 1934, cuando Companys proclamó el Estat Catalá dentro de la República Federal española, echándose por montera la Constitución al amparo de la cual había nacido el Estatuto.
 
Companys, es decir Esquerra Republicana de Cataluña, secundó con su actitud la sublevación predominantemente socialista, que en Asturias alcanzaría su punto álgido. Cualquier parecido con el apoyo actual prestado por ERC al Partido Socialista de Cataluña, sucursal del PSOE, para el mantenimiento del presidente Rodríguez Zapatero, ¿es pura coincidencia o culminación de algo que está en la naturaleza de las cosas?
 
Lo que está fuera de discusión es la abismal diferencia entre los dos personajes, Azaña en 1932, y Rodríguez Zapatero en la presenta legislatura. El primero, dotado de un conocimiento de la realidad histórica de España innegable, defendió el Estatuto amparado por la Constitución de la República, sin que en ninguna parte de su texto se alterara la unidad de la nación española. El segundo, basado en previsiones electorales cortoplacistas, firmó un cheque en blanco al prometer irresponsablemente que desde el Gobierno de España, aceptaría el Estatuto que aprobara el Parlamento catalán, y en punto a nación se refirió a este término como algo discutido y discutible.
 
Ahora tenemos la pelota en el tejado, como si de algo trivial se tratara, pendiente de la decisión del Tribunal Constitucional acerca de la inconstitucionalidad alegada por algunos, el Partido Popular entre ellos, de algunos de sus artículos.
 
Ya en referencia a lo discutido en 1932 Josep Pla advirtió: «Plantear en España el problema mismo de la organización del Estado a base de recordar a los españoles, a través del potentísimo altavoz del Parlamento, durante semanas y semanas lo que les separa, es una de las aventuras más trágicas de la historia de la república.»
 
Sin embargo, a diferencia de lo que se perfila en las exigencias del actual Estatuto pendiente de decisión del Tribunal Constitucional, por virtud del aprobado por el Parlamento español en 1932, Cataluña se constituía en «región autónoma dentro del Estado español», y regulaba el catalán y el castellano como lenguas oficiales, sin ningún tipo de discriminación como es el caso de ahora. «La Generalidad de Cataluña —se establecía entonces— no podrá regular ninguna materia con diferencia de trato entre los naturales del país y los demás españoles. Estos no tendrán en Cataluña menos derechos de los que tengan los catalanes en el resto del territorio de la República.»
 
Poco durarían los días en que Azaña se sentía gratificado ante el logro de una regularización de Cataluña dentro de España. Pero no fue en octubre de 1934 cuando su entusiasmo se vino al suelo. Faltaría otro aldabonazo para que ya presidente de la República, le abriera los ojos ante la deslealtad con que desde ERC, sostén actual de Rodríguez Zapatero, fue correspondido el aval de quien había sido figura de primer orden en la concesión del Estatuto.
 
Fue en plena guerra civil cuando a través de su obra La velada de Benicarló, vertió el amargo lamento con que manifestaría su frustración: «La Generalidad —escribió desde tierras levantinas— asalta servicios y secuestra funciones del Estado, encaminándose a una separación de hecho. Legista en lo que no le compete, administra lo que no le pertenece…. Se apoderan de las aduanas, de la policía de fronteras, de la dirección de la guerra en Cataluña…..Hablan de que interviene Cataluña no como una provincia sino como nación.» Y la amonestación le lleva a sostener: «Los asuntos catalanes durante la República han suscitado más que ningunos otros la hostilidad de los militares contra el régimen.» Se queda corto Azaña al limitar esa hostilidad exclusivamente de los militares, porque desde otros sectores también fue manifiesta la aversión a lo que describía como «asuntos catalanes.»
 
De entre los intelectuales, Unamuno fue preciso ya en 1932: «Debemos procurar que todo ciudadano español sea buen español, y después, que sea universal. Hay que defender a los mismos catalanes contra su error, aclarándoles la conciencia, aunque sea violentándoles. Hay que salvar el alma de cada uno y de todos los que gritan “nosaltres sols” porque el día que se queden solos ya no serán nadie.»
 
Con estas palabras definía Unamuno el peligro que para los catalanes constituirían sus propios demonios internos, que al arroparse en el victimismo en que se escudan esgrimiendo agravios desde España, se convierten en cultivadores de anticatalanismo, que por diversos motivos ha tenido sus recurrencias. Ya en enero de 1934, en una intervención parlamentaria, José Antonio Primo de Rivera sostuvo que «se mezcló con la noble defensa de España una serie de pequeños agravios a Cataluña, una serie de exasperaciones en lo menor, que no eran otra cosa que un separatismo fomentado desde esta lado del Ebro.» Venía esta intervención a cuento de que algún energúmeno con acta de diputado había soltado un estentóreo “muera Cataluña.” Así respondió José Antonio: «Si alguien hubiera gritado muera Cataluña, no sólo hubiera cometido una tremenda incorrección, sino que hubiera cometido un crimen contra España, y no sería digno de sentarse nunca entre españoles. Todos los que sienten a España, dicen viva Cataluña y vivan todas las tierras hermanas en esta admirable misión, indestructible y gloriosa, que nos legaron varios siglos de esfuerzo con el nombre de España.»
 
Cataluña, ciertamente, está en crisis promovida por fuerzas endógenas. La persistente actitud del nacionalismo radical actuales, haciendo caso omiso de la compleja pluralidad que conforma la Cataluña presente, para centrarse en la contemplación de su ombligo, ha revertido la en otros días pujante región (sin ir más lejos, de la época franquista), circunstancia que permitió al excalcalde Maragall, tras su periplo romano en busca de inspiración política en el más revoltoso gallinero europeo, reconocer que Madrid se había convertido en una capital de Estado mientras que Barcelona, ensimismada, perdía la pujanza de otros tiempos. El nacionalismo excluyente ha hecho posible que la potencialidad de Cataluña no haya podido ofrecer en nuestros días lo mejor de sí.
 
El avisado lector puede incurrir en la creencia de alguna inclinación personal mía que en la pugna entre dos ciudades me lleve a preferir Madrid. Advierto que cuando alguien me pregunta acerca de mi preferencia entre Madrid y Barcelona, acostumbro a contestar:¡Florencia! No por escurrir el bulto sino por aquello de que las comparaciones son odiosas,
 
No está de más recordar que desde Barcelona han llegado palabras mesuradas y expuestas con rigor. Como las del maestro Vicens Vives:
«En el conjunto europeo, la Península hispánica forma una de las unidades geopolíticass más claras…-»
«La meseta es el núcleo básico de la relación entre los distintos paisajes peninsulares…»
«El hispanismo tiene sólidos puntos de arranque en la Biología y en la Historia…».

El bolchevismo contra el nazismo: 12 comparativas de dos barbaries.

El bolchevismo contra el nazismo: 12 comparativas de dos barbaries.

Martin Amis, escritor excomunista, analiza por contraste los dos grandes horrores del s.XX. ¿Por qué uno se canoniza como el mal en estado puro y el otro parece verse sólo como un error histórico? (Publicado el 17 de febrero de 2005).

En su libro Koba el Terrible, el novelista y ensayista británico Martín Amis se centraba en un punto débil del pensamiento del s.XX y aún del XXI: la tolerancia de los intelectuales occidentales ante el comunismo. 

Martin fue militante comunista, como su padre -el también novelista Kingsley Amis-, hasta que las revelaciones de Solzhenitsyn en Archipiélago Gulag  fueron innegables. Aquello no podía sostenerse más. En 1978 aún mantenía Martin un diálogo como el siguiente con un irreductible:

 

-Me hago preguntas –comenta Amis- sobre la distancia que media entre la Rusia de Stalin y la Alemania de Hitler.

-Ah, no caigas en eso, no caigas en las comparaciones morales.

-¿Por qué no?

-Lenin fue... un gran hombre.

-De eso nada.

-Hablaremos largo y tendido.

-Largo y tendido.

 

“Pero ya habíamos progresado un poco”, escribe Amis. “Ahora las discusiones eran sobre si la Rusia bolchevique había sido mejor que la Alemania nazi. Cuando apareció la Nueva Izquierda, las discusiones eran sobre si la Rusia bolchevique era mejor que Estados Unidos”.

 

Más adelante en Koba el Terrible, Martin Amis se anima  a hacer la comparación en grandes pinceladas. Y como tales las recogemos aquí. 

¿Qué diferencia hay entre el bigote pequeño (de Hitler) y el bigote grande (de Stalin), en el que deberíamos incluir el bigote mediano de Vladímir Ilich (Lenin)?

 

Cifras.

 

Aunque añadiéramos las bajas totales de la Segunda Guerra Mundial (40-50 millones) a las del Holocausto (alrededor de 6 millones) parece que el bolchevismo podría superarlas. La guerra civil, el Terror Rojo, el hambre; una Colectivización que según Conquest causó tal vez 11 millones. Solzhenitsyn calcula (“una estimación modesta”) que fueron entre 40 y 50 millones los que cumplieron condenas largas en el GULAG de 1917 a 1953 (y muchos otros después del breve deshielo de Jrushov), y luego el Gran Terror, la deportación de poblaciones de los años 40 y 50, Afganistán... Los “Veinte Millones” empiezan a parecer cuarenta.

 

Exactitud.

 

¿Hay alguna diferencia moral palpable entre los ferrocarriles y chimeneas de Polonia y el silencio antinatural y sobrecogedor que cayó poco a poco sobre las aldeas de Ucrania en 1933? Bajo Stalin “no se hizo hincapié en la aniquilación completa de ningún grupo étnico”. La diferencia radica en el empleo del adjetivo “completa”, porque Lenin emprendió campañas genocidas (la descosaquización) y lo mismo hizo Stalin. La diferencia podría estar en que el terror nazi se esforzaba por ser exacto, mientras que el terror estalinista era deliberadamente aleatorio. Todo el mundo era víctima del terror, desde el primero hasta el último; todos menos Stalin.

 

Ideología.

 

El marxismo era un producto de la clase media intelectual; el nazismo era sensacionalista, de prensa basura, de los bajos fondos. El marxismo exigía de la naturaleza humana esfuerzos sin ningún sentido práctico; el nazismo era una invitación directa a la abyección. Y sin embargo las dos ideologías funcionaron exactamente igual en sentido moral.

 

Médicos de la muerte.

 

¿Hay alguna diferencia moral entre el médico nazi (bata blanca, botas negras, bolas de Zyklon B) y el interrogador salpicado de sangre del campo de castigo de Orotukán? Los médicos nazis no sólo participaban en experimentos y “selecciones”. Inspeccionaban todas las etapas del proceso ejecutor. En realidad, el sueño nazi era en el fondo un sueño biomédico. Fue una subversión que no practicó el bolchevismo.

 

Efecto social.

 

El nazismo no destruyó la sociedad civil. El bolchevismo sí. Es una de las razones del “milagro” de la recuperación alemana y de los fracasos y la vulnerabilidad de la Rusia actual. Stalin no destruyó la sociedad civil. Lenin sí.

 

La risa.

 

La resistencia de la risa a desaparecer se ha señalado ya en el caso soviético. Parece que los Veinte Millones no tendrán nunca la dignidad fúnebre del Holocausto. Esto no es, o no sólo es, una muestra de la “asimetría de la tolerancia” (la expresión es de Ferdinand Mount). No sería así si en la naturaleza del bolchevismo no hubiera algo que lo permitiera.

 

Ciclo de vida.

Stalin, a diferencia de Hitler, hizo todo el mal que pudo, entregándose en cuerpo y alma a una empresa de muerte. El año que murió estaba preparando lo que por lo visto era otra gigantesca campaña de terror, víctima, a los 73 años, de un antisemitismo remozado y senil. Hitler, por el contrario, no hizo todo el mal que pudo. Lo peor de Hitler se alza como una larga sombra que afecta de manera implícita a nuestro concepto de los crímenes que cometió. De haber sobrevivido, el nazismo “maduro” habría sido, entre otras cosas, un desbarajuste genético a escala hemisférica (ya había planes, a principios de los años cuarenta, para depurar aún más el linaje ario). El laboratorio de Josef mengele en Auschwitz se habría ampliado hasta alcanzar las dimensiones de un continente. La psicosis  hitleriana no era “reactiva”, no respondía a los acontecimientos, sino a ritmos propios. Poseía además una tendencia fundamentalmente suicida. El nazismo fue incapaz de madurar. Doce años era quizá la duración natural de una agresividad tan sobrenatural.

 

Aplicabilidad.

 

El bolchevismo era exportable y en todas partes producía resultados casi idénticos. El nazismo no se podía reproducir. Comparados con Alemania, los demás Estados fascistas fueron simples aficionados.

 

Éxito en vida.

 

Hitler, al final de su trayectoria afrontó la derrota y el suicidio. “Cuando Stalin cumplió 70 años en 1949 –dice Martín Malia- era realmente el “padre de los pueblos” para un tercio de la humanidad; y parecía que era posible, incluso inminente, que el comunismo triunfara a nivel mundial.

 

Vergüenza de la especie.

La combinación alemana de desarrollo avanzado, alta cultura y barbarie infinita es, desde luego, muy singular. Sin embargo no podemos aislar el nazismo alegando que era exclusivamente alemán. Tampoco podemos poner en cuarentena el bolchevismo alegando que era exclusivamente ruso. La verdad es que los dos relatos abundan en noticias terribles sobre lo que es humano. Producen vergüenza y al mismo tiempo indignación. Y la vergüenza es mayor en el caso de Alemania. Por lo menos es lo que yo creo. Prestemos atención al cuerpo. Cuando leo libros sobre el Holocausto experimento algo que no me sucede cuando leo libros sobre los Veinte Millones, es como una infestación física. Es vergüenza de la especie. Y esto es lo que el Holocausto nos pide.

 

Armas especiales.

 

Pero Stalin, al dar las gruesas pinceladas de su odio, disponía de armas que Hitler no tenía.

 

Tenía el frío: el frío abrasador del Ártico. “En Oimiakón [en Kolymá] llegaron a registrarse temperaturas de –72 ºC. Incluso a temperaturas mucho más altas se resquebraja el acero, revientan los neumáticos y saltan chispas cuando el hacha golpea el tronco de los alerces. Cuando baja la temperatura el aliento se congela en cristales que tintinean en el suelo con un rumor que llaman “susurro de las estrellas”.

 

Tenía la oscuridad: el secuestro bolchevique, la crudelísima e implacable autoexclusión del planeta, con su miedo a las comparaciones, su miedo al ridículo y su miedo a la verdad.

Tenía el espacio: el inmenso imperio de once zonas horarias, las distancias que extremaban el confinamiento y el aislamiento, la estepa, el desierto, la taiga, la tundra.

 

Y lo más importante: Stalin tenía tiempo.

 

Y además...

 

Stalin fue un dirigente muy popular dentro de la URSS durante todo el cuarto de siglo que duró su gobierno. Resulta un poco humillante poner por escrito una cosa así, pero no hay forma de evitarlo. También Hitler fue un dirigente popular, pero a diferencia de Stalin, consiguió algunas victorias económicas y persiguió a minoría relativamente pequeñas (los judíos eran el 1% de la población). Las víctimas de Stalin fueron grupos mayoritarios como el campesinado (85% de la población). Y aunque la vigilancia que ejercía Hitler sobre la población fue intimidatoria y persistente no se excedió, como Stalin, para crear un clima de náusea y miedo. 

Amis ha hecho un libro para despertar la memoria: “Para la conciencia general, los muertos rusos siguen durmiendo. Millones. Se libro una guerra contra ellos y contra la naturaleza humana y la libró su propia gente.”

MEMORIA HISTORICA. La fosa de Alcalá de Henares es sin duda del Frente Popular.

MEMORIA HISTORICA. La fosa de Alcalá de Henares es sin duda del Frente Popular.

Los especialistas están de acuerdo: los cadáveres hallados en una fosa común en Alcalá de Henares corresponden “sin ningún género de dudas” a ciudadanos asesinados por el Frente Popular. Es menos probable que entre ellos se encuentre el líder “trotskista” Andreu Nin, pero si hay dudas sobre las víctimas, no las hay sobre los asesinos: fueron los “republicanos”. Aunque el Gobierno pretenda insinuar que son “víctimas del franquismo”, nadie se lo cree. Esta es la historia.

El ejército había emprendido unas obras en el acuartelamiento de la Brigada Paracaidista en Alcalá de Henares. En el curso de los trabajos, se localizó una fosa común con un número determinado de cadáveres, más de cinco. Esa fosa correspondía a la época de la guerra civil. Una excavadora sacó a la luz, a una profundidad de dos a tres metros, un amasijo de huesos humanos entre los que había un cráneo con un agujero de bala y dos tibias fracturadas. Junto a los huesos aparecieron restos de vestimenta, como hebillas o botones. Entre los restos se ha podido identificar a personas jóvenes: en dos maxilares descubiertos se conservan todas las piezas dentales.

El Ministerio de Defensa, en plena campaña electoral, forzó un absoluto silencio sobre el hallazgo. Pero los jueces militares no tienen competencia forense, de manera que los cadáveres pasaron a la jurisdicción civil y, a partir de ese momento, nadie pudo silenciar lo que se había descubierto: una fosa de personas asesinadas durante la guerra civil y, muy probablemente, por el Frente Popular, dado que Alcalá de Henares estaba bajo control “rojo”.

Inmediatamente después, algunos historiadores levantaron la liebre: ¿Y si entre esos cadáveres se hallara el de Andreu Nin, el líder del POUM, acusado de “trotskismo”, apresado en Barcelona por la policía republicana bajo las órdenes de la Unión Soviética, torturado por agentes de Stalin –desollado vivo, más precisamente- y finalmente asesinado? Se sabe que Nin fue torturado en el área de Alcalá de Henares, y no hay constancia firme de dónde está su cadáver. ¿Podría ser Nin?

El Gobierno recibió el hallazgo con preocupación. La “ley de memoria histórica”, impulsada por el gabinete Zapatero, pretendía presentar la imagen de una idílica II República asaltada a traición por las criminales fuerzas reaccionarias, y dentro del paquete incluía la recuperación de las fosas comunes con víctimas del franquismo. Es una visión maniquea que no guarda relación con la realidad, pero que se sustenta, entre otras cosas, sobre la ocasional exhibición de fosas comunes con víctimas del “fascismo”, reales o supuestas. Con lo que no contaba el Gobierno Zapatero era con que pudiera aparecer accidentalmente otra fosa con restos de personas… asesinadas por el Frente Popular. A Zapatero le estallaba la “memoria histórica” en las manos. Esta misma semana, el Gobierno, mientras acentuaba el silencio sobre los hallazgos, hacía correr una especie interesada: los cadáveres corresponden a víctimas del franquismo. Impresentable.

Lo que dicen los especialistas

Especialistas consultados por Elmanifiesto.com consideran “altamente improbable” que los cuerpos de la fosa correspondan a la represión franquista. Alcalá de Henares estuvo bajo el control del Frente Popular hasta el final de la guerra. “Era la base de la intendencia para la Posición Jaca del general Miaja”, recuerda José Manuel Ezpeleta, el mayor experto español sobre la represión roja. Ezpeleta tiene documentadas en torno a Alcalá de Henares –en lo que entonces eran los arrabales de la ciudad, hoy integrados en el casco urbano- más de una veintena de fosas comunes. Algunas, célebres, en parajes con denominaciones muy de la época, como el “Barranco de Azaña”. En esas fosas ha aparecido de todo, incluso brigadistas internacionales, represaliados por su propio mando.

“Los cadáveres hallados pueden ser presos políticos sacados de la cárcel de Alcalá -dice Ezpeleta-, pero esto sólo es una suposición”. Ezpeleta duda que se trate de Andreu Nin y algunos de sus compañeros: “La documentación que obra en mi poder asegura que el cadáver de Nin fue enterrado en el cementerio de El Pardo. Por supuesto, también es posible que este dato no sea correcto, porque lo cierto es que nadie ha visto ese cadáver. En todo caso, la clave sobre la identidad de las víctimas nos la darán los objetos exhumados junto a los cadáveres: cascos, cinturones, zapatos, ropas…”.

¿Y las víctimas no pudieron ser asesinadas después de la guerra? José Javier Esparza, autor de El terror rojo en España, cree que no: “La inmensa mayoría de los fusilamientos de después de la guerra fueron ejecutados sin secreto, con cobertura jurídica y en lugares bien conocidos, como las tapias del cementerio del Este. Están sobradamente documentados. Al mismo tiempo, el Gobierno de Franco daba orden a los municipios de que abrieran todas las fosas con muertos de uno y otro bando y trasladaran los cadáveres a cementerios. Por eso los rastreadores de fosas están haciendo tan pocos descubrimientos y, además, lo que descubren pertenece a los dos bandos. Se trata de fosas que permanecieron ignoradas porque nadie pudo dar razón de ellas o porque, tras la guerra, los culpables prefirieron callar. Pero son excepciones –y muy escasas- a la norma”.

Durante la guerra civil, entre julio de 1936 y abril de 1939, los partidos y sindicatos que componían el Frente Popular se entregaron a una violenta represión contra los ciudadanos de derechas, católicos o considerados “enemigos de clase”. A pesar de que el territorio republicano no cesó de menguar durante la contienda, la cifra de víctimas mortales del Terror Rojo se cifra en torno a las 60.000 personas. Entre ellas, una cierta porción, pequeña, pero significativa, corresponde a los enemigos políticos internos del propio Frente Popular, como Andreu Nin y sus “trotskistas” del POUM.